domingo, 1 de febrero de 2015

Amor que mata

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Hoy os voy a contar una historia de amor desgraciado. Uno de esos amores que matan, la treta del enamorado que responde al amor con traición. Es, por lo tanto, una historia tan vieja como el mundo. 

Situación: estamos en el siglo XV, en Castilla. Gobierna Castilla... ¿quién gobierna Castilla? No es tan fácil la contestación.

Hasta 1454, el rey de Castilla ha sido Juan II, hombre muy empeñado en consolidar la autoridad real frente a las grandes casas nobles castellanas, acostumbradas a hacer y deshacer a su antojo pues, al fin y al cabo, Castilla la han construido los castellanos, o sea ellos. A la muerte de Juan II le ha sucedido su hijo, Enrique IV, más que probablemente homosexual, de carácter más pactista que proclive al enfrentamiento y, en general, ecléctico: pese a estar al frente del Estado que carga sobre sus espaldas la labor de expulsar al moro de España, gusta de dar audiencias vestido al modo musulmán.



Como buen homosexual, Enrique no era muy ducho, lo cual no quiere decir necesariamente impotente, con las mujeres. Su primer matrimonio, con Blanca de Navarra, fue anulado por el propio Papa tras comprobarse que no había sido consumado. No obstante, en 1455, ya rey de Castilla, comenzará a sentir esa presión que todo príncipe sin hijos legítimos siente enseguida; la cosa no es, como en las reuniones familiares de la clase media, que la abuela da el coñazo con eso de cuándo vas a tener hijos, chatín. La cosa es que la Corte te dice: vos habéis venido al mundo a tener heredero sí o sí, majestad. Por tal motivo, casa don Enrique para tener hijos, y escoge a una mujer de una importante casa real, Juana de Portugal. Con mucho o con poco esfuerzo, Enrique logrará tener una hija con Juana, una hija que hoy se da básicamente por cierto que fue suya. La niña se llamó como su madre, Juana. Nació para ser Juana de Castilla pero se quedó en Juana la Beltraneja.

La llamaban de aquella guisa porque todo el mundo la decía hija no del rey, sino de un valido de la corte, don Beltrán de la Cueva. A Enrique le pusieron el escasamente nebuloso mote de El Impotente. Aunque con la Historia antigua es difícil llegar a claridades absolutas, todo parece indicar que en aquel mito de la impotencia y de la bastardía de la niña tuvieron mucho que ver los nobles que habían decidido aliarse con la hermanastra de Enrique, Isabel. Isabel, una de las mujeres más ambiciosas de nuestra Historia, por lo general generosa en féminas dispuestas a todo, acabaría encontrando en los Mendoza y otros pares castellanos y, sobre todo, en el aún más ambicioso que ella Fernando de Aragón, los apoyos perfectos para iniciar la campaña para sostener una idea: la Beltraneja es una hija de puta, aquí no hay más reina que Yo Misma.

En fin. Todos sabéis que lo consiguió, claro. Que se coronó Isabel la Católica y luego se dedicó a hacer puñetas con fray Torquemada. Pero, en realidad, la historia que quiero contaros ni he empezado a contarla. Empezó antes de todo esto. Empezó cuando todavía vivía el infante Alfonso.

Alfonso era hermano de Enrique IV y, cuando algunas casas nobles decidieron ponerle la proa a su amanerado hermano reinante, se convirtió en su campeón. Antes, pues, de todo el lío de la Beltraneja e Isabel y tal, estuvo el lío de Alfonso y Enrique, o Enrique y Alfonso. Eran hermanos, sí; pero ya sabéis que, en aquella época, los hermanos de las dinastías reinantes se llevaban peor que Javi Navarro y los delanteros contrarios.

Ahora tenéis que pensar en Toledo. No os tiene que costar mucho, porque esta ciudad bellísima conserva muchas cosas de aquella época. Si miráis el mapa, veréis que, en un supuesto de guerra larvada en el seno de Castilla, Toledo está situada en medio; lo que se dice un hostiadero. Enrique y Alfonso, cada uno con su partido y sus fuerzas del orden, campaban por la meseta reclamando de villas y ciudades la adhesión a su causa. Y pocas ciudades había entonces más grandes que Toledo, así pues ambos pretendientes contendieron para ganar la ciudad para su causa. En los tiempos que relato, las mesnadas del infante Alfonso estaban a tres días de la ciudad. Así pues ésta debía decidir, sí o sí, si se unía a la causa alfonsina o le cerraba las puertas al muchacho.

