miércoles, 28 de marzo de 2018

Extranjeros en Toledo: La Colonia Griega y del Mediterráneo Oriental en tiempos del Greco

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La Toledo cosmopolita de fines del siglo XVI e inicios del XVII estaba acostumbrada a la presencia por sus calles, tahonas u hospitales de extranjeros de todo porte y pelaje: desde esclavas negras o moriscas haciendo recados para sus amos o acompañando a sus señoras; a soldados procedentes de todos los rincones de Castilla y mercenarios suizos, en tránsito por la Ciudad Imperial o alojados bien en la ciudad, bien en sus cercanías1 , pasando por menestrales flamencos, nobles centroeuropeos, clérigos irlandeses e impresores alemanes. 

De entre todas las naciones, los más numerosos fueron los franceses que, huyendo de la miseria o de la cruenta guerra entre católicos y hugonotes, se derraman por Toledo.



Desde sacerdotes que huyen de la persecución religiosa a míseros aguadores procedentes del Macizo Central francés, quienes conforman una colonia tan numerosa que en 1617 pretenden fundar toda una cofradía «de naturales» bajo la advocación de San Luis, rey de Francia, con sede canónica en la ermita de San Roque, extramuros de Toledo2 ; un santo rey-pintado a la sazón por Jorge Manuel, el hijo del Greco.

Tampoco faltaron facinerosos, pícaros, vagabundos, peregrinos o pordioseros oriundos de todos los confines del Imperio o desterrados de la Corte, algunos de los cuáles terminan en las redes del Santo Oficio por envidias o simplemente por molestar. 

Tal parece ser el caso de Alejo de Soto, venido nada menos que desde la remota ciudad de Goa (India portuguesa), que fue denunciado por blasfemo y proferir cantares deshonestos, descubriéndose que era un musulmán bautizado con doce años de edad, siendo obligado a abjurar de levi y ser instruido seis meses en un convento toledano . 

Coetáneos de Domeniko también están documentados numerosos italianos, algunos artesanos o artistas (pintores, ensambladores de retablos, doradores), otros negociantes (tales como los mercaderes de mármol de Carrara de la talla de Juan de Lugano o tratantes de grueso tan famosos como los Salvago, los Rótulo , los Lercaro o los Lomelín ). 

Más aún, algunos de los linajes de comerciantes genoveses, pisanos o sicilianos más solventes fundaron capillas funerarias en conventos (los Cernúsculo en San Juan de los Reyes) e iglesias (los Mesina en San Cristóbal); aunque, desde luego, fueron mucho más numerosos los buhoneros, volatineros o saltimbanquis itinerantes. También se detectan, cada vez más, inmigrantes portugueses en nuestra ciudad, sobre todo desde que la Unión de Coronas (1580) integró a Portugal bajo órbita castellana. 

De este modo, cientos de marranos portugueses (lenceros, especieros, tenderos, especieros, prestamistas o mercaderes) pululan por toda la Península, entretejiendo un denso entramado comercial lusitano por villas y ciudades. Mención aparte merecen aquellos que recalaron en las cárceles Toledo. Se trata de una chusma compuesta de bígamos, hechiceras, calés «de nación gitanos» (es decir, no considerados españoles) y toda una panoplia de forasteros desarraigados o lugareños problemáticos que son a menudo condenados a galeras y que permanecen confinados en prisión durante meses o años. 



Por no mencionar que navarros, catalanes, valencianos o aragoneses eran considerados extranjeros en la Corona de Castilla, por mucho que despertaran menos recelos que el resto de personajes extrapeninsulares. 

Además, de todos ellos el resabio popular había construido un arquetipo, muchos de los cuáles han pervivido hasta nuestros días: aragoneses testarudos, alemanes borrachos (tanto más chocante cuando la dieta popular hispana estaba regada a diario por sendas cuartillas de vino tinto), portugueses galantes y vanidosos, italianos afeminados o codiciosos, franceses bribones, flamencos laboriosos, ingleses herejes y piratas (no olvidemos que Ana Bolena cabalga la Tarasca toledana, encarnación ritual del pecado), negras lujuriosas (prohibidas hasta en los burdeles para evitar que engatusaran a sus clientes), negros torpes y malhablados (burlándose de ellos en los villancicos y motetes de la catedral), etc. Y ¿qué hablar de griegos, turcos y otros inmigrantes de Oriente Cercano? Cuando no eran tachados de sodomitas se les tildaba de pedigüeños. 

