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domingo, 26 de mayo de 2019

Egica, antepenúltimo Rey Godo

Resultado de imagen de Egica, antepenúltimo Rey Godo, Reyes Godos 23/03/2018

El partido de Chindasvinto, encabezado por Ervigio, había triunfado y deshecho la obra de Wamba. 

Ervigio, temiendo la revancha del bando rival, intentó poner a salvo a su familia de las condenaciones lanzadas por el XIII Concilio Toledano, pero aún con miedo y consciente de la poca protección que proporcionaban los anatemas conciliares, buscó la conciliación entre las dos familias rivales, casando a su hija Cixilona con el magnate Egica, al que designó su sucesor la víspera de su fallecimiento, no sin haberle hecho jurar antes que protegería a su familia.

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Wamba no sobrevivió mucho a Ervigio, aunque sí lo suficiente para ordenar a su sobrino Egica que se alejase de la Reina Cixilona, hija de quien le traicionó.


Egica convocó el XV Concilio de Toledo en 688, al que solicitó con humildad que le liberase del juramento que hizo a Ervigio de proteger a su familia, pues al ser nombrado Rey, juró hacer justicia, y los despojados por el anterior Monarca clamaban para que se les devolvieran los honores y bienes de los que fueron injustamente desposeídos.

Egica, el antepenúltimo Rey Godo

¿Cuál de los dos juramentos le ligaba con más fuerza? El Concilio dictaminó que la justicia era el primer deber de los Reyes y ante ella debían calmarse los intereses privados y familiares.

Egica, desligado del juramento hecho a Ervigio, pudo vengarse de la familia de éste y de algunos nobles que tomaron parte en la conjura contra Wamba. 

El enfrentamiento entre los familiares de Chindasvinto y de Wamba aceleró la descomposición de la Monarquía visigoda, puesto que la facción triunfante sólo pensaba en aniquilar a la contraria y en protegerse a sí misma ante la posibilidad de un cambio dinástico.

Egica trató en vanó trató de desmontar el poder de los nobles. En el 693 tuvo conocimiento de una conspiración para asesinar a sus hijos, a él y a algunos de sus principales. Sisberto, sucesor de Julián en la sede metropolitana de Toledo a la muerte de éste, junto con otros nobles, era el instigador de la trama. 

Al parecer, lograron apoderarse de Toledo y acuñar moneda; una de éstas llevaba el nombre de Suniefredo, con la intención de los conspiradores de colocar a éste en el Trono, aunque la revuelta pudo ser sofocada. 

Sisberto fue excomulgado, desposeído de sus bienes y desterrado. Los demás implicados sufrieron prisión y la confiscación de sus bienes. Sería una época cuando Egica inició una brutal represión contra la nobleza. 

Los bienes confiscados pasaron a su propiedad, que en parte fueron entregados a sus familiares, a la Iglesia o a personas que le eran fieles. De aquí deriva el gran interés de Egica por obtener de los Concilios defensas canónicas que salvaguardaran de sus enemigos los bienes con los que acrecentó la fortuna de su familia.

Una epidemia de peste bubónica se declaró en la Septimania, dejando tras de sí una estela de muerte y desolación. La peste, mitigada en su virulencia, pasó a España, que seguía padeciendo hambrunas a consecuencia de las malas cosechas. 

A esta calamidad se le unió la implacable persecución contra los judíos, a los que se les acusaba de tramar una sublevación general contra la Monarquía visigoda contando con la colaboración de sus correligionarios del Norte de África. 

Esta información era totalmente falsa y muy probablemente una invención de Egica. Lo más probable es que los motivos de Egica provinieran no tanto de su fanatismo religioso como de su ambición personal.

También hay que tener en cuenta los motivos económicos, pues las monedas de oro acuñadas durante los Reinados de Egica y Witiza eran de “oro pálido” o electrum, y más parecían de plata que de oro. 

De esta manera Egica, con la aprobación de los Obispos, dispuso que a todos los judíos no conversos les fueran confiscados sus bienes, que fueran convertidos en esclavos y dispersados por todo el territorio y entregados a personas que se comprometieran a no dejarles practicar sus ritos. 

Los hijos de los judíos que cumplieran los siete años eran separados de sus padres y entregados a familias cristianas para ser educados. Los judíos de la Septimania, debido a la gran mortandad que la peste produjo en la población no fueron incluidos en estas leyes.

Egica también intentó realzar el carácter sagrado de la Monarquía poniendo de manifiesto su origen divino, como paso necesario para poder intervenir en los asuntos internos de la Iglesia y poner coto al latrocinio de algunos Obispos.

 La Iglesia pagó a muy alto precio, viéndose impotente ante el fruto de su propia obra, pues, habiendo ayudado a la creación de un Estado artificial, se puso de parte de la nobleza cuando ésta se rebeló contra la Monarquía. Esta actitud acarreó a la Iglesia una importante pérdida de autoridad moral.

Hay noticias confusas, transmitidas por la Crónica de Alfonso III, del siglo IX, sobre tres expediciones contra los francos, que terminaron fracasando.

También nos han llegado noticias del rechazo de un intento de desembarco de la flota bizantina, que seguramente huiría de Cartago en 698 tras la toma de la ciudad por los árabes.

 La derrota que sufrió la flota bizantina se debió a Teodomiro de Orihuela, Gobernador de la zona, que tras la invasión islámica pactó una especie de autonomía para su antiguo distrito gubernativo.

Buscando fortalecer su posición personal y la de su familia, Egica asoció al Trono a su hijo Witiza en el 694-695, pasando éste a gobernar la Provincia de Galicia fijando su residencia en Tuy. Una facción nobiliaria intrigó para poner en el Trono a Teodofredo, al parecer hijo de Recesvinto. 



Egica tuvo conocimiento de estos hechos y le hizo sacar los ojos, incapacitándole para reinar. El ciego Teodofredo se retiró a Córdoba con su hijo Rodrigo, que fue el último Rey visigodo.

La Iglesia, agradecida por las mercedes derramadas sobre ella, dispuso que se ofrecieran misas diarias en todo el Reino por la salvación y el bienestar del Rey y su familia. Egica falleció en el 702, de muerte natural.

Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es


viernes, 19 de abril de 2019

Wamba, el Godo que no quería ser Rey

 02/03/2018

Muchos odios engendraron la sangre derramada por Chindasvinto para asegurar el Trono a su familia. Cuando su hijo y sucesor, Recesvinto, murió en Gérticos, cerca de Valladolid, los nobles y Obispos quisieron alejar del Trono a la odiada familia, y, allí mismo, eligieron a un noble de edad avanzada llamado Wamba, lo que parecía indicar que se buscaba una solución de compromiso.

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Wamba, consciente de las dificultades por las que atravesaba el Reino, rehusó aceptar la Corona, alegando que lo avanzado de su edad y la debilidad de sus fuerzas no le permitían ocupar el Trono. De nada valieron los ruegos y súplicas que le hicieron para que cambiara de opinión. 

Entonces, uno de los nobles con la espada desenvainada, se le acercó y con una actitud amenazadora, le dijo que, si no aceptaba el Trono, allí mismo sería ejecutado. Wamba, temeroso de que cumpliera la amenaza, terminó por aceptar. El 19 de septiembre, en la iglesia de San Pedro y San Pablo de Toledo, fue ungido por el metropolitano Quirico.


Wamba, el Rey Godo que intentó frenar el Feudalismo de la nobleza

En la primavera del 673, Wamba tuvo que marchar al frente de su Ejército para sofocar las correrías que los vascos realizaban en Cantabria. Aún no se iniciaron las operaciones de castigo contra los vascos cuando le llegó la noticia de que Hilderico, conde de Nimes, se había rebelado en la Galia Narbonense, al que se unieron Ranosindo, duque de la Tarraconense, y Gumildo, 

Obispo de Maquelonne (Languedoc). Wamba envió al conde Paulo, uno de sus mejores Generales con un contingente de tropas escogidas para sofocar la rebelión de la Septimania. Paulo, griego de origen, como Ardabasto, que se había casado con una prima de Chindasvinto y fue padre de Ervigio, pertenecía al partido hostil a Wamba, constituido por la familia y la numerosa clientela del difunto Chindasvinto. 

