miércoles, 22 de julio de 2015

Romanones: 150 años del gran cacique

 La TribunaEl político pasaba largas temporadas en el Cigarral de Buenavista. Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950) recibió allí a dignatarios extranjeros, ministros y académicos

Hubo un tiempo en el que ser ‘un Romanones’ equivalía a ser considerado un hombre de inmensa fortuna, un auténtico potentado que -en el caso de acceder a la política- también podría ser sinónimo de caciquismo con mayúsculas.

Probablemente no haya mejor momento que la convulsa etapa política por la que atraviesa el país para recordar a don Álvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones, pero es que en 2013 se cumplió precisamente el 150 aniversario de su nacimiento.

Este personaje vinculado a la ciudad de Toledo -en ella adquirió el Cigarral de Buenavista, convertido en el Hotel Hilton en la actualidad-, no tan recordado como deberían ser los grandes propietarios de nuestro entorno, como el conde de Mayalde (algo que sin duda permitiría explicar una buena cantidad de desafueros urbanísticos), ha pasado más bien a la historia popular por una abultada colección de dichos, entre ellos el célebre «¡Joder, qué tropa!» y «ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento». 



Una de sus anécdotas más recordadas tiene que ver con Guadalajara, su gran feudo clientelar, en donde se decía que compraba los votos a dos pesetas. Enterado Antonio Maura, intentó disputarle el escaño subiendo la oferta a tres. La reacción del pícaro Romanones no se hizo esperar: «Toma un duro», decía a sus votantes, pidiéndoles a cambio el voto y las tres pesetas de su rival.

El resultado acababa siendo igual de ventajoso: así se aseguraba los mismos resultados sin aumentar la inversión prevista inicialmente.

Romanones fue presidente del Senado y del Congreso de los Diputados, presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones y titular de carteras como Instrucción Pública y Gracia y Justicia.

Esta gran actividad política, sostenida durante más de cincuenta años, unida a sus habituales estancias en su propiedad toledana, hicieron del Cigarral de Buenavista un espacio de referencia para los grandes visitantes de Toledo, casi tanto como el Cigarral de Menores, de Gregorio Marañón.

Por esta gran casona, heredera del refinado cigarral renacentista por donde pasaron literatos como Luis de Góngora, se sucedieron las visitas de personajes como el Mariscal Pétain, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó (padre de la actual Duquesa de Alba), ministros, diplomáticos y una importante sucesión de nombres de la vida pública y cultural española. 

El Conde de Romanones fue nombrado director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1910 e impulsó la celebración de varias sesiones en Toledo, una de las cuales -fotografiada por Rodríguez, junto a estas líneas- tuvo lugar en 1926 y contó con la presencia del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor, director del Museo del Prado.

Su actividad política en Toledo cobró especial relevancia durante los años treinta, cuando se produjo el hermanamiento entre Toledo y Toledo de Ohio. En 1934 acompañó a los representantes estadounidenses en la célebre fotografía del encuentro tomada en el Cigarral de Menores.

Un año después, durante el «acto hispano-yanqui» [sic] celebrado para conmemorar la vinculación entre los dos Toledos -discurso en el que se refirió a la actuación de Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial y a su contacto personal con el presidente Woodrow Wilson-, Romanones pronunció otra de sus célebres frases: «¡Por qué nos conocimos tan tarde!».

De la visita de muchos de estos personajes -algunos de dudoso recuerdo, como el conde Galeazzo Ciano, ministro de Negocios Extranjeros de la Italia fascista de Mussolini, quien se alojó en el Cigarral de Buenavista en 1939- ha dado testimonio en varias ocasiones la periodista y escritora Natalia Figueroa, nieta de Álvaro de Figueroa y Torres.

«Para Romanones, su larga temporada en Toledo era sagrada -declaraba al diario ABC a finales de los años setenta-. Le recuerdo sentado en aquel jardín, frente al Tajo, esperando a ‘señores muy importantes’ que mis hermanos y yo, sin atrevernos a molestar, medio escondidos, veíamos llegar, de cuando en cuando, al caer la tarde. (...)

Marañón era uno de los personajes que acudía con más frecuencia. Además del médico de la casa era el gran amigo, el gran hombre. Bajaba de su precioso cigarral, y otras veces eran mis abuelos y mis padres quienes iban a visitarle. «Mira -decía Marañón contemplando la prodigiosa vista desde su jardín-, la luz de Toledo es rosa».

No lo era tanto la otra cara de la moneda. El Conde de Romanones -«cínico, miope y reacio a cualquier innovación», en palabras del profesor de la Universidad Complutense Javier Moreno Luzón- reunía todos los vicios de la decadente clase política contra la que arremetieron voces como la de Ortega y Gasset. 

Enormemente simbólicas, en este sentido, son las imágenes que le muestran asistiendo a las labores agrícolas como «un labrador auténtico que, muy de cerca, entre los mismos mayorales y gañanes, organiza, dirige y vigila las faenas». 

El periódico conservador El Castellano describía al viejo cacique, «con su traje de dril caqui y su sombrero haldudo de paja basta, como el de los segadores», perpetuando los usos de la vieja España en un mundo que avanzaba entonces hacia otras realidades. Hoy, lo que queda de su cigarral es un hotel de cinco estrellas.

ademingo@diariolatribuna.com - domingo, 3 de febrero de 2013

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