Para F. Wolf, los visigodos no pudieron traer a España una epopeya; su conversión al cristianismo había precedido a la de los otros pueblos bárbaros, y sus largas peregrinaciones a través de todo el imperio les habían romanizado demasiado; primero arrianos celosos, después no menos celosos católicos, no pudieron conservar el recuerdo de sus mitos ni de su estado primitivo.
Este razonamiento por hipótesis, que también expuso R. Dozy, pierde todo valor si se reflexiona que los cantos que celebraban a Fridigerno, recién convertido el pueblo visigodo al arrianismo, no eran en modo alguno una epopeya mítica y primitiva, sino una epopeya completamente histórica, y no se alcanza por qué la civilización que los visigodos recibieron de Roma les debía hacer olvidar esos cantos.
Cuando se establecieron en la Galia y en España, los visigodos no llevaban apenas cuarenta años de cristianismo y de peregrinación a través de varias provincias del Imperio.
Ese tiempo era bastante para adoptar, al establecer su nuevo reino, la organización administrativa imperial, puesto que no poseían otra que pudiese compararse con ella, y así, como dice Mommsen, el reino visigodo parecía más una provincia romana hecha independiente que un reino de nacionalidad germánica. Pero en tan corto transcurso de tiempo no pudieron olvidar sus instituciones políticas, que poco a poco echaron brotes bien conocidos en los reinos sucesores del visigodo, ni menos pudieron olvidar sus costumbres sociales y privadas que vemos conservadas con persistencia en la España medieval.
Lo mismo cabe decir de los cantos épicos.
Sabemos también por Jordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse conservado.
Sabemos también por Jordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse conservado.
Sin embargo, en el siglo V, el cronicón del obispo gallego Hidacio, deplorablemente seco de ordinario, pero un poco más animado cuando se trata de contar portentos, quizá en uno de estos relatos milagrosos remonta a alguna aventura de origen épico: narra una asamblea solemne tenida por el rey Eurico, durante la cual las férreas puntas de los venablos, que los godos asistentes llevaban en la mano, cambiaron prodigiosamente de color: las unas verdes, las otras rosadas, otras rojas, otras negras.
Además hay que suponer que la tan divulgada leyenda del último rey godo, Rodrigo, proviene en gran parte de poemas aproximadamente contemporáneos del infortunado rey, conocidos sin duda por los historiadores árabes ya en el siglo VIII.
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