martes, 31 de octubre de 2017

Aventuras y desventuras de un capitan francés por tierras Toledanas durante la Guerra de la Independencia (II)

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Después, con un tono de dolor desgarrador: "¡Ay! ¡Madre mía' -añadió-, ¡mi pobre madre, ya no os volveré a ver'''. Esa desesperación tan verdadera, ese recuerdo de su madre tan conmovedor en semejante momento, me produjeron una viva impresión. Lo miré con más atención de la que le había prestado hasta entonces.

Era un joven de apenas diecinueve años, con la cara imberbe, las mejillas frescas y rosadas, uno de esos niños a los que la implacable conscripción arrancaba del seno familiar para ofrecerlos como víctimas al demonio de la guerra. Si se hubiera tratado de un soldado veterano ese lenguaje me hubiera emocionado poco; hubiera visto en él un signo de (116) debilidad indigna de un militar; pero tratándose de un adolescente, que llevaba todavía, por así decir, sobre su frente los restos de los besos maternos, me sentí enternecido.

El recuerdo de mi madre también atravesó mi corazón; mi có- lera desapareció de golpe, y tendiéndole la mano le dije: "Levántate, hijo, no se trata ahora de lamentarse. Hemos caído los dos en el precipicio; hay que tratar de salir, si podemos". Comprendiendo por el gesto y por el tono que había adoptado al dirigirle estas últimas palabras, que ya no estaba irritado, el joven húsar se levantó, y apretándome con efusión la mano que le tendía me dijo: "¡Ah' Mi capitán, hable, ¿qué hay que hacer para sacarle de aquí



Estoy dispuesto a todo, incluso a morir para salvarle la vida; puesto que yo soy la causa del peligro que ahora corre". -U na vez más le digo que no se trata de morir si se puede evitar. Hay que empezar por hacer todos los esfuerzos posibles para salir del aprieto; y después, si no podemos evitar nuestra suerte, siempre habrá tiempo de resignarse a ella y de morir como valientes. -Haré todo lo que usted quiera, mi capitán; ordene, que estoy dispuesto a obedecer. Yo estaba bastante contrariado porque no sabía qué partido tomar. Dije a mi húsar que en todo caso tuviera preparadas sus armas, y que me esperara un momento. Me aseguré de que la puerta de la calle estaba cerrada por dentro, y subí de nuevo a mi habitación para observar lo que ocurría, para ver qué podía hacer.

La calle seguía estando llena de una multitud todavía numerosa, todavía exasperada. Lo único diferente era que avanzaba más lentamente; después hubo un momento de pausa; al instante se escuchó un clamor inmenso, horrible; mil gritos que se convertían en uno solo: "¡Muerte a los franceses.' Al mismo tiempo la muchedumbre se abría para dejar paso a cinco jinetes que traían (117) a una decena de soldados franceses que habían hecho prisioneros.

Eran algunos rezagados que pertenecían a la última columna que salió durante la noche. Los desgraciados estaban en un estado lamentable; sus ropas eran jirones, la sangre y el sudor corrían por sus rostros, y este aspecto, lejos de inspirar piedad a las bandas armadas que los rodeaban, parecía aumentar su rabia. Los gritos de ¡muerte a los franceses' se redoblaban con una nueva violencia; se les lanzaba barro, piedras; mil hojas de cuchillos brillaban amenazantes sobre sus cabezas. Los jinetes que les escoltaban hacían inútiles esfuerzos para protegerles; hablaban a la multitud, incluso amenazaban con sus sables a los más encarnizados; pero ¿qué podían cinco hombres contra esta muchedumbre furiosa, que cada vez era más compacta? Pronto uno de los prisioneros cayó al suelo, sin duda por el cansancio.