Tan pronto como como Paulo se vio lejos del Rey, proyectó reemplazarlo en el Trono. Obrando con astucia, y en nombre de Wamba, fue sometiendo a los rebeldes de la Septimania. Ayudado por los francos, cercó y tomó Narbona, donde acabó con su fingimiento, declarando nula la elección de Wamba y proclamándose Rey. Se le unieron los rebeldes Hilderico y Ranosindo.

Wamba, enterado de la traición de Paulo, apresuró las operaciones bélicas contra los vascos. En una semana los derrotó obligándoles a pagar tributo. Sin esperar a reorganizar el Ejército fue a Barcelona y Gerona, sometiéndolas.

 Dividió a sus tropas en tres Cuerpos de Ejército que traspasaron los Pirineos por diferentes pasos, mientras una flota vigilaba los puertos de la Septimania. Hilderico y Ranosindo intentaron impedir el paso de las columnas de Wamba, pero fueron derrotados y hechos prisioneros. Una vez reunidas las fuerzas, Wamba se dirigió a Narbona y tras varios días de asedio entró en la ciudad y capturó a su defensor, Vitimero. 

A finales de agosto, libre ya el camino, Wamba inició el sitio de Nimes. La ciudad se tomó por asalto, mientras Paulo intentaba resistir en el anfiteatro, donde fue capturado. Paulo y sus cómplices en la revuelta fueron llevados a Toledo.

 Las cabezas tonsuradas, las barbas afeitadas, descalzos, sus cuerpos cubiertos con harapos y llevados en carretas tiradas por asnos, los exhibió Wamba por las calles de Toledo en la entrada triunfal que hizo en la ciudad. Paulo y sus compinches, entre los que había Obispos y eclesiásticos, fueron confinados en una prisión y confiscados sus bienes.

A pesar del éxito alcanzado, Wamba se dio cuenta de la autonomía de la nobleza, pero las dificultades que encontró para reunir soldados con que hacer frente a la rebelión y la abstención de la nobleza, laica y eclesiástica a la hora de acudir a la llamada del Rey para defender el Estado le llevaron a promulgar una ley militar en noviembre de 673 que afectaba a todos sus súbditos.

 En el futuro, cuando se produjera una invasión exterior o hubiera problemas internos en las Provincias, todos, ya fueran laicos o clérigos, tendrían la obligación de comparecer con sus efectivos al completo, bajo pena de esclavitud o de muerte para los laicos, la confiscación de sus bienes a los clérigos y el destierro para los Obispos.

 Detrás de esta ley subyacía la descomposición de la moral nobiliaria y el acelerado proceso de feudalización de la sociedad visigoda. Wamba era consciente de ello, pero la nobleza, ciega y atenta sólo a sus propios intereses, seguí viviendo en medio de su autosuficiencia.

Los árabes ya habían conquistado una gran parte de África, y su poder, por la proximidad, era peligroso para España. Una flota árabe merodeaba por el Mediterráneo, amenazando las costas meridionales de la Península. Hubo un enfrentamiento favorable a las naves visigodas, pero por el momento, el peligro pudo ser evitado.

Wamba intentó limitar el creciente poder del episcopado, creando nuevos episcopados para demostrar la independencia del Rey en el nombramiento de cargos administrativos. 

Dictó normas para evitar el latrocinio de ciertos Obispos que se apoderaban de los bienes de la Iglesia y trató de evitar el excesivo crecimiento de las riquezas eclesiásticas en detrimento de las Reales. Por otra parte, al haber fortalecido el carácter sacro de la realeza con la unción, el episcopado estaba en disposición de aumentar su influencia sobre la política del Monarca. 

Según consta en las actas de los Concilios de Toledo y Braga, celebrados bajo el Reinado de Wamba, los Obispos abogaban por una mayor cohesión entre eclesiásticos y nobles, pudiendo así gobernar al país como un solo bloque, lo que ponía de manifiesto, una vez más, la debilidad del Rey, que dependía de las coaliciones de los nobles, a los que debía conceder privilegios mediante la entrega de tierras y cargos en la administración.


Nada importante ocurrió en los restantes años del Reinado de Wamba, que se dedicó a embellecer la ciudad de Toledo y a reparar sus murallas. La nobleza parecía tranquila, quizá en espera de tiempos más propicios para la intriga.

Hubo que esperar hasta el año 680 para que una intriga nobiliaria destronara a Wamba, anciano como Chindasvinto, inflexible con la nobleza y partidario de restablecer la autoridad Real. En la tarde del domingo 14 de octubre, Wamba tomó una infusión de hierbas, lo que con toda probabilidad sería costumbre en él, pero en esta ocasión, la pócima llevaba una dosis una gran dosis de esparteína que era un fuerte narcótico que, aunque no producía la muerte, privaba del sentido a quien la ingería. 

El efecto del brebaje fue fulminante: Wamba cayó en aparente estado comatoso. Los nobles que estaban con él – algunos eran contrarios a la conjura – creyeron que el Rey agonizaba. 

De acuerdo con el Liber Ordinum de la Iglesia visigoda, se celebró una impresionante ceremonia, presidida por el metropolitano Julián. El Monarca fue tonsurado, se le administró la penitencia y una cruz de ceniza fue trazada sobre su cuerpo. Pasados los efectos del narcótico, Wamba despertó, encontrándose legalmente incapacitado para reinar. 

El Monarca intentó recuperar el Trono. Su alegato de que la penitencia tenía que ser invalidada, pues hallándose inconsciente se le había puesto contra su voluntad, no se escuchó. Abandonado por todos, cesó en su inútil resistencia y firmó dos documentos, los cuales, con toda seguridad, habrían sido preparados por los autores de la conjura.

En estos dos documentos distintos, en contra de las nomas que los Concilios fueron arbitrados para la elección de un nuevo Rey, nombraba su sucesor al conde Ervigio y urgía al metropolitano de Toledo, el Obispo Julián, a ungirle lo más pronto posible. 

Ervigio, que ostentaba el título de conde por pertenecer al séquito palatino del Monarca, ocupaba un lugar destacado entre los nobles de Palacio. Sólo así se puede comprender el desarrollo maquiavélico de la intriga. Ervigio tuvo que contar con la complicidad, no sólo de su amigo, el metropolitano Julián, sino del personal de Palacio.

No hay ninguna duda de que, si los Obispos y la nobleza hubiesen querido que Wamba continuase reinando, la ley se habría modificado. Wamba fue obligado a tomar los hábitos y a confinarse en un monasterio de Pampliega, cerca de Burgos, donde vivió hasta su muerte, acaecida en el 687. 

La nobleza laica se vengaba de la represión que el Monarca llevó a cabo después de derrota de Paulo, y los Obispos, de la reorganización diocesana emprendida por Wamba para debilitar su poder. La nobleza, laica y eclesiástica, había ganado la partida, dejando al Estado prácticamente en su poder y sumiéndolo en una crisis que acabaría con el Reino visigodo.

Wamba fuel el último Monarca que hizo el último esfuerzo para intentar frenar el ascenso de la nobleza al poder y la feudalización del Estado.

Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es

lunes, 18 de febrero de 2019

Wamba, el Godo que no quería ser Rey

Resultado de imagen de Wamba, el GodoMuchos odios engendraron la sangre derramada por Chindasvinto para asegurar el Trono a su familia. Cuando su hijo y sucesor, Recesvinto, murió en Gérticos, cerca de Valladolid, los nobles y Obispos quisieron alejar del Trono a la odiada familia, y, allí mismo, eligieron a un noble de edad avanzada llamado Wamba, lo que parecía indicar que se buscaba una solución de compromiso.

Wamba, consciente de las dificultades por las que atravesaba el Reino, rehusó aceptar la Corona, alegando que lo avanzado de su edad y la debilidad de sus fuerzas no le permitían ocupar el Trono. De nada valieron los ruegos y súplicas que le hicieron para que cambiara de opinión.

 Entonces, uno de los nobles con la espada desenvainada, se le acercó y con una actitud amenazadora, le dijo que, si no aceptaba el Trono, allí mismo sería ejecutado. Wamba, temeroso de que cumpliera la amenaza, terminó por aceptar. El 19 de septiembre, en la iglesia de San Pedro y San Pablo de Toledo, fue ungido por el metropolitano Quirico.

