Al sur de Lillo, una laguna de bastante extensión y con agua casi todo el año, apenas generaba problemas de fiebres palúdicas porque sus aguas tenían abundantes sales (principalmente nitrato de potasa) que hacen difícil la proliferación de virus y de vegetación.
Barrera señala que «las aguas para el consumo en bebida y otros usos domésticos, proceden de un pozo llamado del Indiano situado a distancia de algunos kilómetros; sus aguas son poco agradables al paladar que no está acostumbrado a ellas, son duras y contienen en disolución bastantes cloruros, y son conducidas al pueblo en grandes cubas de madera o en cántaros de barro» (pp. 83).
Para el lavado de ropa se emplea agua de lluvia recogida en depósitos en algunas casas más espaciosas (se vendía en verano) y después de usarla, al no existir alcantarillado, se deposita en el estercolero o se vierte en la vía pública que era lo más frecuente.
Según Miguel de Barrera, «el aseo tanto personal, como de su domicilio entre los vecinos proletarios deja mucho que desear, aunque sin embargo puede contrarrestar en algún modo estos defectos la buena costumbre que tienen de blanquear o jabelgar las casas por dentro y por fuera con lechada de cal una o dos veces al año» (pp. 84-85).
En establecimientos públicos, Lillo poseía «escuelas para ambos sexos construidas recientemente de nueva planta y que llenan cumplidamente las condiciones higiénicas para su objeto.
La cárcel de partido instalada en un antiguo edifi cio que fue convento, reúne también excelentes condiciones de higiene y solidez, pudiéndose adoptar el sistema celular.
Muy próximo a la cárcel se encuentra situada la casa cuartel para la Guardia Civil con capacidad sufi ciente y regulares condiciones.
Un buen matadero público es lo que en aquella época se echaba de menos en el pueblo (…). El cementerio se encuentra orientado al Noroeste de la población, y aunque tiene capacidad sufi ciente, se halla situado algo más próximo a la localidad de lo que debiera» (pp. 85-86).
Lillo era un pueblo eminentemente agrícola en el que se cultivaban sobre todo cereales, vid y olivo, «pues aunque tiene en sus alrededores bastantes huertas solo se destinan por la calidad salitrosa de sus aguas al cultivo casi exclusivo de la zanahoria, la patata y en menor proporción de la cebolla.
Los braceros que son muchos, se ocupan en los trabajos de la agricultura y en ellos toman participación en algunas épocas del año las mujeres y los niños» (pp. 87).
Lo anterior condiciona la dieta: «en la alimentación de la clase proletaria entra la carne en muy exiguas proporciones, no ciertamente porque sea de mala calidad, pues es de buen carnero, sino porque no está al alcance de su escasa fortuna, pudiéndose decir que su alimentación durante la mayor parte del año, es exclusivamente vegetal pues en la estación de los fríos consumen muchas gachas, alimento que hacen con harina de almortas, y en el verano predominan toda clase de hortalizas, principalmente el tomate, el pimiento y el melón» (pp. 87-88).
En la madrugada del 21 de junio de 1885, Miguel de Barrera fue llamado con urgencia para atender a una joven de unos veinte años, vecina de la localidad que había regresado enferma de otra población (no se menciona nada más que estaba a orillas del Tajo) en la que buscaba trabajo y en la que se habían producido algunos casos de cólera.
Una hora después de la visita del médico fallece la enferma y la junta municipal de sanidad acuerda aislar a la familia y desinfectar las personas y objetos del entorno de la fallecida y quemar sus ropas con indemnización.
Estas medidas fueron casi inútiles «por cuanto antes de mi visita y aún después de ella y por costumbre inveterada en los pueblos ya habían pasado a ver a la enferma todos sus parientes, vecinos y amigos» (pp. 94).
Estas medidas fueron casi inútiles «por cuanto antes de mi visita y aún después de ella y por costumbre inveterada en los pueblos ya habían pasado a ver a la enferma todos sus parientes, vecinos y amigos» (pp. 94).