En un momento fue arrastrado hasta el centro de un grupo, que se precipitó sobre él como fieras salvajes sobre una presa. Era para aquél que le diera una puñalada o una bayonetazo, y mucho después de que hubiera dejado de existir, sus verdugos se ensañaban todavía sobre su cadá- ver. Durante esta escena, el jefe de la escolta, esperando sin duda que la muchedumbre, contenta con una víctima, le dejaría llevarse a los otros, redobló sus esfuerzos para abrirse paso.

Ordenó a sus cuatro hombres que hicieran fuego con sus carabinas sobre los que intentaran llevarse a los prisioneros. Esta amenaza produjo su efecto, y los prisioneros, reducidos a nueve, pudieron continuar su camino. Se puede comprender qué dolorosa impresión produjo en mí este espectáculo horrible. Ésta era la suerte que me esperaba en el momento en que fuera descubierto, en que la turba hubiera entrado en la casa en la que estaba, y lo que me extrañaba, era que no lo hubiera intentado todavía (118). Por un momento pensé en abrir la puerta de la calle, precipitarme en medio de esta turba con el joven húsar, y hacerme matar combatiendo, para evitar el suplicio horrible del que acababa de ser testigo, y así al menos vender cara mi vida.

Sin embargo una reflexión me frenó; el ejército de Castaños no estaba compuesto únicamente por esas bandas indisciplinadas que veía en la calle, y que no ejercían más que actos de barbarie como el que acababa de presenciar. Había un cierto número de tropas regulares, que trataban a los prisioneros con las consideraciones habituales con que las naciones civilizadas tratan a un enemigo desarmado. Tenía la prueba en los esfuerzos que habían visto hacer a los jinetes de la escolta, que evidentemente pertenecían al cuerpo regular, y que, según el uniforme, pertenecían al de guardias valonas. Si fuera posible entregarme como prisionero a algún oficial del ejército regular, sería sin duda una desdicha, pero no una desgracia irreparable, como lo sería una muerte inútil y sin gloria, cayendo en poder de esa tropa de locos furiosos. ¿Pero, dónde estaba ese ejército? ¿Cuándo ocuparía Madridejos" ¿No tratarían antes de entrar en la casa en la que estaba encerrado?

Mientras me dedicaba a reflexionar sobre esto, me di cuenta de que la muchedumbre había disminuido considerablemente; en lugar de los guerrilleros, se veía una larga fila de galeras' llenas de mujeres y de niños, que algunos hombres con aspecto de burgueses escoltaban a caballo o montados en mulas. Todavía se veían también aquí y allá un buen número de aquellas figuras siniestras de hace un rato, pero había también algunos soldados regulares. Esos coches de mujeres y de niños, esos burgueses que les acompañaban, eran los habitantes de Madridejos que habían abandonado la villa durante (119) la estancia de los franceses, y que se apresuraban a volver a sus domicilios después de su marcha.

Una proclama de Casta- ños les había invitado a hacerlo, al mismo tiempo que prohibía a los soldados entrar en cualquier casa antes que los propietarios, y de presentarse en ellas sólo con una autorización del alcalde. He aquí lo que comprendí de una conversación que tenía lugar bajo mi ventana entre un soldado y un burgués. Comprendí así porqué no me habían molestado en mi refugio; pero aquello no podía durar mucho tiempo. Las casas vecinas a la mía comenzaban a recibir a sus dueños; probablemente el mío aparecería pronto; y como no me interesaba encontrarme cara a <:ara con él, me decidí a llevar a cabo un proyecto que acababa de ocurrírseme sobre la marcha. Bajé a toda prisa a donde estaba mi húsar.

Ya no estaba en la sala en la que le había dejado; creí oír un ruido en un pequeño patio vecino; corrí hasta allí, y vi que acababa de ensillar nuestros dos caballos. -j Vaya' Exclamé, no había pensado en los caballos; pero has tenido una buena idea, y ya que están listos, aprovechémosnos. -¿Qué tengo que hacer, capitán? -Nada, sólo tienes que seguirme a algunos pasos de distancia, como si fueras mi sirviente, y si te dicen algo, responder que ... -Pero, mi capitán, interrumpió el húsar, no sé ni una palabra de español; a penas casi no sé hablar francés; pues soy alsaciano, y no hace seis meses que salí de mi región. Su acento tudesco, y la dificultad con la que se expresaba en francés me habían hecho suponerlo. "mejor así, respondí a mi vez, yo hablaré por los dos, y será mejor todavía".

