viernes, 15 de septiembre de 2017

Los Gudaris del Castellano

Cartularios de Valpuesta, donde se leen las primeras palabras del castellano

Estos días en que pronunciar la palabra España resulta reaccionario para progresistas y pecaminoso para los partidos nacionalistas, que siempre marcharon en esto muy congeniados con los curas. 

Estos días que los nacionalistas andan en celo, excitados y nerviosos con sus complejos y sus egoísmos de campanario de las mansiones de Neguri o de Pedralbes; estos días en que unos españolizan de palabra y otros desespañolizan de obra, pues va uno y se acerca a la cuna del castellano, que ya parece que no es el monasterio de Suso en San Millán de La Cogolla con sus glosas del siglo XI, sino un pueblecito burgalés llamado Valpuesta en cuya Colegial se ha hallado un cartulario con un incipiente castellano nada menos que del siglo IX.



Estamos en ese cogollo histórico de intersección territorial entre vascos, castellanos y riojanos, y seguimos la carretera atravesando varias veces en cuestión de unos pocos kilómetros una falsa frontera administrativa que nos va haciendo entrar y salir de una comunidad a otra sin darnos cuenta, porque la tierra no tiene dibujadas esas fronteras que se han modificado miles de veces durante la historia, cambiando los nombres de ella por los que le fueron poniendo diferentes tribus, clanes, pueblos, provincias y naciones de las que solo han quedado luego cenizas que ya nadie recuerda, aunque durante el trascurso de los milenios hayan muerto miles de hombres por defender esos cambiantes límites que el último en llegar siempre cree que se convertirán en las fronteras definitivas que pasarán a la eternidad de los cerriles.

Cuando llegamos a este pueblecito de Valpuesta, formado por unas pocas casas de una hermosa arquitectura castellana de entramado sobre las que se yergue una torre fuerte, un hombre nos permite entrar a visitar el templo donde se han descubierto las palabras más antiguas de ese tesoro que es la lengua que nos comunica a todos los españoles con millones de seres humanos.

Retablos polvorientos con santos descoloridos y llenos de telarañas, viejas humedades y suelos desnivelados nos reciben en el interior, en éste que debería ser uno de los santuarios de nuestra cultura. Preguntamos sobre las obras de recuperación y nos dice el guía que gracias al entusiasmo, trabajo e insistencia con la administración de las mujeres del pueblo se ha techado el templo y se ha mejorado el claustro. Queremos saber cuántos habitantes viven en la villa y nos responde que en realidad todos los vecinos que quedan allí son procedentes de San Sebastián, Vitoria y Bilbao.

Quedamos estupefactos, resulta que los custodios y conservadores de ese lugar casi sagrado, la cuna del castellano, son los vascos, y las vascas por supuesto, que allí residen, y que uno de Bilbao es quien nos abre sus puertas, y pienso, mirando el pequeño cementerio del claustro, que tal vez lo nuestro todavía tenga remedio.

Cuando nos despedimos es por supuesto con un chiste de bilbaínos, pues el desinteresado guía nos dice: “no es que yo sea de Bilbao, es que Bilbao es mío. ¡Ah! Y si quieren comer bien vengan al restaurante que el cocinero es discípulo de Berasategui pero pidan cita que hay cola”.

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