viernes, 9 de mayo de 2014

Poder político de los Arzobispos de Toledo en el siglo XV

La estrecha relación mantenida por la Iglesia y el Estado en el siglo XV, responde a una fundamental tendencia histórica, originada en el siglo IV. La declaración solemne del cristianismo como doctrina oficial del Imperio por Teodosio, el año 380, determina el largo camino que recorrerá la Institución Católica (universal) en compañía de los poderes públicos hasta bien entrado el siglo XIX.

Como el emperador romano, reyes y nobles se sentirán poderosamente interesados en la influencia ejercida por el episcopado sobre las gentes. Motivadas éstas por el temor al Infierno o el razonable deseo de salir del Purgatorio, hacen numerosas aportaciones a la Iglesia en forma de limosnas o mandas testamentarias. La misma Institución, en calidad de mediadora entre Dios y los hombres, exige y distribuye el Diezmo eclesiástico, tributo de origen divino. Fruto de la estrecha relación anudada, los príncipes la colman de privilegios, exenciones y reconocimientos. Se consolida desde esos lejanos tiempos la fuerza de la catedral, donde queda instalada la sede del obispo que, rodeado de su presbiterio, trata de convencer a sus fieles del orden eterno emanado de Dios. El atractivo centro de poder despierta la ambición de los príncipes quienes, a la vez que buscan su apoyo, intentan controlarlo, siempre bajo el preexto de protección o ayuda.

La tendencia, con sus correspondientes avances y retrocesos ha dejado marcadas huellas en la historia del Occidente Europeo y en los reinos hispánicos medievales. La diócesis de Toledo presenta durante el siglo XV un clarificador modelo de dicho fenómeno. Ella, como otras sedes episcopales de la cristiandad, consiguió especial preeminancia administrativa convirtiéndose en Primada de Hispania y cabeza de una extensa metrópoli. Su catedral, obispos y cabildo jugaron un papel importante en el ámbito de la política, desde su privilegiada plataforma eclesiástica. 

Estructura política de la Iglesia desde el 380

A partir del impropiamente llamado Edicto de Milán, emitido por Constantino y Licinio, en 313, las gentes del Imperio Romano ven reconocida "la libertad de practicar la religión que prefieran", a la vez que constatan la devolución de casas y bienes confiscados. La Iglesia, perseguida como una secta religiosa a la que hay que extinguir, "sale de las catacumbas" e inicia una carrera de éxitos, fruto de la victoria del emperador en Puente Milvio (312), que se sustancia en el referido Edicto, "tolerante" para todos los credos.

Respaldados por las nuevas condiciones los cristianos construyen templos para su culto, celebrado antes en casas privadas, y los empiezan a adornar no de frescos, como ocurría en los corredores de las catacumbas, sino con mosáicos y otras pinturas, que representan el triunfo de Cristo en su gloria, vestido de púrpura y oro, como un emperador. Con la libertad, recupera la vida en paz, y las comunidades cristianas son objeto de grandes y numerosos reconocimientos por parte de la autoridad. El mismo Constantino cedió su Palacio de Letrán al obispo de la ciudad eterna, convirtiéndose desde entonces en su sede y hasta hoy su única catedral, San Juan de Letrán. Su madre tomaría una determinación parecida con su palacio de Tréveris.

Culmina su curso ascendente con la conversión en religión oficial a finales del siglo IV, cuando Teodosio acuña el término católico - universal - para designar con él a todos los que creen en la fe ortodoxa, la defendida por una mayoría de obispos reunidos bajo sus auspicios en un concilio ecuménico. Los tradicionales dioses paganos son perseguidos, desplazados del Foro y reemplazados por los símbolos cristianos. En su lugar se instalan los templos matrices de la Iglesia Católica, las catedrales, ocupando el centro de la organización imperial, que es la civitas, donde se concentran los edificios administrativos de mayor vitalidad, como la residencia del prefecto, los cuarteles y las dependencias edilicias. Se configuraba definitivamente el centro emblemático ciudadano y eclesiástico, con la residencia del prefecto, heredada más tarde por el príncipe o su equivalente, y la catedral con su obispo y presbiterio. El modelo se prolongaría, con leves modificaciones, hasta bien entrados los tiempos modernos. Y aunque se desplace en el espacio con la expansión de la población, buscando establecimientos más adecuados a los nuevos tiempos, nunca perderá su sentido y monumentalidad, mostrando de forma ostensible su firme contenido simbólico de centralidad civil y religiosa.

