miércoles, 22 de julio de 2015

Milicias concejiles en la plena Edad Media Hispana. El caso de Castilla en los siglos XII y XIII. (Y III))

Milicias

El término milicias o concejos es ampliamente usado por los cronistas para referirse a una sola institución: las fuerzas de combate y defensa conformadas por los habitantes de un núcleo urbano, que convocadas y controladas por el Concejo de la ciudad o poblado, contaba con su propia estructura de mando. Estas milicias debían obediencia a la monarquía del reino, pero tenían una cierta autonomía para iniciar sus propias acciones; esta independencia relativa les venía dada por los fueros y cartas pueblas, aprobadas por el rey, que regulaban a la urbe y sus territorios.

El origen de estos grupos armados se remonta a la tradición germánica previa a la época de las grandes invasiones de los siglos IV y V. Por tradición los hombres libres debían acudir a la guerra, ante el llamado de su rey, aportando sus propias armas, provisiones e impedimenta, estando obligados a permanecer con la hueste hasta el final de la campaña.

En la Península Ibérica el fenómeno de las milicias estuvo presente, con algunas diferencias, tanto en los reinos cristianos como en los musulmanes, siendo un elemento constante en las distintas acciones bélicas de la llamada ““Reconquista””. En el caso de los territorios cristianos la milicia urbana era reclutada y dirigida por las autoridades locales, basándose en los privilegios concedidos para ello a través de los Fueros, Cartas Pueblas y otros documentos fundacionales. Siendo sus principales funciones la construcción y reparación de fortificaciones, vigilancia del recinto y murallas de la urbe, defensa de la ciudad en caso de cerco, acudir al Apellido y sumarse a las cabalgatas e incursiones en territorio enemigo, cuando así lo ordenasen las autoridades locales. Además debemos agregar a lo anterior, la obligación de unirse a la hueste real cuando el rey así lo solicitase.

La relación entre la corona y los concejos era constante, al punto de estar altamente normada a través de los Fueros locales. El llamado a incorporarse a la hueste real, conocido como Fonsado, si bien en sus inicios era bastante amplio, a partir del siglo XI fue cada vez más frecuente que se impusieran limitaciones al tipo de servicio, la cantidad de hombres y los costos de la campaña. De hecho fue común que las ciudades alejadas de la frontera e incluso particulares afectados por el llamado real, permutaran su servicio por un impuesto especial llamado Fonsadera. 

Estas limitaciones terminaron por restringir la obligación del Fonsado, sólo a las poblaciones fronterizas, las cuales debían servir por un periodo limitado de tiempo, por lo general entre 45 días a tres meses, durante los cuales el Concejo debía subsanar los gastos de sus hombres. Acabado ese tiempo, si el rey quería conservar las tropas debía pagar su manutención con el dinero de las arcas reales. También se hicieron frecuentes las limitaciones sobre el número de hombres obligados a acudir, por ejemplo solo uno por cada casa o solo los caballeros. 

Así como otras restricciones como que la campaña se realizara a cierta distancia de la población o que solo era obligatoria la asistencia si es que el rey mismo encabezaba la expedición. A fin de cuentas esta reglamentación, se tradujo en una creciente falta de hombres para algunas campañas, lo que obligó a la corona, en especial a partir del siglo XIII, a conceder fueros más generales y a reglamentar el llamado de las milicias. Un testimonio de lo anterior podemos encontrarlo en la Crónica de los Reyes de Castilla, que con posterioridad a los hechos relatados, nos narra las dificultades de Alfonso X para reclutar a los concejos de frontera y las medidas que tomo al respecto:

E leyendo este rey don Alfonso esta guerra que tenía comenzada con los moros en que se gastaban muchos caballos, é otrosí commo muchos de las villas se excusaban de lo servir por el llamamiento que les facia de cada año para la frontera, é en que aquel tiempo iva cada uno á servir tres meses por lo que avia, ca el Rey non les daba nada de las fonsaferas, é porque de las extremaduras avia más gentes para su servicio que de las otras villas de su reino, é porque oviesen razon de mantener é criar los caballos é estubiesen prestos cada que los él llamase, ordenó que oviesen los alcaldes en toda la Extremadura en esta manera: que cualquier home que mantoviese caballo é armas, que fuese excusado de la martiniega é fonsadera, é que oviese excusado sus amos é molineros é hortelanos é yugueros é mayordomos é apaniaguados, é por esto que fuese tenudo de ir a servir á la frontera cada que el Rey le llamase sin le dar el Rey otra cosa ninguna por los tres meses del servicio. Este ordenamiento fizo el Rey con acuerdo de los de las Extremaduras que eran y con él, é enviole a las cibdades é villas é logares de la Extremadura: é este ordenamineto fue fecho por los labradores é caballeros ó por otros cualesquier que quisieren mantener los caballos é aver la franqueza par sí é para sus excusados.