Un segundo caso, dos días después, hizo que la junta de sanidad inspeccionase diariamente frutas y hortalizas, se prohibiese arrojar aguas sucias a las vías públicas bajo amenaza de multa, mezclar las deyecciones con cloruro de cal y enterrarlas profundamente, se recomendase no beber mucho, desinfectar viviendas con ayuda municipal, etc.
Los días siguientes aparecieron nuevos casos repartidos por todo el pueblo y «generalizada a todo el vecindario, no se podía pensar en los aislamientos, sino en perfeccionar dentro de los escasos recursos con que de ordinario se cuenta en las poblaciones rurales, los servicios sanitarios, para atenuar en lo posible los estragos del mal.
Problema pavoroso para el médico rural es el que se presenta a su consideración, pues conociendo los medios de atenuar los terribles efectos de la epidemia tiene sin embargo que permanecer poco menos que cruzado de brazos por falta de previsión y abandono en nuestra administración sanitaria» (pp. 98).
En tales circunstancias se organizó como mejor se pudo el servicio de desinfección, «el municipio hizo construir, aunque provisionalmente, un depósito para cadáveres adosado al cementerio; contrató también algunos mozos para los servicios de conducción y enterramiento de cadáveres, y por último se persistió con más rigor en las precauciones adoptadas anteriormente de salubridad pública» (pp. 99).
El cólera causó estragos en Lillo entre el 21 de junio y el 4 de septiembre de 1885. En total hubo 187 afectados de los que fallecieron 94 (el 50’26%).
De los 187 enfermos, 73 fueron hombres y 114 mujeres, predominando los comprendidos entre 25 y 60 años en ambos sexos aunque afectó a todos los grupos de edades, aumentando con la edad el porcentaje de mujeres afectadas, tanto casadas como viudas. Los 94 fallecidos fueron 33 varones y 61 mujeres, casi el doble, siendo más afectados también los adultos y, sobre todo, las casadas.
Barrera señala como «causa primordial de la mayor mortalidad que tuvo lugar en el primer periodo de la epidemia el hecho triste, pero real, de que las familias de los enfermos no daban aviso al médico para su asistencia en los primeros momentos del ataque hasta que veían morir a los enfermos y por lo tanto estaban ya en los últimos periodos de la afección.
Esta resolución estaba fundada entre la gente ignorante del pueblo en la creencia peregrina de que los medicamentos eran administrados con el fi n de acelerar la muerte de los enfermos, absurdos por desgracia frecuentes en nuestro país durante las épocas de epidemia» (pp. 117-118).
A combatir este criterio contribuyó en gran medida don Gabriel Lozano, entonces alcalde de la localidad, logrando que desde julio a comienzos de septiembre se reclamasen los auxilios médicos desde los primeros síntomas facilitando un mejor tratamiento .
Barrera critica a los vecinos
El autor muestra también su gratitud a Venancio González, «quien dio en aquella época gallardas pruebas de su filantropía y caridad, contribuyendo por cuantos medios estuvieron a su alcance al alivio de los necesitados» (pp. 99-100).
El autor muestra también su gratitud a Venancio González, «quien dio en aquella época gallardas pruebas de su filantropía y caridad, contribuyendo por cuantos medios estuvieron a su alcance al alivio de los necesitados» (pp. 99-100).
por visitar a los enfermos como si no fuese peligroso (cuando era el sistema predominante de transmisión del cólera en la localidad) aunque reconoce que esto era «de muy buen efecto moral para los enfermos puesto que no se diera el caso nunca de faltar asistencia a ninguno de ellos aún cuando no tuvieran familia» (pp. 124).
La epidemia duró en Lillo 76 días cuando lo normal solían ser unos cincuenta. La primera fase (ascendente) duró 24 días, más que la media habitual por las medidas tomadas para evitar contagios y por la ausencia de aguas estancadas o lavaderos públicos que facilitasen la infección.
El propio doctor Barrera sufrió la enfermedad de forma leve (colerina) que curó con reposo en la cama y gotas de láudano cada tres horas con té caliente y una cucharada de ron.
Francisco Feo Parrondo
Universidad Autónoma de Madrid
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