CÓMO DON DEMETRIO, párroco de la iglesia de Santo Tomé, ha logrado descubrir el lugar donde estaba enterrado el noble toledano del siglo XIV mirando el lienzo que pintó El Greco
ROBERTO LANCHA DE LOS SILOS
En el lienzo se ha de pintar una procesión de cómo el cura y los demás clérigos que estaban haciendo los oficios para enterrar a don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz, y bajaron San Agustín y San Esteban a enterrar el cuerpo de este caballero (...)». (Contrato entre el Greco y don Andrés Núñez, párroco de Santo Tomé. 18 de marzo de 1586).
Aquella noche de marzo del nuevo siglo les sorprendió de nuevo picando el suelo de la iglesia. La madrugada anterior, justo debajo de la vieja ubicación del cuadro, sólo lograron dar con un grueso muro romano. Don Demetrio Fernández, el cura párroco de Santo Tomé, insistía con urgencia en que ése, y no otro, era el lugar donde debía de encontrarse el sepulcro. Fue poco antes de que el jefe de obra diese por agotada otra jornada de búsqueda baldía cuando José, el hijo de Antonio, dio con su pala en una piedra que casi le revienta los brazos.
«No fuerces», le dijo su padre, «ésa no es una piedra cualquiera, creo que lo hemos encontrado».
Unos días después, frente a un muro de cámaras y micrófonos, don Demetrio habría de recordar la tarde plomiza de otoño en la que «vivió» por vez primera el entierro del Señor de Orgaz.Don Gonzalo Ruiz de Toledo quiso, y así lo reflejó en su testamento, que su cuerpo descansara en la parte diestra de la puerta occidental, en una de las capillas más recónditas de su querida iglesia de Santo Tomé Apóstol, la que él mismo hizo reconstruir por los años del Señor de 1300. Veintitrés años después, cuando rondaba los 60 de edad, don Gonzalo entregaba su último hálito al convento de los frailes agustinos, donde fue enterrado. Pero quiso la lectura de su testamento respetar su última voluntad, por lo que en 1327 la ciudad renovó su luto para trasladar los restos al lugar que él había elegido.
«(...) Fue llevado su cuerpo a sepultar a la iglesia de Santo Tomé (...); y estando en medio de ella puesto, acompañándole todos los nobles de la ciudad y habiendo ya la clerecía dicho el oficio de difuntos, y queriendo llevar el cuerpo a la sepultura, vieron visible y patentemente descender de lo alto a los gloriosos santos San Esteban protomártir y San Agustín, con figura y traje que todos los conocieron; y llegando donde estaba el cuerpo, lleváronle a la sepultura, donde en presencia de todos le pusieron, diciendo: "tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve"; y luego desaparecieron». (Francisco de Pisa. s. XVI)
Los ojos de don Demetrio se quedaron prendados de aquella secuencia atrapada por la pincelada larga del Greco. Era un 22 de septiembre de 1996, su primer día como párroco de la iglesia toledana, cuando el cura soñador de Puente del Arzobispo se quedó a solas con El Entierro. Quiso apurar la última luz de la tarde para acariciar con la vista la obra inabarcable a la que la imaginación quiso partir en dos. Ahora tenía ante sí el lienzo de casi cinco metros de alto por cuatro de ancho, compuesto por tres tiras cosidas de arriba abajo, conformando el ilustre soporte llamado «mantelillo veneciano» o «rosetta de Barga» en el que el pintor de Candía inventó la obra imposible que conjugaba con descomunal maestría el cielo y la tierra; el milagro de los santos y el del óleo insomne entregado a la inmortalidad.
Desde niño, cuando lo observaba en los libros de arte, le había superado aquel escaparate de rostros y matices, de miradas absorbidas por el luto y la congoja, por esa Gloria inerte que les cubría la existencia. Pero nunca como en el crepúsculo de su primera visita reposada se había fijado con tanta atención en el hombre de la piel mortecina, el que dejaba su cuerpo abandonado a la armadura noble y a las manos vaporosas de su devoción pretérita.Él, el caballero del semblante acariciado el día en que los tonos grises gobernaron la paleta de Creta, era el protagonista de una historia que, siglos después, le seguía desbordando.