Las dificultades que este tipo de tropas ofrecían eran frecuentemente destacadas por los cronistas, que incluso dejan ver un cierto tono de reproche hacia estos hombres que por haber cumplido su tiempo de servicio foral podían retirarse en mitad de una campaña, pese a que esta pudiese no haber concluido, tal como ocurrió durante el cerco de Úbeda, donde acudieron los Concejos de Toro, Zamora, Salamanca y Ledesma, bajo el mandado de Fernando III. Estas recriminaciones no deben extrañarnos si recordamos que la gran mayoría de los cronistas eran clérigos convencidos de ser participes de una Guerra Santa, una misión divina más importante que cualquier norma hecha por los hombres:

En el invierno siguiente, era de 1271, en la fiesta de Epifanía, el rey asedió Úbeda con los nobles y no muchos pueblos del reino leonés, y el pueblo de Toro, de Zamora, de Salamanca y Ledesma, que acudieron, al mandato del rey, al asedio de la citada villa en gran multitud y con mucho aparato. 

Pero llegado el término hasta el que estaban obligados a seguir al rey según su propio fuero, como ellos decían, antes de la toma de la villa, volvieron a sus propias tierras….

En otras ocasiones era el mismo rey quien licenciaba a las tropas, cuando consideraba que ya no eran necesarias o que su partida podía aligerar la carga logística de la campaña.

Pese a todas las dificultades y limitaciones que las milicias concejiles podían causar, eran tropas bastantes apreciadas por los reyes castellano leoneses, debido a su experiencia militar, su conocimiento del enemigo y geografía de la zona de conflicto, por su bajo costo (siempre y cuando la campaña no durase demasiado) y por su estado de preparación casi permanente, lo que permitía formar un cuerpo de combate en poco tiempo. Por ello no es de extrañar que algunos concejos se viesen obligados a participar anualmente en expediciones de defensa y hostigamiento, como nos relata la Chronica Adefonsi Imperatoris, respecto a los Concejos de Toledo y la frontera, que debían formar ejércitos continuamente y hacer la guerra a los musulmanes cada año.

Aparte de su servicio en la hueste real, las milicias concejiles eran libres de realizar sus propias acciones de guerra contra los moros, frecuentemente cabalgatas motivadas por el deseo de obtener botín, siempre y cuando estos actos bélicos no fuesen contrarios a los intereses de la corona. Era precisamente esta autonomía, lo que permitía a las milicias contar con bastante especialización guerrera, organización y experiencia que las convertían en tropas imprescindibles pese a sus propias limitaciones.

Las huestes concejiles, pese a no ser una fuerza militar profesional, debido a su permanente actividad bélica conformaban una fuerza bastante organizada, dividida en las tres ramas militares propias de las unidades de combate medievales, es decir caballeros y hombres montados, ballesteros u arqueros y peones. A los que se deben sumar algunas fuerzas especializadas en materias como reparación de puentes y caminos, construcción de máquinas de ingenio, intendencia y otros grupos convocados especialmente, como ocurrió durante el cerco de Sevilla, cuando Fernando III convocó a aquellos “Sabidores de la mar”, para que construyeran naves con las que cortar las vías fluviales de la ciudad.