Wamba, el Rey Godo que intentó frenar el Feudalismo de la nobleza



En la primavera del 673, Wamba tuvo que marchar al frente de su Ejército para sofocar las correrías que los vascos realizaban en Cantabria. Aún no se iniciaron las operaciones de castigo contra los vascos cuando le llegó la noticia de que Hilderico, conde de Nimes, se había rebelado en la Galia Narbonense, al que se unieron Ranosindo, duque de la Tarraconense, y Gumildo, Obispo de Maquelonne (Languedoc). 

Wamba envió al conde Paulo, uno de sus mejores Generales con un contingente de tropas escogidas para sofocar la rebelión de la Septimania. Paulo, griego de origen, como Ardabasto, que se había casado con una prima de Chindasvinto y fue padre de Ervigio, pertenecía al partido hostil a Wamba, constituido por la familia y la numerosa clientela del difunto Chindasvinto. 

Tan pronto como como Paulo se vio lejos del Rey, proyectó reemplazarlo en el Trono. Obrando con astucia, y en nombre de Wamba, fue sometiendo a los rebeldes de la Septimania. Ayudado por los francos, cercó y tomó Narbona, donde acabó con su fingimiento, declarando nula la elección de Wamba y proclamándose Rey. Se le unieron los rebeldes Hilderico y Ranosindo.

Wamba, enterado de la traición de Paulo, apresuró las operaciones bélicas contra los vascos. En una semana los derrotó obligándoles a pagar tributo. Sin esperar a reorganizar el Ejército fue a Barcelona y Gerona, sometiéndolas.

Dividió a sus tropas en tres Cuerpos de Ejército que traspasaron los Pirineos por diferentes pasos, mientras una flota vigilaba los puertos de la Septimania. Hilderico y Ranosindo intentaron impedir el paso de las columnas de Wamba, pero fueron derrotados y hechos prisioneros. 

Una vez reunidas las fuerzas, Wamba se dirigió a Narbona y tras varios días de asedio entró en la ciudad y capturó a su defensor, Vitimero. A finales de agosto, libre ya el camino, Wamba inició el sitio de Nimes.

 La ciudad se tomó por asalto, mientras Paulo intentaba resistir en el anfiteatro, donde fue capturado. Paulo y sus cómplices en la revuelta fueron llevados a Toledo. Las cabezas tonsuradas, las barbas afeitadas, descalzos, sus cuerpos cubiertos con harapos y llevados en carretas tiradas por asnos, los exhibió Wamba por las calles de Toledo en la entrada triunfal que hizo en la ciudad.

Paulo y sus compinches, entre los que había Obispos y eclesiásticos, fueron confinados en una prisión y confiscados sus bienes.

A pesar del éxito alcanzado, Wamba se dio cuenta de la autonomía de la nobleza, pero las dificultades que encontró para reunir soldados con que hacer frente a la rebelión y la abstención de la nobleza, laica y eclesiástica a la hora de acudir a la llamada del Rey para defender el Estado le llevaron a promulgar una ley militar en noviembre de 673 que afectaba a todos sus súbditos. 

En el futuro, cuando se produjera una invasión exterior o hubiera problemas internos en las Provincias, todos, ya fueran laicos o clérigos, tendrían la obligación de comparecer con sus efectivos al completo, bajo pena de esclavitud o de muerte para los laicos, la confiscación de sus bienes a los clérigos y el destierro para los Obispos. 

Detrás de esta ley subyacía la descomposición de la moral nobiliaria y el acelerado proceso de feudalización de la sociedad visigoda. Wamba era consciente de ello, pero la nobleza, ciega y atenta sólo a sus propios intereses, seguí viviendo en medio de su autosuficiencia.

Los árabes ya habían conquistado una gran parte de África, y su poder, por la proximidad, era peligroso para España. Una flota árabe merodeaba por el Mediterráneo, amenazando las costas meridionales de la Península. Hubo un enfrentamiento favorable a las naves visigodas, pero por el momento, el peligro pudo ser evitado.

Wamba intentó limitar el creciente poder del episcopado, creando nuevos episcopados para demostrar la independencia del Rey en el nombramiento de cargos administrativos. Dictó normas para evitar el latrocinio de ciertos Obispos que se apoderaban de los bienes de la Iglesia y trató de evitar el excesivo crecimiento de las riquezas eclesiásticas en detrimento de las Reales. 

Por otra parte, al haber fortalecido el carácter sacro de la realeza con la unción, el episcopado estaba en disposición de aumentar su influencia sobre la política del Monarca. Según consta en las actas de los Concilios de Toledo y Braga, celebrados bajo el Reinado de Wamba, los Obispos abogaban por una mayor cohesión entre eclesiásticos y nobles, pudiendo así gobernar al país como un solo bloque, lo que ponía de manifiesto, una vez más, la debilidad del Rey, que dependía de las coaliciones de los nobles, a los que debía conceder privilegios mediante la entrega de tierras y cargos en la administración.

Nada importante ocurrió en los restantes años del Reinado de Wamba, que se dedicó a embellecer la ciudad de Toledo y a reparar sus murallas. La nobleza parecía tranquila, quizá en espera de tiempos más propicios para la intriga.

Hubo que esperar hasta el año 680 para que una intriga nobiliaria destronara a Wamba, anciano como Chindasvinto, inflexible con la nobleza y partidario de restablecer la autoridad Real. En la tarde del domingo 14 de octubre, Wamba tomó una infusión de hierbas, lo que con toda probabilidad sería costumbre en él, pero en esta ocasión, la pócima llevaba una dosis una gran dosis de esparteína que era un fuerte narcótico que, aunque no producía la muerte, privaba del sentido a quien la ingería.

 El efecto del brebaje fue fulminante: Wamba cayó en aparente estado comatoso. Los nobles que estaban con él – algunos eran contrarios a la conjura – creyeron que el Rey agonizaba. 

De acuerdo con el Liber Ordinum de la Iglesia visigoda, se celebró una impresionante ceremonia, presidida por el metropolitano Julián. El Monarca fue tonsurado, se le administró la penitencia y una cruz de ceniza fue trazada sobre su cuerpo. Pasados los efectos del narcótico, Wamba despertó, encontrándose legalmente incapacitado para reinar. El Monarca intentó recuperar el Trono. 

Su alegato de que la penitencia tenía que ser invalidada, pues hallándose inconsciente se le había puesto contra su voluntad, no se escuchó. Abandonado por todos, cesó en su inútil resistencia y firmó dos documentos, los cuales, con toda seguridad, habrían sido preparados por los autores de la conjura.

En estos dos documentos distintos, en contra de las nomas que los Concilios fueron arbitrados para la elección de un nuevo Rey, nombraba su sucesor al conde Ervigio y urgía al metropolitano de Toledo, el Obispo Julián, a ungirle lo más pronto posible.

 Ervigio, que ostentaba el título de conde por pertenecer al séquito palatino del Monarca, ocupaba un lugar destacado entre los nobles de Palacio. Sólo así se puede comprender el desarrollo maquiavélico de la intriga. Ervigio tuvo que contar con la complicidad, no sólo de su amigo, el metropolitano Julián, sino del personal de Palacio.


No hay ninguna duda de que, si los Obispos y la nobleza hubiesen querido que Wamba continuase reinando, la ley se habría modificado. Wamba fue obligado a tomar los hábitos y a confinarse en un monasterio de Pampliega, cerca de Burgos, donde vivió hasta su muerte, acaecida en el 687. 

La nobleza laica se vengaba de la represión que el Monarca llevó a cabo después de derrota de Paulo, y los Obispos, de la reorganización diocesana emprendida por Wamba para debilitar su poder. La nobleza, laica y eclesiástica, había ganado la partida, dejando al Estado prácticamente en su poder y sumiéndolo en una crisis que acabaría con el Reino visigodo.

Wamba fuel el último Monarca que hizo el último esfuerzo para intentar frenar el ascenso de la nobleza al poder y la feudalización del Estado.

Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es

02/03/2018
https://revistadehistoria.es/wamba-godo-no-queria-ser-rey/


viernes, 4 de agosto de 2017

El Carmen de Luna del Rey Sisebuto

“Tal vez tú, bajo la fronda de los bosques alumbras indolente cantos vagabundos, y entre el murmullo de las aguas y el susurro de la brisa sientes inundarse tu espíritu sereno con el néctar de las hijas de las Musas. 

Pero sobre nosotros se cierne, en cambio, la nube tormentosa de los negocios públicos y pesa la preocupación por nuestros millares de soldados cubiertos de hierro; nos ensordece el clamor de los leguleyos, el griterío de los tribunales, el estridente sonido de las trompetas.”

Son las primeras estrofas del Carmen de luna, poema escrito por el godo Sisebuto, el vigésimo tercer rey de Hispania, hace mil cuatrocientos años. 

Reinó nuestro Sisebuto desde su corte en la ciudad de Toledo entre los años 612 y 621 y fue llamado “mecenas de la época isidoriana”.

La bella obra es un poema escrito en latín en 61 hexámetros. 



En él explica un eclipse de luna con criterios científicos, atribuyendo el oscurecimiento del astro de la noche a la interposición de la Tierra, que impide a su satélite recibir la luz del Sol. El texto se basaba en los eclipses que, entre 611 y 612, se pudieron ver en la península Ibérica. 

“Aunque agobiado por graves tareas y pesadamente oprimido en medio de tantas preocupaciones terrenas, diré por qué, agotado en su carrera circular, el disco de la Luna palidece y se pierde el brillante resplandor de su rostro de nieve.”

Según él, la Luna, que carece de luz propia, evoluciona en su órbita inviolable a través del éter, pero hay un determinado momento en la misma en que la Tierra le priva de los rayos del Sol al estar situada su enorme masa en medio. 

Del texto se deducen varias cosas. Por una parte que sabía, al igual que Isidoro de Sevilla, que el tamaño del Sol era mucho mayor que el de la Tierra, y que el de la Luna era menor. 

También nos recuerda la enormidad de la distancia que nos separa del Astro Rey, lo cual es necesario para que la pirámide de la sombra terrestre se alargue hasta llegar a la Luna. Su creencia en una tierra esférica parece desprenderse de la lectura de su texto, ya que habla de “umbra rotae” (sombra redonda) y de “globus”.

http://themaskedlady.blogspot.com.es/search?q=toledo&updated-max=2013-02-27T14:13:00%2B01:00&max-results=20&start=15&by-date=false

viernes, 28 de julio de 2017

La viuda de Don Rodrigo, último rey visigodo

Un caluroso día de julio del año 711, el ejército del rey godo don Rodrigo sufrió una terrible derrota en la batalla de Guadalete a manos de Tariq, el caudillo de las tropas árabes que acababan de invadir la península Ibérica. 

El rey murió en la batalla. Su esposa, la bella Egilo, perdía de golpe marido y corona tras apenas año y medio de reinado.

Al verano siguiente desembarcó en nuestras costas el valí o virrey de los árabes. Era el cruel y despiadado moro Muza que, por suerte para España, regresó a Damasco al cabo de dos años y dejó en su lugar a su hijo Abd-el-Aziz. 

Era este joven todo lo contrario de su padre: un gobernante justo, firme pero inclinado a la clemencia, una personalidad brillante y, además, un apuesto galán con fama de mujeriego. 

Sucedió que Abd-el-Aziz se enamoró de la viuda de don Rodrigo y se casó con ella apenas su padre emprendió el viaje a Arabia. 

El nuevo valí eligió Sevilla como residencia. Sevilla era ya por entonces una gran ciudad, pues aunque la corte de los reyes godos estaba en Toledo, fue en la ciudad andaluza donde había quedado la antigua nobleza romana y la tradición cultural de aquellos tiempos.


De modo que allá se trasladó Egilo con su nuevo esposo. 

Él veía por sus ojos y trataba de complacerla en todo, y ella aprovechó esta debilidad para iniciar su propia Reconquista entre mieles y caricias. 

La idea de Egilo era alentar a Abd-el-Aziz para que rompiera con el califato de Damasco y se proclamara rey de una España independiente, comenzando así una dinastía mestiza, goda y árabe a la vez, en un reino que daría cabida al recién llegado y que integraría también aquel pasado romano; y una dinastía que, al mismo tiempo, representara de algún modo una continuación de la anterior.

Egilo comenzó por tratar de convencer a su esposo de que adoptara frente a sus súbditos los modos mayestáticos que habían sido habituales en la corte de los godos. 

Se empeñó en que exigiera la prosternación a quienes recibía en audiencia, y, para lograrlo, esta ingeniosa mujer mandó abrir una puerta baja en la sala de audiencias, una puerta que, por su poca altura, obligaba a inclinarse y agachar la cabeza a quienes accedían a la presencia del valí. 

Pero faltaba lo más importante: conseguir que su marido se pusiera la diadema o corona de los reyes. Él se resistía, alegando que su religión no permitía utilizar ese símbolo, pero Egilo le dijo que sus correligionarios no tendrían por qué enterarse nunca, ya que la llevaría sólo cuando ambos estuvieran en la intimidad. Él, por supuesto, accedió una vez más a su capricho.

El drama sobrevino cuando el secreto llegó a una de las mejores amigas de Egilo, una dama casada con otro alto dignatario árabe. Acudió a visitarlos y, como era de toda confianza, el valí la recibió con la corona puesta. La dama sintió celos y al llegar a casa le propuso a su marido que llevara también una diadema. Él le respondió lo mismo: que le estaba prohibido por su religión, y entonces ella exclamó: 

“¡Te juro por la religión del Mesías que yo la he visto sobre la cabeza de vuestro príncipe!”

El hombre dio cuenta de esta información a los principales jefes musulmanes, que llegaron a la conclusión de que Abd-el-Aziz se había hecho cristiano. 

Decidieron entonces asesinarlo, y así lo hicieron un día del verano del 716, mientras oraba en la mezquita. 

Nada volvió a saberse de Egilo. No debió de correr mejor suerte, pues a los ojos de los árabes aparecería como culpable de haber inclinado a su marido hacia su religión. 

Aquel día murió al mismo tiempo el sueño de una mujer, un sueño que hubiera podido llevar por caminos muy distintos la historia de España.


Bibliografía:
Semblanzas visigodas - José Orlandis
http://themaskedlady.blogspot.com.es/search?q=toledo&updated-max=2009-05-12T13:41:00%2B02:00&max-results=20&start=25&by-date=false

lunes, 24 de julio de 2017

Goswinta, reina visigoda

Goswintha pertenecía a la aristocracia visigoda del siglo VI. Hacia el año 545, o tal vez algo después, se casó con Atanagildo, un poderoso magnate que a la muerte de Teudiselo ya reivindicó su derecho al trono. No lo consiguió entonces, pues fue Agila el elegido. 

Al cabo de un par de años Atanagildo protagonizó una rebelión contra el rey en Sevilla, una gran ciudad habitada por muchas familias de la aristocracia hispano-romana. 

La rebelión desembocó en una guerra civil durante el transcurso de la cual Atanagildo solicitó ayuda al emperador Justiniano, que envió a sus tropas. 

La contienda duró tres años. 

Al cabo de ese tiempo los godos, temiendo que Justiniano aprovechara sus luchas internas para apoderarse de Hispania, decidieron ponerle fin asesinando a Agila y reconociendo como rey a Atanagildo.

El nuevo monarca eligió como capital a Toledo, y allí residía toda la corte. Tenía dos hijas de Goswinta: Galswinta y Brunegilda, que alcanzaron la edad casadera durante los últimos años del reinado de su padre.



El rey Sigeberto I de Austrasia eligió por esposa a Brunegilda, a quien Gregorio de Tours describe como bella, virtuosa, juiciosa y de trato agradable. La boda se celebró en Metz, y tras el enlace la nueva reina abjuró del arrianismo para convertirse al catolicismo.

Sigeberto tenía un hermano llamado Chilperico, que era rey de Neustria. Este no se caracterizaba por su rigidez de costumbres y, además de tener varias concubinas, estaba ya casado con Audovera, con quien tenía varios hijos; pero al tener conocimiento de la boda de su hermano con una princesa de tan alto rango, quiso aspirar también él a una hija de rey y solicitó la mano de Galswinta. 