Toledo era entonces, además, la ciudad de los mil barrios, pues allí tenían área propia: los moros, los moriscos (ex moros convertidos), los cristianos, los judíos y los conversos (o sea, antiguos judíos convertidos al cristianismo, conocidos entre los cristianos como marranos). Para tomar la decisión de qué partido tomar, se reunieron por separado los judíos, los cristianos viejos y nuevos, y los moros y moriscos (el hecho de que los moriscos se fuesen a parlamentar con los moros permite avizorar que su decisión de seguir a la santísima trinidad no debía de ser muy sincera).

Los cristianos decidieron, bastante juiciosamente creo yo, abrirle las puertas a Alfonso, probablemente temerosos de que, de cerrarlas, el niño las abriese a hostias. Los moros, enterados de tal decisión, dictaminaron: lo que diga la rubia. O sea, si los cristianos dicen sí, nosotros también. Pero, claro, llegaron los judíos. Para un judío hay muchas cosas sagradas, pero una de ellas es la ley. Las leyes de su dios han de respetarse y, de hecho, por respetarlas no pocos de ellos acabarían ardiendo vivos en la plaza de cualquier pueblo. En esa ocasión, no se desviaron ni medio milímetro de sus convicciones: puesto que la ciudad había jurado, en su día, fidelidad al rey Enrique, el juramento era sagrado. Básicamente, pues: los hebreos votamos por darle a Alfonsito por donde amargan los pepinos.

Aquella posición de los judíos no varió la de los cristianos, que siquieron apoyando al infante. Pero, eso sí, terminó de cabrearlos, pues sintieron como que los judíos les decían que eran incapaces de cumplir un compromiso, ergo eran pecadores.

¿Fue casualidad, por lo tanto, lo que empezó a pasar en los días siguientes? Más que probablemente, no. Porque lo que empezó a pasar fue que por Toledo comenzaron a deambular cuadrillas de pobres, de tullidos, de soldados en paro, clamando por la carestía de la vida, la pobreza y la imposibilidad de conseguir pan, y preguntándose en voz alta, en las calles, en los mercados, de quién era la culpa de aquella situación. Sabido es que, en aquellos tiempos, la culpa del malestar económico siempre la tenía uno: el usurero, el recaudador de impuestos, el ricachón comerciante.

El puto judío.

Los hebreos ya estaban condenados, sólo que no lo sabían. A Toledo, al calor de la rebelión que se avecinaba, se dejó caer el confesor del rey, Alonso de Espina, quien adornó los púlpitos de la ciudad con unas soflamas al lado de las cuales los discursos de Hitler parecerían los de un liberal moderado.

De la misa, el pueblo de Toledo se fue a la judería, cada cual agarrando lo que tenía: un hacha, un cuchillo, un simple palo o una espada. Los judíos se metieron en sus casas. No les sirvió de nada. Los cristianos derribaron las puertas a hachazos, quemaron los edificios. Para muchos judíos aquello no era nuevo. Algunos padres, oyendo retumbar los golpes brutales en la puerta de su casa, cogieron el cuchillo de la cocina y, antes de que la puerta cayese, degollaron a sus hijos, sobre todo los más pequeños, para ahorrarles el horror, y sobre todo a las niñas, porque la caridad cristiana, cuando se trataba de violar en medio de una razzia, no le hacía ascos absolutamente a nada.

Además del dato importante de que, en el caso de que el padre o la madre se hubiesen olvidado o resistido a matar a sus hijas de diez, de once, de trece años, se veían por ello condenados a ser testigos directos de cómo eran desfloradas. Casi en cada esquina había un fraile, normalmente dominico, predicando: por si tienes dudas, chaval, por si estás a punto de vomitar o de llorar con tanta depravación, que lo sepas: Dios lo quiere. En la puerta de la judería, otros frailes esperaban con un barril de agua; los judíos que lograban llegar allí eran invitados a bautizarse.