En esta línea, resulta sorprendente el número de cristianos orientales provenientes de los Balcanes, Península Helénica y Oriente Próximo (Armenia, Palestina) que recalan en la Monarquía Católica, sobreviviendo de las limosnas, en calidad de peregrinos a Santiago de Compostela o de refugiados perseguidos de los turcos, representando en todo caso a sus respectivas comunidades, sojuzgadas por los infieles.

Paradigma de este pulular de cristianos perseguidos limosneando por la potencia paladina de la Contrarreforma es el caso de unos caballeros húngaros de paso por la Ciudad Imperial hacia 1599, en cuyo regimiento «Leyose una petición dada por Juan Nagui y Gregorio Pachi cavalleros ungaros en que suplicava su Señoria [el ayuntamiento toledano] les haga alguna merced atento que los turcos los cautivaron y para su rescate andan pidiendo ser favorecidos», librándoseles de las arcas municipales nada menos que 2.000 reales . 

Recordemos que las Constituciones sinodales de Toledo del cardenal Tavera (1536) ya tronaron contra los falsos romeros: «algunos engañadores so habito de peregrino, diziendo ser enviados para la salud de las animas, impuniendolse falsos nombres y señales fingidas, usando de otros muchos fraudes y cautelas burlan a la gente ignorante y le llevan dinero». 

Así, una generación antes de recalar El Greco en Toledo, en 1551 el Santo Oficio local investigó por hechicerías a Martín Páez, natural de Villarroya (La Rioja); este embaucador que se decía peregrino del Monte Calvario, uno de los doce que nombraba la Señoría de Venecia con destino al Monte Sinaí, mostrando una rueda de Santa Catalina tatuada en el brazo, solicitando dinero o comida a los aldeanos ignorantes para celebrar misas en los Santos Lugares, con la complicidad de un clérigo italiano que le acompañaba . Nos hallamos en una época en la cual pocos o casi nadie viajan por placer, sino buscando su sustento o huyendo de su triste suerte.

Tengamos en cuenta que los caminos eran lodazales en época de lluvias y polvaredas en el estío; las ventas son consideradas, no sin razón, rediles de rufianes, prostíbulos o nidos de estafadores y en cada recodo del camino podían aguardar salteadores sin escrúpulos o mozos con ganas de chanza o bulla. Además, los viajeros cualificados que recalan por la Toledo de los Austrias y nos han legado sus memorias suelen ser diplomáticos, intelectuales o militares. 

Todos parecen toparse con lo que han venido a ver10: templos suntuosos; calles atestadas de damas elegantes, caballeros orgullosos, buenos artesanos y un clero omnipresente que hormiguea por calles, tiendas, iglesias y conventos. No obstante, también suelen quejarse de las malas posadas; de las bazofias que les sirven de comida; de la falta de aseo y rudas costumbres de los plebeyos; del desprecio de los toledanos hacia los foráneos; de los hurtos de los ladrones o las sospechas de todos. 

Algunos cortesanos extranjeros, como el caballero francés Bartolomé Joly, de tránsito por España entre 1603 y 1604, incluso plantea una dicotomía etnocentrista entre la urbanidad gala y la barbarie española, cuando se queja de los insultos que les gritan los aldeanos por los caminos, burlándose de manera inmisericorde del uso generalizado del sampedro u orinal, mientras que ensalza el uso de los retretes o «sillas agujereadas, verdes y limpias, como en Francia» . 



Mención aparte merecerían otras costumbres locales o determinadas ceremonias públicas como los toros o los ajusticiamientos públicos. Así el burgués flamenco Juan Lhermite, cuando asiste a un autos de fe lo considera un «espectáculo muy triste y deplorable de ver», aunque a renglón seguido lo justifique .

MIGUEL F. GÓMEZ VOZMEDIANO 
Académico Numerario

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