Logró anular su matrimonio para poder desposarla, de modo que, con Audovera en el convento y libre ya el rey del obstáculo que hubiera impedido el enlace, la hija de Atanagildo partió hacia Neustria. Su esposo la recibió en Rouen y tras la boda también ella, al igual que su hermana, abrazó la fe católica.

El matrimonio fue un fracaso desde el principio, porque Chilperico no cumplió su palabra de alejar a sus concubinas y continuaba siendo el amante de Fredegunda, una aldeana franca que servía en palacio. Galswinta, descontenta, quiere regresar a Hispania, pero, aunque se muestra dispuesta a entregar la dote y abandonar incluso las ricas joyas que ha traído consigo, el rey la retiene con engaños y la hace estrangular en su lecho. Poco después Chilperico se casaba con Fredegunda.

No habría de transcurrir mucho tiempo entre la muerte de la reina de Neustria y la de su padre. Atanagildo fallecía en el año 568, dejando vacante el trono durante cinco meses, hasta la designación de Liuva, duque de la Narbonense. 

Este asoció al trono a su hermano Leovigildo, quien se hizo cargo de las provincias de Hispania mientras Liuva gobernaba el territorio al norte de los Pirineos. Leovigildo decide reforzar su poder aliándose con la familia del rey difunto, y para ello se casa con la viuda.

Goswinta era mujer inteligente y con gran sentido político, pero también una arriana fanática y, según Gregorio de Tours, la principal instigadora de las persecuciones contra los católicos en tiempos de Leovigildo. 

Este tenía dos hijos de su primer matrimonio: Hermenegildo y Recaredo, ambos asociados al trono desde muy jóvenes. Goswinta maniobró para que el mayor, Hermenegildo, se prometiera con Ingunda, la hija de Brunegilda y Sigeberto.

Ingunda, apenas una niña, llegaba a su destino en el año 579, pero la felicidad de Goswinta pronto se troca en decepción: la fe católica de su nieta era sólida, y no aceptaba convertirse al arrianismo. Viendo que la persuasión no daba frutos, la reina probó métodos más drásticos y llegó a maltratarla: la agarró del cabello con fuerza, la derribó y comenzó a cubrirla de golpes y patadas que la dejaron ensangrentada. A continuación ordenó que fuese arrojada a la piscina bautismal arriana, pero ni siquiera bajo tan graves circunstancias cedió un ápice Ingunda.

Así las cosas, el ambiente era irrespirable y la convivencia entre ambas un imposible. Leovigildo había confiado a su hijo el gobierno de la Bética y, para aliviar la tensión, se ocupó de el joven matrimonio abandonase cuanto antes la corte para residir en Sevilla. 

Una vez allí, fue Hermenegildo quien abrazó el catolicismo, por influencia de la esposa y del obispo San Leandro. Ese mismo año se rebela contra su padre y se proclama rey en los territorios que gobernaba, comenzando así una guerra de cinco años. Finalmente el príncipe fue hecho prisionero y moría a manos del carcelero Sisberto.

Ingunda huye con su hijo Atanagildo e intenta buscar refugio en Constantinopla, pero fallece durante la travesía. El rastro del niño se pierde al llegar a Bizancio, donde reinaba el emperador Mauricio.

El triste destino de la princesa no fue lamentado por Goswinta, que por razones de Estado tampoco tuvo empacho en negociar el matrimonio de Recaredo con la hija de Chilperico y Fredegunda. No se detuvo ante la consideración de que Chilperico era el asesino de su hija Galswinta, y si la boda no llegó a celebrarse fue tan solo porque el rey de Neustria moría cuando la novia ya estaba a punto de cruzar la frontera.

En el año 586 fallecía también Leovigildo, pero ello no supuso para la viuda su retirada de la vida pública. Por el contrario, Recaredo hubo de alcanzar un acuerdo con ella en virtud del cual la reconocía como su propia madre. El joven siguió sus consejos y fue un continuador de la política que ella había impulsado. Se trató de nuevo el asunto del matrimonio con una princesa franca, esta vez hermana de Ingunda, pero, dadas las malas experiencias de aquella princesa en la corte de Toledo y su trágico final, en Austrasia no aceptaron la propuesta.

Para entonces Goswinta ya era anciana y una catarata blanca velaba uno de sus ojos, pero sus energías no se hallaban mermadas. Ni siquiera logró fulminarla el peor de los golpes que se le podía asestar: la conversión de Recaredo al catolicismo cuando aún no llevaba un año de reinado. La anciana reina guardó silencio, pero cuando en dos ocasiones los arrianos trataron de sublevarse, ella se lanzó con vigor a las conspiraciones. 

Junto con el antiguo obispo de su fe, urdió una conjura contra Recaredo. Descubiertos ambos, el obispo fue exiliado mientras que el destino de Goswinta resulta incierto en las crónicas, que nos cuentan, de forma muy ambigua, que “llegó al fin de su vida”, algo que sugiere que tal vez la muerte no se produjo de modo natural.

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jueves, 8 de enero de 2015

Los Godos, fundadores de la nacion española

“La herencia goda no vino sólo por la herencia física sino por el espíritu que dejaron en nuestras instituciones a través de la Reconquista.

Que los godos no formaban sino una minoria en la Hispania postromana no es un secreto. 

Que una minoria rectora es la que a veces responde por todo un país y hace de el un Estado no debería tener que ser recordado, al menos no en una página nacionalista. 

Los Godos españoles eran los Visigodos, o Godos Nobles, que habían conquistado España en el Siglo V para perderla en el Siglo VIII, antes de recuperarla a través de esa larga guerra civil que llamamos Reconquista. Los valores Góticos fueron también los que acabada la Reconquista conformaron nuestros Siglos de Oro. Los Godos conformaron dentro de la mitología nacional y social de esos tiempos el mismo papel que la Roma de Augusto tomó para los renacentistas italianos.



Para los escritores del tiempo de la Inquisición y la creación del nuevo mundo proveían una continuidad cultural a partir de la que se rediseño España. Eran los descendientes míticos de los Cristianos viejos a partir de los que se había reconquistado la hegemonía de la cultura occidental y cristiana sobre la península. El empleo que se hizo de los antepasados góticos en la genealogía de los reyes cristianos no fue una casualidad ni una fantasia sin sentido. Cuando Alonso de Cartagena, Obispo de Burgos e hijo del Obispo de Burgos, Pablo de Santa María, invocó la ascendencia germánica de la Monarquía Castellana en Juan II de Castilla tal vez no se ajustaba a la documentación, desaparecida o ilegible desde siglos atrás, sino a la leyenda que es una forma superior de legitimidad histórica.”

A lo largo de los siglos V y VI se asentaron en España los godos, un pueblo germánico originario de la Gothia escandinava (Gotaland) que, después de un largo periplo, terminó por conformar su nueva y definitiva patria en nuestra Península. Nos informa San Isidoro de Sevilla en su obra «Historia de los Godos, Suevos y Vándalos» (Historia Gothorum): «Como (los godos) no podían aguantar los ultrajes (de los romanos) tomaron las armas furiosamente, invadieron la Tracia, saquearon Italia y alcanzando España, establecieron allí hogar y dominio». Otros pueblos germánicos se establecieron también en España como fue el caso de suevos y vándalos, unas pocas decenas de miles; pero fueron los godos, especialmente la rama de los visigodos o godos tervingios, los que en un número cercano a los 300.000 individuos incidirían esencialmente en el desarrollo de las gentes hispanas.

Se trata de una cifra pequeña en relación a la población del conjunto peninsular (unos 5 millones de habitantes), aunque significativa sobre todo por la trascendencia futura del lugar de su asentamiento preferente, la Meseta Central, concretamente las cuencas de los ríos Duero y Tajo, como así ponen de relieve las numerosas necrópolis. 

En este espacio interior, escasamente poblado, los godos establecieron su hogar, su verdadera tierra de promisión, cambiando la espada por el arado, unas tierras aptas para su deseado cultivo del cereal y también para el desarrollo de la ganadería extensiva, una de sus principales actividades económicas. En varias comarcas de este territorio la proporción entre godos e hispano-romanos era de 2 a 1 a favor de los primeros.

