lunes, 15 de junio de 2015

El Tesoro del Convento de Clausura de Corral de Almaguer (y II)


Los primeros porque uno de sus miembros -el obispo don Diego Ramírez de Villaescusa- estuvo una buena temporada en Flandes como capellán de Juana la Loca y Felipe el Hermoso y asistió al bautizo del futuro Emperador Carlos I, pudiendo perfectamente hacerse con algún cuadro del famoso pintor de Brujas; y los segundos porque otro de sus miembros -Francisco de Almaguer- ocupó el cargo de Contador Mayor durante buena parte de los reinados del Emperador Carlos I y su hijo Felipe II, y por lo tanto no tuvo más remedio que entablar contacto con los artistas y marchantes del arte, dado que él en última instancia era el encargado de pagar las obras pictóricas que iban engrosando las famosas colecciones reales españolas.

Descartadas el resto de familias nobles corraleñas tanto por su desinterés por la pintura como por la dificultad de acceso y elevado precio de este tipo de óleos, sólo nos quedaba averiguar cómo llegó el susodicho cuadro al Convento de Clausura

Para contestar a esta segunda pregunta, debemos avanzar que tanto el Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer, como buena parte de los conventos femeninos españoles de aquel tiempo, se fundaron para que se retiraran en ellos las hijas de las familias nobles y pudientes de la comarca que, por diversas circunstancias, no habían podido o querido desposarse en su momento. 



Para su ingreso, el padre debía aportar una cuantiosa cantidad de dinero -conocida como dote- que se entendía como el complemento necesario para la manutención de la religiosa durante su vida monástica y que alejaba las probabilidades de profesar como monjas a personas cuyas familias no tuvieran un mínimo de capital (excepto las que entraban como criadas de las anteriores y con el tiempo acababan como monjas de pleno derecho).

Era también costumbre y estaba permitido, que las religiosas ingresaran en la clausura acompañadas de cierto enseres y útiles personales de devoción, como alfombras, braseros, arcones, escritorios, cuadros, crucifijos etc… que les hicieran más cómoda y llevadera su estancia en el convento, por lo que ésta sería con toda probabilidad la manera en que el cuadro entró a formar parte de la decoración del Monasterio.

Aclarado éste segundo punto, solamente nos quedaba verificar si existieron monjas en el Monasterio de San José provenientes de alguna de las dos importantes familias mencionadas anteriormente.

La suerte quiso acompañarnos de nuevo, pues al no encontrar a ninguna religiosa de la familia Ramírez de Arellano entre las monjas que ingresaron en el convento desde su fundación hasta comienzos del siglo XVII; y descartar a casi todas las demás que profesaron durante esas mismas fechas por no reunir las condiciones económicas necesarias para poder adquirir un cuadro de semejantes características, nuestras pesquisas se redujeron prácticamente a dos únicos nombres: doña María de Mendoza y doña Jerónima de Almaguer.

Doña María de Mendoza era una joven de talante autoritario y caprichoso procedente de una rama secundaria de la importante familia de los Mendozas (aunque no hemos podido descubrir su localidad de procedencia) que había entrado en el Monasterio de Clausura a la fuerza y sin vocación ninguna, por exigencia de su padre. Ésta circunstancia marcó su estancia en el Monasterio y fue la causa de los continuos conflictos y problemas -algunos de bastante gravedad- que sacudieron el convento durante esta primera etapa y a punto estuvieron de provocar su cierre.

Para descanso de las monjas y autoridades civiles y religiosas, doña María de Mendoza solicitó finalmente su exclaustración alegando una grave enfermedad y se marchó exigiendo que le devolviesen sus enseres y hasta el último ducado de la dote.

Doña Jerónima de Almaguer, por el contrario, era una joven dulce e ingenua dotada de finos modales y una exquisita educación. Su padre era don Francisco de Almaguer, sobrino del Contador Mayor del Rey Carlos I y Felipe II del mismo nombre y su madre la nieta del comendador Collado. Con estos antecedentes, unidos a su gran belleza, doña Jerónima se había convertido a sus dieciséis años en la joya más preciada del municipio y en la dote más cotizada de toda la comarca, por lo que su padre la tenía bien guardada y protegida en espera de encontrarle un marido que estuviera a la altura de las circunstancias.

Pero quiso el destino que doña Jerónima se enamorara perdidamente de un apuesto joven de condición económica muy inferior a la suya y antecedentes de mujeriego, al que se entregó en cuerpo y alma como ingenua adolescente que era. Su padre la envió inmediatamente al convento de clausura –al principio de forma temporal- con la esperanza de que la vida religiosa le hiciese reflexionar y olvidase ese apasionado amor adolescente que había comprometido la honra de la familia. Sin embargo, por diversas circunstancias que serían largas de explicar (véase el libro Grandezas y Bajezas de la aristocracia corraleña del siglo XVI) doña Jerónima decidió finalmente tomar los hábitos y profesar como monja en el convento de clausura.



