viernes, 30 de agosto de 2019

Triángulo Sangriento en la Cárcel de Ocaña a principios del Siglo XX

Sus protagonistas fueron Salvador Hernández, Emilio González y José Díaz, fallecido tras ser apuñalado por los otros dos en 1908

Patio del penal de Ocaña, donde se registró el apuñalamiento de José Díaz (Foto, AMT Colección Alba)

POR Enrique SÁNCHEZ LUBIÁN@eslubian
27/11/2018 20:48h

La cárcel de Ocaña pasa por ser el centro penitenciario en activo más antiguo de España, remontándose su origen a los primeros años del siglo XIX. 

El sórdido suceso que recupera hoy esta crónica aconteció en 1908 y nos sitúa ante lo complejo que llegan a ser las relaciones entre los internos de una prisión. 




Sus protagonistas fueron Salvador Hernández, Emilio González y José Díaz, fallecido tras ser apuñalado por los otros dos.

El 24 de mayo de 1911 comenzó en el Ayuntamiento de Ocaña un juicio que había producido en la villa «inusitada expectación». Para su celebración, una sección de la Audiencia Provincial se trasladó desde Toledo hasta aquella localidad, para solventar éste y otros casos de menor calado. 

El trágico hecho juzgado había tenido lugar en febrero de 1908, no estando alejada de su origen una cuestión de celos.Reclusos trabajando en uno de los talleres del penal de Ocaña (Foto, AMT Colección Alba)

Emilio González y Salvador Hernández, quienes cumplían condena de tres años, seis meses y veintiún días por robo, mantenían relaciones íntimas.

Las mismas no eran vistas con buenos ojos por José Díaz, quien anteriormente las había tenido con el primero de ellos. Para poder librarse de los reproches que recibían de éste, ambos decidieron matar a José y disponer así de mayor libertad para continuar con sus encuentros sexuales.

Para llevar a efecto su plan consiguieron hacerse con un cuchillo de grandes dimensiones y un punzón de los utilizados en el taller de espartería del penal.Recorte de «El Eco Toledano» dando cuenta del inicio del juicio contra Salvador Hernández y Emilio González

Una noche de febrero de 1908, Emilio y Salvador solicitaron a un recluso que dormía entre ambos que cambiara de cama, al objeto de estar los dos juntos.

 Así, mientras el resto de internos descansaban ellos fueron definiendo el plan con el que habrían de matar a José.

Mientras ultimaban su acción, y burlando la vigilancia de los imaginarias que hacían guardia en el dormitorio, se entretuvieron escondiendo tabaco y cerillas en el forro de sus chalecos y sus petates, para consumirlo cuando fuesen trasladados a celdas de castigo o aislamiento tras cometer su acción criminal.

A la mañana siguiente, Emilio fue a buscar a José a uno de los talleres penitenciarios donde prestaba servicios. Le dijo que querían hablar con él y que lo esperaban junto a la entrada de una de las celdas. Cuando éste llegó, totalmente desprevenido, se abalanzaron sobre él, asestándole Salvador una puñalada en el pecho, mientras que Emilio le atacaba con el punzón, sin llegar a herirle.

Cuando José, sangrando por el pecho y boca, emprendía la huida, los dos agresores cambiaron las armas y continuaron acometiéndole hasta que cayó al suelo.

De inmediato, algunos reclusos que presenciaron lo ocurrido, impidieron que Emilio y Salvador siguieran apuñalando a su víctima. Entonces iniciaron una veloz huida hacia la Ayudantía del penal, toda vez que un buen número de internos les persiguió con intención de lincharlos.

José Díaz, natural de Gijón, permanecía cumpliendo condena por robo cometido en 1898. Las heridas recibidas le afectaron al pericardio y a la aurícula izquierda, causándole la muerte en pocos minutos. 




Al ser reconocido el cadáver se le apreciaron tres tatuajes: uno en el brazo izquierdo consistente en un artístico busto de mujer, debajo del cual se leía «Carmen»; en el antebrazo, las iniciales «N.O.»; y en el brazo derecho presentaba otro busto de mujer, más artístico que el anterior, con la palabra «Lux».