Después le hice quitarse la escarapela de su chacó; a continuación quité la de mi sombrero de ordenanza, y separé sus alas, (120) de manera que bajándolas adquiriera la forma de un sombrero español; una vez hecho esto, cubrí mis hombros con una capa parda española, y monté a caballo. Recomendé al húsar que hiciera otro tanto tan pronto como abriera la puerta de la calle, a la entrada de la cual me paré para darle tiempo a montar.

¿Hay que llevar el sable en la mano'), me dijo. -No, no, guárdalo bien. Deja tu sable en la vaina y tu carabina en el gancho como si fuéramos a dar un simple paseo". Todo se hizo como yo había ordenado. A penas estuvimos en la calle, mil miradas escrutadoras se dirigieron sobre nosotros. Todavía había allí un buen número de guerrilleros que, si nos hubieran reconocido, no habrí- an deseado más que vengarse en nosotros por los prisioneros que les habí- an arrebatado una hora antes.

Pero yo había contado con nuestro disfraz para despistar a los curiosos; pues mi gran sombrero redondo y mi capa no me hacía parecer de ninguna manera un oficial francés; en cuanto al húsar, como pertenecía al segundo regimiento, cuyo uniforme es gris oscuro, y como había en España un regimiento extranjero cuyo uniforme era más o menos del mismo color, no era fácil para los burgueses y los campesinos, poco al corriente de los atuendos militares, distinguir si éste era amigo o enemigo. Ya había contado yo con esto; pero había contado más con mi sangre fría y con mi facilidad para hablar la lengua española, facilidad tal que me podía hacer pasar por un verdadero castellano.

A penas di unos pasos, me giré, como si hubiera olvidado algo, y dije en voz baja a mi húsar que le iba a ordenar en español que fuera a cerrar la pU\"rta de la casa y que me trajera la llave. Elevando la voz le dije en español, (121) de manera que me pudieran oír todos los vecinos: "Pedro, baja del caballo y ve a cerrar la puerta; me traerás las llaves, que iré a dejar en manos del alcalde".

Después, dirigiendo la palabra a un burgués que parecía ocupado en instalarse en una casa vecina: "Señor, le dije, ¿sabe usted si su vecino tardará mucho en volver a ocupar su casa? -No lo creo, señor jinete, me respondió, pues el señor don Gómez de Ribeira, a quien pertenece, hace tiempo que se marchó a Andalucía, donde posee propiedades considerables. -Entonces, repliqué, voy a entregar las llaves al alcalde, siguiendo la órdenes que he recibido del general Reding, para que él disponga corno crea conveniente". Según iba terminando de decir estás palabras, mi húsar me iba dando las llaves, y montando otra vez a caballo.

El nombre del general Reding produjo el efecto que yo había previsto 5. Vi que todas las caras a mi alrededor se aclaraban, y que la nube de desconfianza que las oscurecía hasta entonces daba paso a la confianza y al respeto. "¿Podría indicarme, dije dirigiéndome a mi interlocutor, la vivienda del señor alcalde? -Señor oficial, me respondió, está a dos pasos, y si me lo permite, tendré el honor de conducirle hasta allí personalmente. -Acepto su ofrecimiento con gusto, si no le molesta demasiado. -En absoluto, estaré encantado de servirle de guía". Y se puso al instante a caminar a mi lado. Rápidamente me di cuenta de que el digno burgués había decidido acompañarme más que por deferencia hacia mi persona, por curiosidad.

