En 1849 solo había aceras en la calle Ancha y en el ámbito alrededor de la Catedral
Rafael del CERRO MALAGÓNTOLEDO
Actualizado:17/02/2021 11:22h
Las calles de las antiguas poblaciones europeas eran, según la época del año, parajes de polvo o barro aliñados con basuras y la natural presencia de varias especies zoológicas vivas o muertas. En las vías públicas el vecindario crecía, vivía, trabajaba de sol a sol e, incluso, caía inerme, víctima del hambre, la enfermedad o la edad sobre un infernal piso, no siempre con alcantarillado para recibir las salidas de los albañales.
A finales del medievo, con el auge del comercio y los gremios, los principales concejos españoles, bajo la figura del corregidor -delegados del poder real- empiezan a regular todos los aspectos de la vida diaria.
Izqda.el callejón de los Niños hermosos, sin aceras y el suelo de guijarros con una vertiente central
En Toledo, se documenta ya el arreglo de las calles, al menos desde 1497, cuando aún eran de tierra, según refiere Eloy Benito Ruano (1988). La siguiente reseña es una real provisión de Fernando V (el Católico) enviada a Pedro de Castilla, corregidor de la ciudad en 1502.
En ella se alude a la presencia de lodos, «polvo y otras inmundicias« causantes de olores y dolencias por lo que se ordena «hacer madres» (alcantarillas) para acoger la aguas y «otras viscosidades» y cubrir las calles de canto y ladrillos.
Vista la mala calidad de estos últimos quedaron desechados en favor del empedrado que, además, ayudaría a afianzar los cascos de las caballerías en las cuestas. Los gastos se cargarían a los dueños de sus casas, incluido el «estado eclesiástico», y a la Ciudad, allí donde nadie tuviese «pertenencias».
Sobre el aspecto de las vías públicas, Luis Hurtado de Toledo, en las conocidas como Relaciones de Felipe II, anotaba en 1576: «no hay calle ni callejuela que no tenga su madre mayor con ramal de barrio», cubiertas por bóvedas «flacas y someras», pero que solían hundirse con el paso de los carros del aprovisionamiento. Aquello detenía las aguas residuales, creaba focos infectos y exigía continuos arreglos dejando unas calles «barrancosas y mal empedradas».
Por entonces, el corregidor Juan Gutiérrez Tello afrontó varias mejoras en la ciudad, sobre todo en las vías principales, pero la posterior desidia municipal las devolvió pronto a un precario estado. Tan hostil realidad la reseña, un siglo después (1679), la cosmopolita condesa D'Aulnoy de este modo: «las calles son estrechas, mal pavimentadas y difíciles.
Foto de Abelardo Linares de la calle Santa Isabel (ca. 1915), aún con el primitivo empedrado sin aceras.
Lo que hace que todas las personas de calidad vayan allí en sillas de mano o literas». Y así ocurría en otras muchas ciudades.
En el siglo XVIII, Toledo era ya un núcleo eclesiástico y conventual, con un declive demográfico y económico, especialmente en su primera mitad, mitigado con las medidas ilustradas de Carlos III (creación de la Fábrica de Armas) y del cardenal Lorenzana, impulsor de profusas reformas urbanas y asistenciales.
Sin embargo, los efectos de la contienda contra las tropas napoleónicos (1808-1814) dejaron en la ciudad hondas huellas como también hicieron, a partir de 1835, los efectos desamortizadores referidos por los primeros viajeros románticos.
Téophile Gautier, sobre el estado de las calles de la ciudad, en 1840, escribió: «el pavimento es de guijarros pulidos, brillantes y puntiagudos, que parecen haber sido colocados a propósito por el lado más afilado (…) aquel empedrado tallado a punta de diamante, que hace gritar de dolor al viajero habituado a las blanduras del asfalto Seyssel y las elasticidades del betún Polenceau».
Por entonces, ya había cuatro cuarteles o distritos atendidos, cada uno, por un maestro de obras municipal para notificar cualquier daño. En 1813, un cabal informe repasa los profusos «hoyos» existentes en los barrios cuyos arreglos generó roces entre los empedradores y los trabajos de ciertos alarifes, según cita Jiménez de Gregorio (1980).
Nunca hubo planes generales de pavimentación. Lo habitual era aderezar las vías esenciales, las que subían desde las puertas de las murallas al centro y las bajadas hacia el río, como eran las de Pozo Amargo o del Barco. En esta última, en septiembre de 1830, una tormenta arrasó el empedrado y las cloacas hasta la plaza de los Tintes.
Los arreglos urbanos siempre fueron algo costoso y, en consecuencia, discutido entre los ediles y la población. En marzo de 1838, el Jefe Político de la provincia firmaba un edicto a fin de que los vecinos, desde Zocodover hasta las Cuatro Calles, en el plazo de un mes, pusiesen aceras ante sus casas «para el mejor piso y comodidad de los transeúntes», y si no «lo verificaban lo haría el Ayuntamiento a su costa».
En octubre de 1840, otro Jefe Político puso el mismo empeño, acotando el plazo de ejecución en ocho días. Blas Crespo, arquitecto municipal, relacionó treinta calles y plazas, todas en el centro; el resto las excluyó por ser «estrechas o con mucha pendiente».
De momento, el Ayuntamiento sólo aprobó el acerado de Sillería, Alfileritos, Santo Tomé, El Salvador, Plata y la plaza del Ayuntamiento, acuerdo que no llegó a cumplirse.
Rafael del CERRO MALAGÓNTOLEDO
Actualizado:17/02/2021 11:22h
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En 1849, Pascual Madoz en su Diccionario aun insiste en el descuidado aspecto de la ciudad y, como mejora reseñable, escribe: «Solo hay aceras en la llamada Calle Ancha, que va desde Zocodover hasta las Cuatro Calles y en el ámbito alrededor de la Catedral».
Entrada al patio del Alcázar. Fotografía de Charles Clifford, hacia 1858
Años después, el Ayuntamiento aún invocaba tres reales ordenes de 1803, 1850 y 1851 para obligar a los dueños de los inmuebles a costear las aceras «dentro del radio de tres pies».
En el bienio 1864-66, las obras de acerado cubrieron 13.000 pies cuadrados ante los edificios municipales y 43.000 bajo las fachadas privadas (unos 4.400 metros cuadrados).
Las losas de granito solían proceder de Las Ventas con Peña Aguilera transportadas en carretas de bueyes. En las subastas aparecen los nombres de los contratistas, situando alguno su oferta (1865) en 4,5 reales el pie cuadrado.
Entre 1864 y 1866, los planes de carreteras del Ministerio de Fomento facilitaron, a cargo del Estado, el arreglo de la travesía entre la puerta de Bisagra y el puente de Alcántara, más la subida por el Miradero hasta Zocodover.
El Ayuntamiento reformaría el empedrado de la calle del Comercio en 1873. Sin embargo, muchas vías secundarias del casco histórico no siempre ofrecían un total piso de guijarros, pues también había parajes terrizos en los humildes barrios de dentro y fuera de las murallas.
Una muestra nos revela la secular rareza de existir en plena Antequeruela -un antiguo arrabal de artesanos, moriscos y braceros- tan sólo una vía pavimentada: la «Calle Empedrada». Así fue citada, según Julio Porres, desde 1561 hasta el Nomenclátor de 1864, mejora que el resto del vecindario aún tardaría más de un siglo en poder disfrutar.
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