El macabro y sorprendente hallazgo que a continuación vamos a relatar merece, sin duda, un lugar preeminente entre los innumerables enigmas de la historia española y universal.
Aludimos, cómo no, a la increíble exhumación en 1946, por parte del insigne doctor y ensayista Gregorio Marañón, de los restos mortales de la Reina María de Aragón (1396-1445), primera esposa de Juan II de Castilla (1405-1454), y de su hijo el rey Enrique IV (1425-1474), hermanastro de Isabel la Católica nada menos, pues ambos compartían el mismo padre.
Se sabía, por la documentación de la época, que Enrique IV había sido inhumado en el monasterio jerónimo de Guadalupe, pero todos los intentos de encontrar sus restos resultaron baldíos.
¿Cómo habían podido volatilizarse todos los restos de un rey?
¿Alguien tan osado había profanado acaso la tumba de un Trastámara?
Y de pronto, la increíble noticia: de forma inesperada, un operario se topó con dos ataúdes en pésimo estado mientras reparaba la iglesia del convento.
El 28 de marzo de 1947, Marañón elaboró junto con el también académico Manuel Gómez Moreno un meticuloso informe de la exhumación, durante la cual, levantada la tabla en mediorrelieve situado justo debajo del cuadro de la Anunciación, en el lado del Evangelio del altar mayor de la iglesia, quedó al descubierto una galería con bóveda de medio cañón y arco ojival, donde había dos ataúdes lisos de madera del siglo XVII.
En uno de ellos se encontraban los restos momificados, pero muy deteriorados, de la reina María de Aragón, envueltos en un sudario de lino; en el otro estaban los restos de su hijo, envueltos en un damasco brocado del siglo XV, sudario de lino y rastros de ropa de terciopelo, calzas y borceguíes.
De las vestimentas quedaban sólo las mangas de la túnica, que era de terciopelo morado liso, así como fragmentos casi deshechos de lienzo basto, residuos de la camisa u otras prendas interiores.
Se hallaron, bien conservadas, unas polainas de cuero recio, de color oscuro y completamente lisas, que llegaban por delante hasta encima de las rodillas y por detrás hasta las corvas.
En las crónicas de la época se hace constar cómo el pobre rey se echó en la cama a medio vestir, con miserable túnica y calzados unos borceguíes moriscos, que le dejaban los muslos al aire.
15 cm de menos
¿Y qué decir de la momia, como tal, del hermanastro de Isabel? El esqueleto se mantenía armado, al cabo de más de cuatro siglos, por el forro de la piel apergaminada. Marañón reparó enseguida en su corpulencia. El féretro era más largo que el de la reina madre. La cabeza, espontáneamente desprendida del tronco, como es frecuente en los cuerpos momificados, fue colocado sobre el altar mayor para fotografiarla.
La estatura de la momia era de 1,70 metros, y eso estimando que la momificación completa disminuye la talla del vivo entre doce y quince centímetros, al desecarse los discos intervertebrales y el resto de los tejidos. Si a esto se une el desprendimiento de alguna vértebra cervical del monarca que ligaba el cráneo a los hombros, puede calcularse en más de un metro y ochenta centímetros su estatura en vida.
La cabeza y el tronco eran muy recios: la anchura del diámetro superior del pecho alcanzaba los cincuenta centímetros, igual que la de cualquier varón robusto vivo, y la anchura de las caderas era igual a la del tórax. Del examen minucioso de los restos, Marañón advirtió la perfecta concordancia entre esos datos directos y los que nos comunicaron los cronistas y viajeros sobre la figura viva del último Trastámara.
Tras la atenta lectura de esos textos y sus propias reflexiones como historiador y hombre de ciencia sobre el comportamiento del rey, el doctor diagnosticó el mal que aquejaba a éste: era un esquizoide propenso a la demencia, aquejado de una timidez enfermiza, en especial con las mujeres; es decir, un tímido sexual.
Casado muy joven, a los dieciséis años, con la princesa Blanca de Navarra, el monarca fue incapaz de superar la prueba decisiva de la noche nupcial, y ese fracaso, objeto de burla en la Corte, lo acompañó el resto de su vida.
Hasta tal punto que jamás logró consumar su primer matrimonio, por más que tuviese experiencias más positivas con otras mujeres; pero Blanca de Navarra, según el cronista de Juan II, «quedó tal cual nació...». De ahí su impronta de impotente, tan desgarradora para la mentalidad de la época y que hoy perdura en las páginas más duras de la historia.
José María Zavala.
29 de julio de 2015. 11:48h
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