Todo el tiempo que duró el trayecto entre su casa y la casa del alcalde, es decir, durante un buen cuarto de hora, aunque sólo estuviera a dos pasos, según él, no paró de hacerme preguntas, a las que respondía muy alto y con una imperturbable (122) sangre fría de manera que me pudieran oír el grupo de individuos que nos seguía atraídos por la curiosidad. "¿Piensa usted, señor capitán, me decía, que los franceses volverá aquí? -¡Ohl No hay peligro; le garantizo que en este momento están en plena retirada en toda España, y pronto habrán vuelto a cruzar los Pirineos. -Alabado sea Dios, señor comandante (pues, a medida que iba ganando confianza, iba aumentando mi graduación). ¡Ah! ¡Malditos franceses!, ¡cuánto mal me han hecho!

Figúrese que no he encontrado ni un solo mueble entero en mi casa. ¡Ah! ¡Si antes de que se marcharan pudiéramos exterminarlos a todos! Eso es lo que podría pasar si el general Castaños consigue alcanzarlos. -¿Usted cree" ¡Ahl ¡Qué alegría! Hablando de esta manera llegamos a la casa del alcalde. ¿Me saldrá todo tan bien con él como con su administrado? Esta idea me inquietó un momento; pero, puesto que todo había empezado tan bien, decidí seguir con mi juego hasta el final. Para darme una cierta importancia, rogué a mi guía que se asegurara si el magistrado estaba en su casa, y en ese caso de prevenirle de que un oficial agregado al estado mayor del general Reding deseaba hablarle. Un poco después, mi hombre volvió diciéndome que el alcalde me rogaba que entrara en el zaguán, a donde iría al instante.

Bajé rápidamente del caballo y entré en el zaguán, donde mi guía me hizo los honores, mientras esperábamos al alcalde, que él conocía, me dijo, particularmente. Inmediatamente vi entrar al magistrado; era un hombre bajo, mofletudo, de vientre prominente, y que me hubiera recordado bastante a su compatriota Sancho Panza, a no ser por una cierta afectación de gravedad y de importancia incompatible con la simplicidad y el descuido del famoso escudero del caballero de la (123) Mancha. "Señor alcalde, le dije, he sido enviado, la pasada noche, por el general Reding a esta villa, con la finalidad de tomar posesión, inmediatamente después de la marcha de los franceses, de la casa que les había servido de cuartel general, y de asegurarme del estado en el que se encontraba dicha casa, perteneciente al se- ñor don Gómez de Ribeira, para preservarla de cualquier depredación ulterior.

He visto que esta mansión está intacta. que los muebles ha sido conservados, y que tras haber mandado cerrar las puertas en presencia de varios honorables ciudadanos, y entre otros, del señor aquí presente, añadí señalando mi guía, le traigo las llaves, encargando a partir de ahora a Su Señoría de cualquier responsabilidad al respecto. -Pero, señor, respondió el alcalde, no comprendo porqué tengo que encargarme yo de esta responsabilidad; ya que yo mismo he estado ausente de esta villa desde hace más de un mes, al no haber querido ejercer mis funciones en nombre del usurpador. He llegado hoy; ignoro en qué estado se encuentra la propiedad de don Gómez, ni cuál es la especie de responsabilidad que me quiere imponer encargándome de estas llaves.

Además no tengo que recibir ninguna orden del general Reding, ni de ninguno de los general, ni siquiera de Castaños; sólo debo obediencia a la junta suprema y a su representante, el conde de Tilli, al que espero hoy mismo en esta villa". Esta respuesta fue hecha con un tono de mal humor nada tranquilizador.