Salvador Hernández contaba con un amplio historial delictivo, habiendo sido condenado por siete delitos de hurto y seis de robo, mientras que Emilio González no le iba a la zaga: dos condenas por hurto y diez por robo.

Concluido el sumario, el ministerio fiscal calificó los hechos como constitutivos de un delito de asesinato, agravado por las circunstancias de alevosía, premeditación y reiteración, solicitando para cada uno de los procesados la pena de muerte. 

La defensa, por su parte, consideraba lo juzgado como un homicidio con las atenuantes de arrebato y obcecación.

Fachada del Ayuntamiento de Ocaña, en cuyas dependencias se reunió, de forma excepcional, una sección de la Audiencia Provincial para celebrar la vista por este crimen y otros sucesos. (Foto, Archivo Diputación Provincial de Toledo)

Cuando en el Ayuntamiento de Ocaña comenzaron las sesiones de la vista, únicamente Salvador Hernández se sentó en el banquillo de los acusados, pues Emilio González había fallecido un mes antes de iniciarse el juicio a causa de una tuberculosis pulmonar. 

Un buen número de vecinos se habían concentrado en las puertas del consistorio para asistir a las sesiones, pero su interés quedó frustrado, toda vez que, dado lo escabroso del caso, por razones de moralidad sus debates se decretaron secretos.

Pese a esa circunstancia, todas las personas interesadas pudieron seguir el desarrollo del juicio gracias a las crónicas que el periodista Adoración Gómez Camarero publicó en «El Eco Toledano».

Iniciadas las sesiones, de quince testigos que estaban citados a declarar solamente lo hicieron cinco. Quienes no comparecieron eran reclusos que habiendo cumplido su condena estaban ya en libertad. Amén de confirmar el desarrollo de los hechos, tal y como se ha relatado anteriormente, de los testimonios evacuados quedó patente que la víctima, «presa de fundados celos» maltrataba con alguna frecuencia a Emilio González.

Dado que éste ya había fallecido, la defensa de Salvador, ejercida por José Saavedra, puso especial hincapié en significar que su patrocinado no había producido la muerte de José, considerándole responsable de un delito de homicidio con las atenuantes de vindicación próxima de una ofensa grave, arrebato y obcecación. 

Con intención de remover la conciencia de los miembros del jurado, el letrado concluyó su informe de manera bien emotiva: «Tened piedad del hijo del vicio -dijo-, del ser que en lugar de los consejos de una madre y de los ósculos del amor, halló las brutales caricias de un pederasta […] Tenedla y dictar un veredicto perdonando, para que Dios os perdone».

Estas consideraciones trataban de contrarrestar las apasionadas conclusiones realizadas por Darío Alonso, representante del ministerio fiscal, quien en su informe apeló a que el jurado no olvidase el supremo interés por la justicia. «En alguna ocasión -exclamó-, ¿no os produce espasmo, no os aterroriza la frecuencia con que se perpetran homicidios en la provincia? 

Pues tened en cuenta que, si sois benignos, contribuiréis a que la criminalidad se acreciente. ¡Y si obrando en justicia, restáis guarismos a la estadística de delitos de sangre, ya veis cuán elevado es el servicio que prestáis a la causa de la humanidad y cuán hermoso es el acto de piedad que realizáis!».

Concluida la vista, el jurado, tras dos horas y media de deliberación, consideró al procesado autor de un delito de asesinato con las agravantes de alevosía y reiteración, apreciando también las atenuantes de arrebato y obcecación. A la vista de ello, el tribunal le impuso la pena de cadena perpetua. Al conocer la misma, el condenado dio «sentidas muestras de júbilo» al considerar que, pese al castigo recibido, había conseguido librarse de ser ejecutado.




Años después de perpetrarse este asesinato, en 1922, las dependencias del penal de Ocaña resultaron gravemente dañadas en un incendio, debiendo evacuarse a centenares de presos que fueron custodiados en una huerta por efectivos de Infantería.


POR Enrique SÁNCHEZ LUBIÁN@eslubian
27/11/2018 20:48h

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