La Catedral, sede del obispo y cabeza de la comunidad cristiana, acoge también al órgano asesor de aquel, formado por el presbiterio, luego cabildo de canónigos, cuyo consejo y asentimiento son ineludibles para la administración de la vida diocesana. Es el órgano colegiado que cubre las necesidades de la sede vacante y marca las normas de conducta a todas las parroquias del obispado, incluidas colegiatas, templos de casas religiosas o capillas funerarias. Todas las iglesias y clérigos deben conformarse, según los sínodos, "con la dicha nuestra iglesia mayor como con cabeça, madre y maestra de todas las otras iglesias de nuestro obispado".

Por todas estas razones, "porque la iglesia catedral toma mayores afanes así como aquella que ha de complir la mengua de las otras iglesias perrochiales que en ella se facen de su obispado, e que las ha de çertificar de las dubdas que acaesçen...", participará en mayor medida de los ingresos proporcionados por las rentas del obispado, especialmente las derivadas del Diezmo eclesiástico, que ella administra, junto con el obispo, al menos, desde el siglo XIII. Sus afanes en clarificar las pautas a las parroquias le autorizan a mayores y más numerosas ofrendas de los fieles y a cuestaciones especiales celebradas en su beneficio.

Su capitalidad, en cuanto sede de la cátedra del obispo y casa de la comunidad cristiana la constituye en lugar donde se lleva a cabo la elección de su pastor, en los primeros tiempos, por el pueblo, presbíteros y obispos vecinos. Es conocida la de San Ambrosio, cónsul y catecúmeno, en 355, por aclamación de todo el pueblo reunido en la catedral de Milán, a la voz de ¡Ambrosio obispo!, cuando en su condición de autoridad pública irrumpe en ella para poner orden entre las facciones enfrentadas por los derechos de su propio candidato. Es parecida a la iniciativa del pueblo llano que saca del Monasterio a San Martín de Tours y lo elige obispo, ratificando los obispos vecinos dicho nombramiento. Todavía mantenía el VI Concilio de Toledo, en 633, la elección del obispo por el pueblo y el clero, con el consentimiento de los obispos de la provincia y la aprobación del metropolitano.

Su progresivo y destacado prestigio atrae las ambiciones de monarcas y aristocracias, interesados en ocupar las sillas episcopales y controlar al poderoso presbiterio, privando al clero y pueblo de la diócesis de su primitiva y genuina facultad de elegir a su pastor. La estrecha unión entre poder político y religioso propicia la celebración de concilios nacionales y provinciales, convertidos en foros de deliberación sobre asuntos espirituales y temporales, pues según la doctrina de San Agustín la misión última de ambos poderes es la salvación de los hombres. El III Concilio de Toledo, celebrado en 589, tras consagrar, una vez más, al catolicismo como religión oficial del Estado en Hispania, toma determinaciones sobre cuestiones políticas y religiosas y potencia la intervención de los obispos católicos en todos los ámbitos del poder estatal. En el IV Concilio de Toledo del año 633, S. Isidoro, arzobispo de Sevilla, pone las bases institucionales de la Monarquía y del Estado Visigodo.

La poderosa dinastía carolingia es paradigma de la situación generalizada vivida durante la Edad Media en Occidente. Cruzó sus intereses con los del papado, prestando éste ayuda a su legitimación, a cambio de protección armada contra las ambiciones de los Lombardos en Italia. El hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, es coronado como Rey de los Francos con el respaldo papal. Childerico III, último representante de la denostada dinastía de los "reyes holgazanes", es confinado en un monasterio, en 751, con la aquiescencia del pontífice. Una asamblea reunida en Soissons confirmaba a Pipino como Rey, y el legado papal Bonifacio lo ungía como nuevo monarca de los francos. A partir de ese momento, quedaba claro que aquel no necesitaba ser confirmado por los guerreros, pues era un Ungido del Señor y era Rey por la gracia de Dios.