Lo que todavía era menos, era la próxima llegada del conde de Tilli, personaje del que había oído hablar bastante. Era uno de esos hombres que se encuentran en todas las revoluciones, que busc¡¡n con su audacia y valor el olvidar un pasado poco honorable. Cargado de deudas, arruinado por completo, perseguido en Madrid (124) por un proceso relacionado con la falsificación, el conde de Tilli se había presentado a la junta de Sevilla como víctima de su apoyo a la causa del rey legítimu. Sus maneras de gran señor, su elocución fácil, su espíritu sutil, y alguna cosa de acerbo y de resolución en su carácter, hicieron que se le considerara como una preciosa adquisición.

Fue nombrado miembro de la junta suprema, y enviado como tal, cuando comenzaron las hostilidades, al lado de los generales para controlar y vigilar sus actos. Estas funciones, como se ve, eran análogas a las de los representantes del pueblo que la Convención enviaba a los ejércitos durante las guerras de nuestra revolución. Era sobre todo en sus relaciones con el enemigo y con las poblaciones civiles donde la autoridad de los generales estaba subordinada a la del comisario de la junta suprema.

Castaños no se hubiera permitido recibir a un parlamentario en su presencia de otra manera, y se deben al conde de Tilli las cláusulas tan duras del tratado de Andújar y la mala fe con la que se llevó a cabo su ejecución lo. Los generales no podían llevar a cabo requisiciones sobre los habitantes sin su visto bueno; he aquí la razón por la que el alcaIde de Madridejos no parecía dispuesto de ninguna manera a obedecer las órdenes del general Reding.

Yo conocía todas estas particularidades; pero había imaginado que el nombre del general Reding produciría sobre el alcalde el mismo efecto que sobre mi guía. Dándome cuenta que me había equivocado, me apresuré en buscar una salida al lío en que me había metido. "Señor alcalde, usted me ha comprendido mal, o más bien, lo confieso, me he expresado mal.

No se trata de imponerle ninguna responsabilidad, menos todavía de darle órdenes de parte de mi general; él sabe con qué celo, con qué entrega por la buena causa (J 25) usted cumple sus funciones; sabe, como lo saben también todos sus colegas, que todos los servidores del rey Fernando pueden contar con usted para prestarle su ayuda y protección; es por este motivo por lo que le ruega que vigile la casa de su amigo personal, el señor Gómez de Ribeira, para que no permita que sea ocupada, cuando sea necesario, en el momento del paso del ejército, excepto por generales o jefes de cuerpos, o por personajes de la importancia del conde de Tilli, del que usted me hablaba hace un momento" ..

Rápidamente me di cuenta de que en al adular la vanidad del alcalde había tocado la cuerda sensible. "Si es así, dijo en un tono más suave, me hago cargo de las llaves de don GÓmez. Dirá al general Reding que haré todo lo posible para cumplir sus deseos, y que siento que la marcha del ejército no le haya permitido pasar por aquí; hubiera estado encantado de rendir mis honores a un leal servidor del rey, que, según lo que usted acaba de decirme, conoce también mi apego a la buena causa.

¿Que si lo conoce? Pero si le he oído varias veces hablar de usted en el sentido que le he dicho, y no duda que tan pronto como Su Majestad Católica haya vuelto a ocupar el trono de su padres, usted recibirá de manos del propio rey una recompensa digna de sus eminentes servicios". Esta segunda dosis de halagos acabó por volverle loco.

Cualquier reserva, cualquier altanería había desaparecido; me ofreció un refrigerio, que yo le agradecí, (pero que no acepté) con el pretexto de que no podía pararme más tiempo, y que ya tenía que estar de camino; pero no quise dejarle sin aprovechar su buena voluntad para que me diera información sobre dos hechos importantes que me había desvelado durante su conversación: el primero, que el conde de Tilli iba a llegar a Madridejos; el segundo, que (126) el general Reding no pasaría por aquella villa. "Sólo me queda, le dije, tendiéndole la mano, que despedirme de usted; pero antes, ¿tendría la bondad de darme un recibo donde figure que le he entregado las llaves')