Debido, pues, a la reducida población autóctona pudo efectuarse un reparto no problemático de tierras entre ambas comunidades, pasando a establecerse los godos en pequeñas aldeas formadas por viviendas unifamiliares próximas a sus explotaciones agropecuarias. El peculiar modo de instalación de los godos en la Península, mediante pactos y repartimientos con los hispano-romanos, explica que no hubiera invasión, no hubo ni vencedores ni vencidos, sino que godos e hispano-romanos coexistieron con sus diferencias, sin superponerse, hasta que paulatinamente iría verificándose la fusión entre ambos.

El pueblo visigodo pasó masivamente desde la Galia a Hispania en grandes carros tirados por bueyes, como así lo atestiguan varios documentos latinos de la época (l), sobre todo, a partir de la batalla de Vouillé (507) en la que los francos auxiliados masivamente por los galo-romanos autóctonos y aliados con los burgundios derrotaron al ejército visigodo, provocando el establecimiento franco en las tierras entre el río Loira y los Pirineos, adjudicadas hacía casi un siglo a los visigodos por el poder imperial romano, y la marcha de éstos hacia el otro lado de las montañas pirenáicas. 

Así pues, la batalla de Vouillé se convirtió en un hecho de gran trascendencia en nuestra historia ya que terminó por identificar el reino de los godos con la Península. También durante aquel siglo VI llegarían elementos ostrogodos a Hispania con motivo de la regencia de su rey Teodorico el Grande sobre los visigodos (511-526) y, desde luego, también tras la derrota de los ostrogodos instalados en Italia a manos del ejército imperial bizantino de Justiniano.

En el conjunto de la importante inmigración goda a Hispania, debemos diferenciar, entonces, a la minoría político-militar dirigente, y el contingente popular gótico. Mientras aquélla se acantonaba en las principales ciudades de la Hispania romana (Mérida, Barcelona, Valencia, Sevilla, Córdoba y Toledo, la capital), el otro se instalaba mayoritariamente en el ámbito rural meseteño. La elección por el rey Leovigildo de la ciudad de Toledo como capital del Reino hispano-godo respondía a las necesidades de control sobre el conjunto peninsular (identificado entonces como el recinto territorial de dicho Reino), más fácil desde su centro y en un entorno de numerosa población gótica. La elección de Toledo hacía de la Meseta Central, por primera vez, el centro político y cultural de la Península.

Ataúlfo fue el primer jefe visigodo que entró en España y lo hizo en defensa de los intereses romanos, de una Roma que, forzada por los godos, había pactado su asentamiento en el sur de la Galia, de una Roma cada vez más débil, sobre todo, tras su primera expugnación por el victorioso ejército visigodo dirigido por el antecesor de Ataúlfo, Alarico, el año 410. Walia, sobrino y sucesor de Ataulfo, renovó el pacto con Roma el año 418, comprometiéndose a restaurar el orden imperial en Hispania, quebrantado tras las irrupciones de suevos, vándalos y alanos años atrás. 

El rey Eurico (466-486), durante cuyo reinado tuvieron lugar los primeros establecimientos populares góticos, puede ser considerado el primer gobernante autónomo de Hispania puesto que el año 476 sucumbe definitivamente el Imperio romano de Occidente con la conquista de Roma por el rey de los hérulos, Odoacro.

El reino godo se separa definitivamente del tronco del Imperio obteniendo su total independencia y Eurico rompe el pacto que le ligaba con Roma, amplía sus posesiones del sur de la Galia se anexiona la mayor parte de la Península Hispánica, creando así un gran reino occidental galo-hispánico. Pero, tras la citada derrota de Vouillé en la que resultó muerto el rey visigodo, Alarico II, el centro de gravedad geo-político de los visigodos se trasladó definitivamente al lado meridional de los Pirineos, pasando la capital del reino desde Tolouse primero a Barcelona y, finalmente, a Toledo. Tan solo la Septimania, un pequeño territorio alrededor de Narbona, se mantuvo problemáticamente en poder de los visigodos al otro lado de los Pirineos.

El rey Leovigildo (565-586) es el verdadero creador del Estado hispano-godo y, por ende, de la nacionalidad hispánica misma: Hispania, reino, entidad política independiente, sucedía a la antigua provincia sujeta al poder de Roma. Primeramente, desde su gobierno de Toledo, a salvo de la amenaza de francos y de bizantinos, intentó con éxito someter a la autoridad central la mayor parte del territorio peninsular en un momento crítico de fragmentación político-territorial, Así, tras consolidar el poder real, derrotó a los suevos del noroeste incorporando su reino y redujo a cántabros y vascones, alzados contra su autoridad. Leovigildo, el unificador, acuñó un ideal nacionalista que identificaba el Reino de los Godos («Regnum Gothorum») con Hispania, acotando nítidamente las diferencias respecto al Imperio de Bizancio, heredero oriental de Roma.

En torno a ese nuevo ideal hispánico debería producirse la aproximación definitiva, la fusión entre godos e hispano-romanos, con lo que derogó la prohibición de matrimonios mixtos establecida por el Emperador Valentiniano. Sin embargo, el mantenimiento de Leovigildo en su fe arriana (religión nacional de los godos) y el intento de imponerla a sus súbditos hispano-romanos de religión católica, impedía la constitución de ese pueblo verdaderamente unificado. Sería su hijo, Recaredo (586-601), quien al convertirse al catolicismo, y con él, oficialmente, todos los godos, pondría las bases de una comunidad político-religiosa nacional diferenciada, una nueva sociedad, en definitiva.

El III Concilio de Toledo (589), en el que tiene lugar la conversión pública de Recaredo, puede considerarse el punto de partida de nuestra nacionalidad en torno a un monarca, a un poder político ejercido sobre una sociedad que avanzaba firmemente hacia su plena integración desde sus dos elementos conformadores, el latino y el germánico. A diferencia de lo que sucedió en Italia o en el Norte de Africa donde ostrogodos y vándalos respectivamente constituyeron una minoría extraña y hostil, en España se produjó una fusión generalizada entre godos e hispano-romanos, y sobre esta unidad se pudo alzar un Estado independiente y conformarse la nacionalidad hispánica. Durante el siglo VII se iría consolidando la nacionalidad común de los denominados ya como “hispano-godos”, poseedores de una religión común, gobernados por un mismo monarca, e incorporados plenamente a la Administración los antiguos hispano-romanos.



Suintila (621-631) expulsa definitivamente a los bizantinos enquistados en el sur peninsular y consigue la unificación de todo el territorio de la antigua Hispania romana, incorporando Ceuta como cabeza de puente hacia la Mauritania africana, además de llave del Estrecho. La labor legislativa de los reyes Chindasvinto (642-653) y Recesvinto (653-672) refrendada en los Concilios toledanos, culmina con la promulgación del Liber Iudiciorum (Libro de los Juicios o Fuero Juzgo), compilado por este último rey, convirtiéndose en el único texto legal válido ante los tribunales del reino, un texto que incorpora la herencia jurídica romana a la costumbre germánica hasta el punto de ser aquélla claramente predominante.

San Isidoro de Sevilla, arzobispo de dicha ciudad, hijo de padre hispano-romano y de madre goda, es la figura señera de la naciente cultura hispano-goda. Será él quien mejor sabrá interpretar el nuevo tiempo, la nueva realidad nacional hispánica a lo largo de la primera mitad del siglo VII. Autor de una obra enciclopédica en lengua latina, Las Etimologías. el denominado «Doctor de las Españas» en su Historia Gothorum elevará a España a la categoría de Primera Nación de Occidente. Así, en el Laudes Hispaniae, el sabio Doctor dedica a su patria una célebre alabanza encomiástica: De cuantas tierras se extienden desde el Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, oh sagrada y feliz España, madre de príncipes y de pueblos. Con razón se te puede llamar reina de las provincias, pues iluminas no sólo el Oceano sino también el Oriente. Tú, honor y ornato del mundo, la más ilustre porción de la tierra donde florece y recrea la gloriosa fecundidad del pueblo godo”.