Cuando leo eso de que el Vaticano ha perdido perdón por haber puteado a Galileo, siempre pienso: hay miles, centenares de miles de almas que habrían dado lo que fuese por ser Galileo. Y por ellas no ha pedido perdón nadie. Nadie.

Los niños no fueron respetados. Se lo dijo Heinrich Himmler a su médico: mirar a un niño judío puede moverte a la compasión; pero se te pasa si piensas que si no te lo cargas llegará a adulto. Hay que tener mucho cuajo para ensartarle los intestinos a un niño de siete años que llora e implora por su vida; pero, claro, si Dios lo quiere...

Al día siguiente, los judíos fueron expulsados de Toledo. El cargo: recaudar un impuesto sobre el pan que había sido impuesto por la catedral, pero que los frailes no querían cobrar porque los panaderos les apaleaban.

La violencia, sin embargo, no terminaría ahí. Conscientes de la animosidad de los cristianos contra todo lo judío, los conversos sabían que eran los siguientes en la lista. Uno de los conversos más ricos de Toledo, Fernando de la Torre, reunió un ejército de 4.000 hombres con el que planeó un golpe de mano. Tomaría la ciudad, sometería a los cristianos e impondría en Toledo su ley antes de ser masacrado.

¿Podía salirle bien el plan? No lo sabemos. Porque el amor se metió en medio.

Tenía Fernando de la Torre una hija, joven, bella y enamorada de un joven noble cristiano, Almaido Brabillo, que se colaba en su cama a escondidas por las noches. En la noche previa al alzamiento, Almaido y su novia holgaron entre las sábanas pero ella, extrañamente, no quería dejarle marchar. Sabido es que el tabaco vino de América, así pues en el siglo XV el macho egoísta, tras oportuna eyaculación, no podía darse la vuelta en la cama y encender un pitillo, por la razón de que no había pitillo. Así pues, Almaido quiso simplemente marcharse una vez que se había descargado, pero ella no estuvo de acuerdo. Lo abrazó, lo besó y le dijo:

-Tengo miedo de no volver a verte.

Y, a las preguntas de su amado, la amada lo confesó todo.

Así, las tropas de Fernando de la Torre, cuando llegaron a la catedral, se encontraron la puerta bien cerrada y a varios centenares de cristianos dentro, bien armados y esperándolos. La lucha fue tremenda. Los conversos nunca pudieron ganar pues, a mitad de batalla, tuvieron que volver grupas porque otra horda, llegada de los barrios bajos, estaba atacando su barrio, que ardió como la yesca. Fernando de la Torre murió, ahorcado, en la puerta de la que había sido su casa.

¿Y su hija? Se podría decir que tuvo suerte. El cuarto o quinto violador que se la folló tuvo piedad de ella y la llevó a la cárcel, donde ya había algunos judíos autoencerrados para salvar la vida. Fue condenada al destierro y a tres días de penitencia. Fueron, pues, setenta y dos horas durante las cuales hubo de permanecer descalza y vestida tan sólo con una camisa, día y noche, con dos alguaciles guardándola a derecha e izquierda. Debía estar de pie, con una vela en la mano, y de los jirones de la camisa le colgaban papeles donde estaban escritos sus pecados. Los alguaciles estaban ahí para garantizar que nadie la matase. Pero, durante esas setenta y dos horas, cualquiera, incluso los niños, podía insultarla y, sobre todo, escupirla. Y ella no podía moverse. Así que ahí la tenéis, casi cumplidos los tres días, temblando de frío con una vela entre las manos y centenares de salivazos adornando su cuerpo.

Ese cuerpo serrano que tanto le gustaba al joven Almaido, que ahora mismo pasa junto a ella y que, lejos de tener siquiera una mirada compasiva, aprieta los labios, inspira fuerte con las narices, y dentro de su boca fabrica una pequeña bomba verde.

Estas cosas pasaban en la España que, a decir de algunos, era un modelo de convivencia racial.

Fuente: http://historiasdehispania.blogspot.com.es/2007/04/amor-que-mata.html

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