Esta formalidad, me apresuré a añadir, es sólo para mí, y sirve para demostrar a mi general que he cumplido la misión que me ha encomendado". -"No hay ningún inconveniente", dijo muy dignamente el alcalde, y se puso a escribir el documento que le había pedido. Como era necesario que pusiera el nombre de la persona de la que había recibido los objetos que figuraban en el recibo, me preguntó cómo me llamaba. "De Forbach, respondí, capitán de estado mayor, agregado a la división del general Reding. -¡Vaya' ¡Pero si tiene usted apellido alemán, y yo que pensaba que era usted español! -Soy suizo, respondí negligentemente, compatriota del general Reding 7, y desde hace bastante tiempo al servicio de España". Cuando acabó de escribir, le rogué que metiera el documento en un sobre lacrado y dirigido al general Reding, procurando sellarlo con su sello de alcalde. "¿Y qué nombre de ciudad o de pueblo tengo que poner en el sobre?, preguntó, pues me parece que el general ya no está en Consuegra.

-Es probable, repliqué; pero deje el nombre en blanco, pues yo sabré encontrarle allá donde se encuentre. Ahora, añadí, cuando me dio el famoso recibo, no me queda más que desearle buena salud y darle de nuevo las gracias. ¡Ah! Por cierto, cuando vea al conde de Tilli, querría, se lo ruego, darle recuerdos de mi parte y decirle cuánto siento que mi deber no me haya permitido presentarle mis respetos. -Entonces, ¿le conoce usted? -Mucho. -En ese caso, es una pena que no pueda usted prolongar su estancia una hora o dos, pues estará (127) aquí dentro de una hora, o como mucho hora y media. -De verdad que es una pena, pero seguro que sólo hará un alto en el camino y que continuara su ruta; entonces lo veré esta noche o mañana por la mañana. -No lo creo, pues tiene que quedarse aquí hasta la llegada del general Castaños, que no llegará hasta mañana o pasado mañana. -¡Bien!, entonces le veré en Madrid. Adiós, señor alcalde! -¡Adiós, señor capitán". Y nos separamos dándonos los más cordiales apretones de manos. Ahora ya estaba centrado en lo que me quedaba por hacer.

Ya no temía encontrarme con el conde de Tilli, que no hubiera sido tan fácil de engañar como el alcalde. Se trataba de encontrar al general Reding, cuya lealtad era tan conocida como su valentía. Tenía en la carta escrita y sellada por el alcalde una especie de salvoconducto que podía servirme para llegar hasta él. Había que darse prisa y aprovecharse de ello. Volví con mi húsar, que me esperaba tranquilamente en la calle, sujetando mi caballo por la brida, y rodeado de un círculo de curiosos, pero que se mostraban poco inoportunos.

El alcalde me había acompañado hasta la puerta, y los testigos de esta escena habían visto cómo nos estrechábamos las manos. Subí lentamente al caballo, y después de saludar con la mano al alcalde y al burgués que me había servido de guía, piqué espuelas y me dirigí al camino de Madrid, seguido por mi fiel húsar. Llegamos temprano a Consuegra. Esta pequeña villa estaba tan embarullada por las mismas tropas que había visto por la mañana en Madridejos, que me costó trabajo atravesarla. Conseguí hacerlo sin excitar demasiado la curiosidad, y tras haberme asegurado que el general Reding ya se había ido de allí, dirigiéndose a Tembleque.

Al llegar a esta última villa, me enteré de que (128) el general se encontraba allí, y que mi suerte se iba por fin a decidir. Ya era hora, pues estaba muerto de fatiga; pero quería sobre todo salir del estado de ansiedad en el que me encontraba desde la mañana. El disfraz que había adoptado y el papel equívoco que estaba obligado a representar no iban da manera alguna con mi carácter; a cada momento estaba a punto de traicionarme a mí mismo, y cada vez que articulaba una de aquellas mentiras a las que m~ obligaba mi disfraz, me parecía que mi cara debía contradecir mis palabras.

Francisco Vicente Calle Calle 
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