La Gens Gothorum, el pueblo godo, como el elemento diferenciador que da personalidad política a la antigua provincia romana, es, para San Isidoro, el primero de los pueblos de Europa pues tal fue la grandeza de su habilidad guerrera y notables las proezas de sus famosas victorias que aun Roma, la conquistadora de todas las naciones, se le sometió al yugo y cedió ante sus triunfos, y la dueña de todos los pueblos se les hizo su sierva (Historia Gothorum). En ese mismo texto describe a los godos como gente de naturaleza pronta y activa, que confía en la fuerza de la conciencia; de tez blanca, tienen el cuerpo potente y son altos de estatura. 

Todas estas palabras de San Isidoro, escritas hacia el año 630, alcanzada plenamente la unidad nacional-territorial, suponen el primer texto de un protonacionalismo ideológico en el seno de la cultura occidental. El nuevo ideal nacional que reflejan los textos del sabio sevillano se verifica en un territorio, la Península Hispánica, en un pueblo concreto, determinante de aquel ideal, los Godos, hasta identificar, de este modo, Tierra y Pueblo como la Patria común y diferenciada de todos, España.

Y España, en el Occidente, se opone a Bizancio, en el Oriente, sucesor del Imperio romano, un poder imperial bizantino considerado y sentido ya como algo extraño, ajeno, un poder invasor al que expulsar de sus amenazantes acuartelamientos en la franja sur peninsular. En aquel tiempo se hablaba de Toledo y Bizancio como los centros de dos polos de poder y civilización. Mientras en España con Toledo, su capital, se produce la fecunda fusión de un joven y dinámico pueblo germánico, los godos, con el civilizado conjunto de las gentes hispano- romanas, fusión que supone el embrión de la nueva cultura occidental, en Bizancio se amalgama la cultura euroasiática, sirio-helenística, de matiz oriental, que engendrará la civilización ortodoxa y las otras religiones cristiano-orientales.

El reino hispano-godo derrota y expulsa a los bizantinos de todos los antiguos territorios del Imperio de Occidente, territorio donde se está generando una nueva interpretación y apreciación del mundo, la Civilización Occidental, resultado fundamental de la fusión de los pueblos germánicos (godos, francos, anglo-sajones) con los pobladores de los territorios del Imperio romano de Occidente (hispanos, galos, britanos, ). San Isidoro canta en alabanza a la Nación a la que pertenece, España, como una realidad ya inequívoca y distinta del Imperio romano así como del reino de los francos o de los mauritanos del Norte de Africa, destacando la decisiva acción del pueblo godo en la formación de la nueva patria; la conciencia isidoriana es expresión ya de un sentimiento nacional hispánico.

La Monarquía gótica como estructura de poder desplegará una organización política peculiar que hará posible esa nacionalidad distintiva (y, sobre todo, su proyección futura), una organización que tiene en el monarca su cabeza. El rey de los godos, de limpio linaje, máximo jefe político-militar, resulta de la celebración de una asamblea de electores, destacados miembros de la comunidad, que lo elijen “armas in sonandibus” tras la muerte del rey anterior. El rey (Thiudans), jefe popular electo, que, según la tradición germánica, no crea derecho, pues éste ya existe, es de carácter consuetudinario, lo produce la propia comunidad; como protector del reino, tiene el difícil encargo de hacer cumplir ese «derecho de la comunidad».

Prevalece, pues, la costumbre a la ley escrita, pues aquélla es producto social que facilita la convivencia colectiva regulando oportunamente las relaciones sociales y resolviendo puntualmente los conflictos, en virtud del precedente judicial (gran relevancia de los jueces, principales intérpretes del derecho popular). La Ley, concepto romano, privilegia al que la impone amenazando así la libertad e igualdad esencial de todos los miembros de la comunidad.

 La coexistencia de godos y romanos en el Reino de Toledo supondrá la progresiva romanización de sus estructuras jurídico-políticas, aunque nunca desaparecerán las costumbres germánicas, sobre todo, en las comunidades rurales góticas alejadas de la Corte toledana, costumbres jurídicas que reaparecerán con fuerza en los primeros siglos de la Reconquista, sobre todo en Castilla, recogidas en los fueros territoriales.

Existió un Estado hispano-godo dirigido por el rey y organizado por una serie de instituciones que sostenían la unidad política. El Aula Regia o Senado visigodo, es el órgano que colabora con el monarca, asesorándole en su labor de dirección político-militar, en su actividad legislativa y en la administración de justicia. El núcleo fundamental del Aula Regia lo componen los miembros del Oficio Palatino que agrupa a los nobles de la Corte, siempre de estirpe goda: condes, jefes de los «espatarios» o guardia del rey, de las caballerizas, etc. En definitiva, el Aula Regia reúne a los altos funcionarios del Ejército y la Administración hispano-godos.

Especial consideración merecen los Concilios de Toledo, precedente histórico de las futuras Cortes medievales, que aconsejaban en cuestiones militares, judiciales y eclesiásticas. Estos Concilios supondrán la expresión fundamental de la colaboración entre la Iglesia y el Estado, una Iglesia que era el recipiente principal, y mantenedor entonces, de la cultura y los saberes. En este sentido resultó muy influyente la doctrina jurídica de San Isidoro que establecía la sumisión de la potestad civil a las leyes o normas de la comunidad, en contra de la tradición cesarista del derecho romano y de la práctica oligárquica bizantina. 

Los Concilios de Toledo son, entonces, el punto de confluencia entre la potestad del Estado y la autoridad moral e intelectual de la Iglesia, de modo que los reyes godos solicitaban de los Concilios su asistencia y apoyo en el gobierno del Estado y en las tareas legislativas, e incluso enviaban a los magnates del Aula Regia a las reuniones de los mismos.

Existía, pues, una relativa intervención de estos organismos en el ejercicio del poder aunque éste residía fundamentalmente en el rey, jefe electo, que detentaba un enorme poder, causa de las sangrientas disputas que se desataban en el momento de la sucesión entre las distintas facciones y clientelas nobiliarias. El rey, que debía ser de estirpe gótica y caracterizado por sus buenas costumbres, era el jefe supremo de la comunidad y representación personal del Estado. Es él quien dirige las relaciones con otros países declarando la paz o la guerra. Es el jefe de la Administración del Estado, ostenta la potestad legislativa, y es el juez supremo con jurisdicción sobre todos los súbditos, correspondiéndole también la convocatoria de los Concilios de Toledo.

El Reino («regnum, patria»), al frente del cual estaba el rey, lo integran el pueblo (godos y romanos: los hispano godos) y el territorio de la Península y zonas adyacentes. El Estado visigodo tenía por finalidad procurar el bien común, la defensa del territorio contra los enemigos del interior y del exterior, y la aplicación del derecho mediante la actividad legislativa y judicial. El Estado visigodo no tuvo el carácter de Estado patrimonial, ni la comunidad hispano-goda se fundamentó en relaciones jurídico-privadas, se ordenó para fines de índole pública.



La ciudad de Toledo, capital del Estado godo-hispánico, suponía la concreción de un centro general de imputaciones, sede de la Corte del monarca, cabeza metropolitana de la Iglesia hispana y sede de los Concilios, residencia de los magnates rectores del reino y capital cultural. Toledo será el referente de la unidad hispánica cuando ésta se derrumbe tras la invasión islámica. El año 711 y tras tres décadas de crisis general motivada por las terribles luchas partidistas para apoderarse del trono, el reino hispano-godo se extinguiría definitivamente cuando aquella unificación nacional peninsular era todavía incipiente y corría serios riesgos de una progresiva feudalización.

Los árabes y bereberes, unidos en la nueva fe mahometana, derrotarán al ejército hispano-godo en las cercanías de Jerez de la Frontera. Sería decisivo en el fatal desenlace el apoyo recibido por los musulmanes por parte de los judios y de una facción nobiliaria, la de los witizanos, es decir, los partidarios de la familia del recientemente fallecido rey Witiza, opuestos al rey Rodrigo, y que incluso recabaron la presencia de los mahometanos en la Península como sus aliados. El gobernador árabe de Africa del Norte al servicio del Califato de Damasco, Musa ibn Nusair, respondió a la demanda de los witizanos enviando a su lugarteniente, el jefe bereber Tarik ibn Ziyad, que cruzó el estrecho de Gibraltar en el 711 al mando de un ejército de bereberes recientemente islamizados. Rodrigo fue derrotado y muerto en la batalla que con estos tuvo lugar, probablemente, a orillas del río Guadalete. Al año siguiente, en el 712, el propio Musa desembarcó con tropas de refuerzo, La intervención de los musulmanes, en un principio como apoyo a la facción witizana, se estaba convirtiendo en un proyecto de conquista a gran escala, aprovechando la impotencia de los jefes visigodos, agotados en una guerra civil sin sentido.