Obviamente a doña Jerónima, dada su riqueza, jamás le faltó mobiliario ni objetos variados de devoción con los que adornar su celda y hacer más llevadera su estancia en el convento. De entre todos esos objetos permitidos para decorar su aposento, entendemos que el cuadro de la Virgen con el niño de Gérard David debió presidir la intimidad de su celda y ocupar un lugar privilegiado desde donde elevar sus oraciones diarias.

No podemos precisar, sin embargo, si la mencionada tabla flamenca entró con ella en el convento tras su desafortunado romance, formó parte de la dote que entregó su padre una vez profesó definitivamente como monja de clausura, o procede de la magnífica herencia recibida de su tía abuela doña María de Almaguer (hija del contador del rey Felipe II) que murió sin descendencia.

Estudios comparativos

Una vez analizados el cuándo, el cómo y el porqué de la presencia del cuadro en el Monasterio de Clausura, sólo nos quedaría recoger los rasgos identificativos que lo unen a la vez que lo diferencian de sus otras dos tablas gemelas: la del Museo del Prado y la de la Catedral de Toledo.

A simple vista, resulta más que evidente un detalle significativo: mientras en el cuadro del Museo del Prado la Virgen gira la cabeza y sostiene al niño en la parte derecha de su regazo, en los otros dos lo hace hacia la izquierda. Es difícil encontrar una razón para este curioso detalle aparentemente banal, pero no parece descabellado imaginar que el pintor de Brujas quisiera establecer una clara diferenciación entre el cuadro del Emperador -pintado por él en su totalidad- y los otros dos cuadros, copias del anterior, realizadas como consecuencia de encargos posteriores y probablemente por los miembros de su taller.

No olvidemos que era habitual entre los pintores consagrados y con talleres de cierto renombre, que en copias de estas características el titular se dedicase únicamente a terminar las zonas que revestían mayor dificultad, como las caras, las manos o, como en éste caso, el cuerpo del niño, que es donde el maestro imprimía su estilo personal.

Otro detalle que viene a corroborar esta teoría, es la complejidad y riqueza decorativa que exhibe el vestuario y la propia imagen de la Virgen del Museo del Prado (cenefas con pedrería, gran lazo ceñidor, cadena del cuello, diadema de perlas en el cabello) en comparación con los otros dos mucho más convencionales y sencillos, elaborados para atender la demanda.

Por lo demás, el cuadro de la Catedral de Toledo y el del Convento de Clausura son prácticamente idénticos y sólo se diferencian en mínimos detalles difíciles de apreciar a primera vista y en el hecho de que el cuadro de la Catedral está totalmente restaurado, mientras el del Monasterio de Clausura, después de superar 500 años de existencia, la Guerra de la Independencia, la desamortización de Mendizábal y la Guerra Civil, presenta los desperfectos lógicos del paso del tiempo y los numerosos traslados. No obstante, los tres reflejan la misma ternura y delicadeza que sólo Gérard David sabía imprimir en las caras de sus vírgenes y que tanta fama le reportó en su momento.


                 
Y una vez finalizada esta investigación, sólo nos queda recoger la sensación de tristeza que nos invade al comprobar que un cuadro que valía más que todo el convento, haya salido para siempre de nuestra población con rumbo impreciso, en vez de haber permanecido en el Monasterio con el resto de obras de arte que lo adornaron durante tantos siglos, o haber enriquecido con su presencia el pequeño pero interesante museo parroquial.

Ciertamente Corral de Almaguer no es Pastrana, ni sus habitantes se levantarán jamás para defender su historia y su patrimonio como ocurrió en aquel pueblo de Guadalajara, pero, unas veces por desconocimiento –como en este caso- otras por desinterés y omisión, y otras por pura ignorancia, la realidad es que nuestra localidad sigue perdiendo sus cada vez más escasas señas de identidad como municipio sobresaliente que una vez fue en la comarca, para convertirse poco a poco en un pueblo manchego más, sin personalidad, sin alma, sin atractivo para sus habitantes y menos aún para el turismo.

Rufino Rojo García-Lajara (julio de 2013)

Dedicatoria: este escrito va dedicado a Sor Trinidad, la última abadesa del Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer –fallecida en pasadas fechas- con la que siempre me unió una especial relación de cariño.

Nota: La Virgen con el niño y dos ángeles que la coronan de Gérard David, es el emblema y cartel de la exposición actual del Museo del Prado “La belleza encerrada” que permanecerá abierta hasta el 10 de noviembre de 2013

Sala Capitular de la Catedral de Toledo, con la Virgen de Cisneros en la silla arzobispal

Publicado por somoscorraldealmaguer
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