La contrapartida a tan precioso reconocimiento sería el sometimiento del pueblo Lombardo por Pipino el Breve y la oferta al Papado de buena parte del Exarcado de Rávena y la Pentápolis, regiones que el Corredor de Perugia empalmaba territorialmente con el Ducado de Roma, ya en poder del Pontífice. Quedaba así constituido, el llamado "Patrimonio de San Pedro".

La legitimación de ambos actos corrió a cargo de la Cancillería Pontificia que alumbra la conocida como "Falsa Donación de Constantino", a mediados del siglo VIII, mediante la que el emperador, en vísperas de su partida hacia Bizancio, aparece concediendo toda la parte Occidental del Imperio al Pontífice Silvestre I:"... concedemos al susodicho pontífice Silvestre, papa universal... como posesiones de la Santa Sede de Roma, no sólo nuestro Palacio, como se ha dicho, sino también la ciudad de Roma y todas las Provincias, distritos y ciudades de Italia y de Occidente...".

Quedaba firmemente establecido el instrumento que serviría a la Iglesia, en adelante, para legitimar el cambio de coronas y la construcción de ricos y extensos patrimonios. Su falsedad no sería descubierta y divulgada hasta mediados del siglo XV por el humanista Lorenzo Valla, clérigo de la curia romana, quizás despechado por no haber conseguido sus pretensiones de ésta.

La conjunción de ambos poderes dieron a determinadas catedrales una gran proyección nacional. Desde los carolingios y, sobre todo, en los siglos XII y XIII, estaba muy generalizado que los monarcas de los reinos occidentales hicieran juramento con carácter sagrado ante los representantes de su Iglesia, en el momento de la coronación. En Reims se coronaron los reyes de Francia, desde época merovingia hasta los comienzos del siglo XIX. La catedral de Toledo tuvo similares cometidos en la unción regia, que se mantuvo desde la Monarquía Visigoda hasta Juan I, último monarca que observó la tradición. Los esplendorosos tiempos del Renacimiento revistieron de grandeza el carácter emblemático de la catedral de Granada, una de cuyas capillas elegía Isabel la Católica como sepultura. En su altar mayor pensó Carlos V ubicar el mausoleo de su familia, lo que hizo que fuese concebida como amplio y deslumbrante espacio donde se manifestara la fuerza de la irradiación imperial, con el soberano como campeón de la cristiandad. En estos actos los obispos alcanzaban una relevancia política muy señalada al actuar como legitimadores de la sucesión y del esplendor real.

El gran poder de la Iglesia, manifiesto en la Falsa Donación de Constantino, propiciaría los famosos enfrentamientos entre Cesaropapismo y Hierocracia, Iglesia y Monarquías nacionales. Consolidada, de otra parte, la mentalidad de cristiandad en Occidente a raíz de la doctrina de San Agustín, contenida en su obra De civitate Dei, el fin primordial de los hombres era su salvación o búsqueda de la ciudad eterna. Los poderes civil y religioso, cada uno a su manera, debían colaborar estrechamente en ese cometido. Ello implantó la exigencia de una relación armónica entre poder político y eclesiástico, recordada, a menudo, en los privilegios concedidos por el Rey Sabio: "Que el poder temporal e el espiritual, que viene todo de Dios, se acuerde en uno".

No obstante, siempre intentó sobreponerse alguna de las instancias. Reyes y nobles, apoyados en ese pretexto nombran prelados, para mejor disponer de su poder económico e influencia social. La situación estalló en el siglo XI en la famosa lucha de las investiduras en que el papa Gregorio VII (1073-1085) trata de controlar el derecho del nombramiento de obispos. El problema no definitivamente resuelto, permanecería candente durante más de una centuria, hasta que las sucesivas reformas terminaron por responsabilizar de la elección episcopal al colegio de canónigos, en el Conc. Lateranense IV (1215). La determinación tendría una relativa eficiencia, pues desde el siglo XIII, entre las monarquías europeas se abre paso la teoría política de ejercer su poder sobre las distintas organizaciones que formaban parte del reino, comprendida la Iglesia. La intervención real sobre ella deriva hacia una marcada protección paternalista, como se ve en el Fuero Real, en Las Partidas y en la práctica política. Cabildos y episcopado quedaban, en definitiva, convertidos en un resorte más de poder en manos de la Corona. 

JOSÉ RODRÍGUEZ MOLINA 
Universidad de Granada 
http://laicos.antropo.es/documentario/882T-arzobispostoledo.htm

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