Destrozados en la batalla el ejército y el Estado hispano-godos, los musulmanes ocuparían la casi totalidad del reino en un periodo de siete años (con la importante colaboración de los judíos residentes en las ciudades hispanas que abrieron las puertas de muchas de ellas), arrasando, en unos casos, o pactando, en otros, con los opositores. Algunos nobles visigodos, no aceptando el dominio musulmán buscaron refugio en la montañas del norte peninsular. Los montes cantábricos y pirenáicos quedarían libres del efectivo dominio musulmán y en ellos se formarían prontamente dos reinos, Asturias y Navarra, resultado del pacto alcanzado entre las gentes autóctonas y los refugiados godos.

La realeza astur-leonesa, la aragonesa y también los Condes de Barcelona, reivindicarán su estirpe gótica como factor de legitimación histórica de los nuevos poderes resultantes de la articulación territorial de la resistencia hispánica frente al invasor islámico. Entramos aquí en otro periodo histórico, sucesivo de la Monarquía gótica, la Reconquista, denominado así por la pretensión de los nuevos poderes autóctonos de recuperar el territorio peninsular ocupado por los árabes (Pérdida de España), a los que en todo momento se les consideró extraños usurpadores, invasores de unas tierras que detentan ilegítimamente, po-seedores de una religión y una cultura contrarias, africanos para los que Hispania (al-Andalus) era un territorio colonial, susceptible de ser explotado en su beneficio a base de fuertes tributos, un botín en definitiva.

La gran herencia hispano-goda permitió restaurar en España, por medio de la acción resistente articulada político-militarmente en el norte peninsular, la civilización occidental de raíz grecolatina, cristiana y germánica, superando así el tremendo y prolongado impacto de la dominación islámico oriental, a diferencia de lo que sucedió en el Norte de Africa que, integrado en el ámbito occidental antes de la invasión de los árabes, permanecería ya definitivamente islamizada y arabizada.

El rey Alfonso I de Asturias (739-759) y verdadero creador del nuevo reino, hijo de Pedro, duque de Cantabria, del linaje de Recaredo, realizó una importante incursión en las tierras de la cuenca del Duero sometidas entonces a los mahometanos, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, bastión natural del reino astur. En aquella incursión, y tras golpear duramente a los ocupantes islámicos allí establecidos tras la invasión, trasladó a la gran mayoría de los pobladores hispano-godos del norte de la Meseta hacia el otro lado de las montañas, instalándolos con una motivación claramente política en los valles cantábricos que se extienden desde las rías altas gallegas hasta el río Nervión, hecho que recoge destacadamente la Crónica de Alfonso III (2).

La fusión de estas gentes del Duero de estirpe gótica y de lengua latina con los habitantes autóctonos de aquellos valles (cántabros principalmente) conformaría finalmente un nuevo pueblo, los castellanos, que, dirigidos por sus caudillos y reyes, protagonizarían ese periodo histórico fundamental para la adecuada comprensión de la cultura e identidad hispánicas: la Reconquista y la consiguiente Repoblación, un verdadero «empuje hacia el sur» que terminaría con la toma de Granada en 1492. Sólo aquellos hispano-godos refugiados en territorio cántabro-astur (nobles, clérigos, campesinos) poseerán la conciencia de una «Hispania por restaurar», conciencia de la que carecerían casi por completo los pueblos autóctonos de aquellos valles norteños, en los enfrentados al poder central toledano. Por lo tanto corresponde a aquel aluvión de refugiados la creación de un poder político nuevo, el reino astur-leonés (y posteriormente, a partir del siglo XI, su heredero: Castilla-León) guiado por un objetivo de recuperación de las tierras de Hispania, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, y que constituían su originario solar patrio. (3)

Estos sucesos coadyuvarán decisivamente en la “gotización” y , por ende, “hispanización” del reino astur-leonés como principal poder autóctono, opuesto al emirato y posterior califato islámico con sede en Córdoba. Alfonso II el Casto (791-842) reinstauraría en Oviedo el “Orden de los Godos” existente en Toledo, tanto en el Palacio como en la Iglesia, como así nos informa la Crónica Albeldense, primera de una serie de crónicas latinas, conformadoras de una verdadera historiografía medieval nacional (4).

La sistemática y consciente repoblación de la cuenca del Duero supuso la creación de una nueva realidad social, política y cultural, una nueva realidad étnica , el pueblo castellano, los que habitan en el país de los castillos (en referencia a las abundantes torres defensivas construidas en la frontera oriental del reino de Asturias), resultado final de la profunda amalgama racial sustanciada en los valles cantábricos a lo largo de la segunda mitad del siglo VIII y primera mitad del siglo IX. Ya no habrá más tribus de astures, cántabros, autrigones, várdulos o vascones, ya no se hablará de godos o romanos; desde ahora, producto de una completa etnogénesis, se hablará de los “castellanos”, del Reino de Castilla y León, sucesor histórico del Reino cántabro-astur de los primeros tiempos de la Reconquista. Los castellanos, principales herederos de los godos y base fundamental de la raza y cultura hispanas, dirigirán con firmeza ese «empuje hacia el sur», capitaneados por sus jefes, reyes, magnates e infanzones. (5)

El denominado neo-goticismo astur-leonés, restaurador del unitarismo godo, diseñado en la Corte de los reyes asturianos y leoneses y heredado por Castilla al constituir su primer rey, Femando el Grande (1035-1065), el Reino de Castilla y León, consistía en un relevante programa político-militar destinado a imprimir una coherencia definitiva al proceso reconquistador y a legitimar al rey de Castilla como histórico sucesor del rey de los godos, el máximo jefe político de aquella Hispania unida por la conciencia nacional goda, invadida por los árabes y que ahora se pretende restaurar 6.

Esto es lo que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, ambos de la dinastía castellana de los Trastámara, y tras la unión de Aragón a Castilla alcanzada el año 1474 como consecuencia de su matrimonio, consiguieron cuando el 2 de enero de 1492 entraban victoriosos en Granada, alzando los estandartes simbólicos recibidos de sus antepasados, cumpliendo, en fin, el programa político inspirador de la Reconquista. Dice la Crónica de Alfonso III respecto de la batalla de Covadonga (722), punto de partida de dicha Reconquista: «Por esta montaña será salvada España y restaurado el ejército de los godos»; eso es lo que acabará significando la arriesgada emboscada de Don Pelayo, primer jefe rebelde, antiguo espatario del rey Rodrigo.

No son los Reyes Católicos los fundadores de la unidad nacional sino sus restauradores, aunque la unidad hispánica plena se conseguiría por Felipe II, y solo temporalmente, en 1580 al incorporar Portugal a su reino. Se equivocan, de modo interesado o ignorante, los políticos separatistas y sus clientelas cuando afirman que «sus pueblos» preexisten como «verdaderas naciones» a la «forzada» unificación de Isabel y Fernando finado el siglo XV. Para estos políticos, en su tergiversación histórica, dicha unidad fue un acto artificioso, ilegítimo e imperialista, destructor de esas «auténticas nacionalidades», o sea, Euskalerría o Cataluña que, dicho sea de paso, jamás existieron históricamente como entidades políticas unitarias e independientes.

España, como nacionalidad distintiva es muy anterior a ese siglo XV, debiéndonos remontar, como hemos comprobado, hasta la segunda mitad del siglo VI, obra principal de un pueblo germánico de primer orden, los godos, que como torrente, generoso y vivificador, vino a confundirse absolutamente en el anchuroso río de lo español hasta el punto de desaparecer como tal pueblo. Pero ellos también somos nosotros, los españoles. Permanecen en nuestros genes, en nuestros hábitos, en nuestra cultura (7). Ellos, los godos de España, fundaron nuestra nacionalidad cuando se iniciaba la Edad Media.

Ramón Peralta
https://hispaniagothorum.wordpress.com/godos/los-godosfundadores-de-la-nacionalidad-espanola/

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