En aquel cadáver de las manos cruzadas sobre el vientre se clavaban cada día dos mil miradas. Todas se fijaban en el caballero que tanto había querido a esa iglesia, que llegó a donar a sus administradores «2 carneros, 16 gallinas, 2 pellejos de vino, 2 cargas de leña y 800 maravedíes para sostenimiento de los sacerdotes y para la atención de los pobres». Quizá por eso quiso don Demetrio comprometerse a conocerlo todo sobre don Gonzalo Ruiz de Toledo.Ni una sola de las noches que se sucedieron desde entonces dejó pendiente su visita al cuadro de los 1.200 ducados. En cada una de ellas intentaba descubrir una pista, una llave que descongelara la escena y le dejara ver su prolongación. De esta guisa le sorprendió un día el vicario parroquial.
«Tenemos que encontrar el sepulcro, José María», le dijo don Demetrio sin retirar la vista. «Ese hombre tiene que estar enterrado aquí».
A menudo quiso buscar la solución en la mirada estrábica del Greco, suspendido por su propio pincel y escondido entre un fraile dominico y varios caballeros de la Orden de Santiago. Pero fue en los documentos numerosos que fue desempolvando por los rincones de la Ciudad Imperial, y no en la presencia burlona y glacial de Theotocópuli, donde empezó a ser consciente de la importancia del Conde de Orgaz.
Sus interminables noches de insomnio le permitieron escurrir su mirada entre textos que hablaban del niño que nació en torno a 1263 en las casas de un Mayorazgo (donde hoy se levanta la iglesia de los Jesuitas) descendiente del linaje de don Esteban Illán. Se encontró al caballero piadoso, al joven que desperezó sus sentidos en tiempo de Alfonso X el Sabio y al lúcido estudioso que con Sancho IV el Bravo llegaría a ser notario mayor de Castilla y alcaide de Toledo en 1296. Pero lo que más le sorprendió fue la silenciada labor que ejerció desde la sombra en la espinosa etapa de regencia de María de Molina, viuda del rey Sancho. Su voz, la que educó y condujo a la infanta Beatriz, edulcoró los oídos de la regente amenazada permitiendo así la traslación natural del décimo al undécimo de los Alfonsos.
«¿Quién eres en realidad?», le preguntó a don Gonzalo una madrugada sin Dios. «¿Dónde estás?
Tanto le empujó su curiosidad que una mañana de primavera le llevó a conocer al que era en 2001 el Conde de Orgaz. Gonzalo Crespí de Valldaura le esperó en Ávila, en la casa de doña Güimar de Ulloa, antepasada suya y gran amiga de Santa Teresa de Jesús. El anfitrión le habló con fascinación del Gonzalo de otro tiempo, un noble de refinadas maneras que casi sobrepasaba los 160 centímetros.La expresión solemne que el Conde dejó ver en su relato se rompió para animarle a encontrar los restos del caballero cuyo nombre había conservado casi 700 años después.
OJOS TRISTES
Anochecía cuando el párroco regresó a Toledo. No se olvidó de la visita diaria. Al entrar en la capilla entregó su mirada al Entierro con la voz aún reciente de don Gonzalo Crespí. El recuerdo de sus palabras le llevó de nuevo a la mirada distante del Greco.Viendo que seguía sin sacar nada del cretense, vino a centrar su ojeada en los ojos tristes del pequeño Jorge Manuel, junto a su padre el único habitante del óleo que se permitía escrutar al visitante.
Don Demetrio le miró sin parpadear, sin tomar aliento, consciente de que ahí descansaba la respuesta. Dejó arrastrar su vista por el trazo negro que daba vida al brazo del infante, continuó por la pincelada sutil que descubría su dedo inerte señalando al mismo corazón del Señor de Orgaz, fijó sus pupilas en la diagonal perfecta que desembocaba sin estruendo en el cuerpo de don Gonzalo, sintió su peso, la gravedad de la tierra que reclamaba lo que era suyo. Y así permitió que sus ojos cayeran junto al cadáver del caballero, hundiéndose con él en las baldosas firmes que siguen albergando sus restos.
http://www.elmundo.es/cronica/2001/CR290/CR290-12.html
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