En las ciudades de frontera, surgió un tipo de tropa concejil, que consideramos prudente analizar en un párrafo aparte. Nos referimos a los llamados “caballeros villanos”. En ciudades como Ávila, la constante actividad guerrera y el beneficio económico obtenido a través de los flujos continuos de botín, fue perfilando un tipo de guerrero de origen plebeyo, pero que tenía la capacidad de adquirir una montura y armamento que lo equiparaba a los caballeros nobles. En forma paralela también se fueron enriqueciendo gracias a la posesión de tierras, ganado y otros bienes, con lo que se convirtieron en un influyente grupo social que solía acaparar los cargos concejiles, reservados a los plebeyos, logrando así la administración de las ciudades y la dirección de las campañas bélicas. Con el paso del tiempo lograron de parte de la corona y nobleza, cierto grado de reconocimiento a su condición y en la práctica, se les igualó a los hidalgos, siendo dotados además de algunos privilegios nobiliarios como la excepción a ciertos impuestos. Este grupo social, fue protagonista de muchas de las acciones bélicas de la “Reconquista” y es frecuentemente nombrado en las crónicas, lo que nos habla de su importancia y de los beneficios que se podían lograr en la vida fronteriza hispánica.
Una particularidad de los concejos y sus milicias era lo que podríamos llamar su “doble dependencia” es decir su lealtad al rey y a los propios intereses de la villa. Este fenómeno es claramente visible en los periodos de guerra internas que

sacudieron Castilla y León durante el siglo XII, donde las milicias de distintas localidades se enfrentaron entre sí en respaldo de su respectivo candidato al trono. Es de notar que los cronistas en general no expresan reproche a esta circunstancia particular, ni relatan represiones por parte del bando triunfante hacia aquellos concejos derrotados, lo que se podría deber a la necesidad de no desestabilizar ni despoblar aún más la frontera, exponiéndola a una reacción por parte de los musulmanes:

E la guerra que ovo con el rey de León sirviendole otrosí bien e lealmente, e señaladamente tovieron castellanos en el reyno de León. Vlasco Muñoz, el sobervioso, tobo El Carpio: e Nuño Mateos, Monterreal e Alpalio e Berrueco pardo. E estos, con cavalleros de Avila, vençieron al consejo de Salamanca el día que el rey don Alonso vençio en la batalla de Ubeda…

Acaeció otra vez que don Sancho Fernandez vino con tresçientos cavalleros de tierra León e con el consejo de Salamanca e de Toro e de Alva e de Salvatierra. E llegó a un lugar que dizen Arevaldillo, a quatro leguas de Avila, e embió de los unos e de los otros tresçientos cavalleros que fuesen en algara e corriesen a Avila.

E los de Avila ovieron sabiduría dellos, e salió todo el consejo contra ellos, e encontrándose con los del algara en Peña Aguda, a dos leguas de Avila.

Esta “indulgencia” respecto a los consejos derrotados en pugnas internas o dinásticas, no era tal en aquellas ocasiones en que las milicias urbanas se vieron involucradas en rebeliones contra el legítimo soberano. Este era un acto gravísimo que cuestionaba la legitimidad del rey y que por ende solía ser reprimido con violencia y normalmente terminaba con la muerte de los cabecillas de la revuelta.

En circunstancias normales, cuando las milicias eran requeridas por el rey, éstas solían sumarse a las muy heterogéneas huestes reales, que solían componerse además de hombres de la mesnada real, milicias señoriales, órdenes militares y mercenarios, principalmente. En estos casos lo habitual era que las milicias no se dispersaran entre el ejército, sino que mantuvieran su estructura y mandos integrados, a veces sirviendo como parte de unidades mayores, pero sin fusionarse con ellas. De esta forma los milicianos conservaban su jerarquía, símbolos y banderas, manteniendo así la cohesión típica de las fuerzas compuestas por hombres que luchaban junto con sus vecinos y amigos.

Por su estratégico papel en los conflictos peninsulares, las milicias no podían estar exentas de los cambios políticos que se empezaron a experimentar a partir de la segunda mitad del siglo XII con el fortalecimiento del papel de la monarquía. La corona, a medida que demostraba una mejor capacidad de organizar el esfuerzo bélico y ordenar su estrategia, fue restando autonomía a las fuerzas concejiles y encauzando sus acciones guerreras en propósito de los intereses reales.

 Esto, que en la práctica significaba una menor autonomía para iniciar campañas y cabalgatas de mutuo propio no implicó la desaparición de la forma de vida fronteriza, donde la guerra y sus beneficios económicos eran ya una tradición demasiado arraigada y necesaria para la economía de la zona, por lo que las acciones particulares fueron más esporádicas pero siguieron siendo una constante. Se podría concluir que con el paulatino fortalecimiento y centralización del poder real los habitantes de la frontera se vieron obligados a obedecer y sumarse a las estrategias de largo alcance del rey, pero sin que eso significase que renunciasen a sus beneficios ni a su modo de vida fronterizo.
Raimundo Meneghello

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