jueves, 2 de noviembre de 2017

Aventuras y desventuras de un capitan francés por tierras Toledanas durante la Guerra de la Independencia (y III)

Imagen relacionadaMe costó bastante trabajo obtener una audiencia con el general Reding. Primero le enseñé la carta del alcalde de Madridejos.

"Se la vamos a llevar al general, me dijo un oficial de servicio, y usted esperará la respuesta". Insistí en dársela yo mismo; me preguntó que a qué cuerpo pertenecía. Esta pregunta me había sido hecha dos o tres veces, y siempre había tratado de no responder; una vez más, simulando que no la había entendido, dije con la mayor sangre fría de que fui capaz:

"Tengo informes positivos que dar al general sobre los movimientos del ejército francés; ya he hablado de ello esta mañana con el conde de Tilli que he visto en Madridejos, y que me ha encargado que se los comunique lo más pronto posible al general, ya que son especialmente interesantes.

Haga el favor de advertirle que le quiero hablar en privado de parte del comisario de la junta suprema; si no consiente en recibirme, regresaré de inmediato con el conde de Tilli para explicarle las dificultades que he encontrado".



El nombre del conde de Tilli me sirvió aquí como me había servido el del general Reding por la mañana. Todas las dificultades desaparecieron, y un instante más tarde fui introducido en la habitación que ocupaba. El general Reding era un hombre de unos sesenta años; (129) su pelo era blanco como la nieve; su fisonomía, masculina y enérgica, respiraba al mismo tiempo la bondad y la franqueza. "General, le dije mientras le abordaba, espero que me perdone, la treta que he empleado para llegar hasta usted".

Y sin más preámbulos le dije quién era, mi posición en el ejército francés, la misión que se me había encargado para el general Musnier; le conté por que fatalidad me habían abandonado la noche anterior a Madridejos, el espectáculo horrible del que había sido testigo, y la treta que había empleado para no caer en manos de las bandas bárbaras que violaban tan cruelmente las leyes de la guerra y de la humanidad, y que quería entregar mis armas a un guerrero tan renombrado tanto por su bravura como por sus virtudes.

Y diciendo estas palabras, le presenté mi espada. El general me escuchó con mucha atención; cuando acabé, me hizo varias preguntas sobre la situación y la composición de la división del general Musnier, que debía conocer, puesto que formaba parte de su estado mayor. Le respondí que pertenecía a dicha división de manera provisional y desde hacía pocos días; se lo demostré mediante la orden que se me había dado en Madrid, y que llevaba la firma del mariscal Moncey.

La carpeta que contenía este documento guardaba también otros que podían confirmar mi identidad; la dejé completamente abierta sobre la mesa del general; comprendió mi pensamiento, echó un vistazo a la dirección de las distintas cartas que habían sido enviadas a mi nombre, así como a mi diploma de oficial; después, apartándolas con la mano, añadió: "Guarde todo esto, capitán, puede necesitarlo más tarde.

Ha tenido un o buena idea confiando en mí; guarde su espada; usted es mi prisionero, pero prisionero bajo palabra. Sin embargo (130) todavía tengo que hacerle una pregunta. Entre los moti vos que me ha dado para llegar hasta mí, me ha dicho que tenía informaciones que comunicarme sobre los movimientos del ejército francés. -Perdón, mi general, respondí sonrojándome, eso fue una de las consecuencias del papel que representé desde esta mañana, y no era más serio que el supuesto despacho del alcalde de Madridejos. -Me lo creo, y por ello no le exigiré nada que usted piense sea contrario a la delicadeza y al honor militar. Mi pregunta es ésta: ¿Piensa usted que el ejército francés que se concentra en estos momentos en Madrid, se propone defender la ciudad o abandonarla?

Piense si puede responderme sin faltar a sus obligaciones como francés y como militar". Tras reflexionas unos instantes, le respondí: "General, si hubiera tenido ayer la desgracia de haber sido hecho prisionero antes de cumplir mi misión, me hubiera gustado más perder la vida que responder como voy a hacer a su pregunta; pero hoy, cuando el movimiento está en plena ejecución, y cuando usted va a enterarse de ello como muy tarde mañana, quizás esta noche, o quizás dentro de una hora, no puedo atribuirme el mérito de guardar algo que no tiene ninguna importancia, y que no puede influir en nada en sus futuras decisiones. El ejército francés abandona Madrid y las dos Castillas. quizás se retirará hasta más allá del Ebro. Hoy mismo. 30 de julio, el rey José tiene que dejar Madrid, y mañana el mariscal Moncey le seguirá con el resto de las tropas. -Bien, bien, capitán, dijo Reding.

Estoy contento con su respuesta y con la manera en que la ha hecho. Ya conocía una parte de los hechos; pero me ha gustado oír la confirmación de (131) sus labios. Mañana salimas hacia Madrid, usted hará el viaje con nosotros: vaya dar las órdenes oportunas para que sea tratado convenientemente.

Di efusivamente las gracias al general. "Pero, añadí, somos dos prisioneros; el húsar, causa de mi desdicha, aunque eso ya no tiene importancia, y desearía que usted extendiera también sobre él su benevolencia, lo que hará de una manera gustosa, ya que es uno de sus compatriotas. -¿Cómo es posible entonces que sirva en un regimiento francéso -Nada más simple. Nació en Suiza; pero su pueblo que pertenecía al obispado de Porentruy, y por consiguiente al cantón de Berna, se unió a Francia en 1793. He aquí por lo que la ley de reclutamiento lo ha alcanzado y le ha hecho entrar en un regimiento francés. -Lo que me dice me predispone en su favor. Vaya dar las órdenes para que usted lo conserve provisionalmente como ayudante; más tarde, si las circunstancias exigen que sean separados, me ocuparé de él".

Tras haber dado de nuevo las gracias al general, me marché y fui a buscar a mi húsar, a quien conté 10 que me había dicho el general. Estaba encantado y me besaba las manos, jurándome que sólo la muerte lo separaría de mí. No puedo dejar de alabar la conducta del general Reding al respecto. Sus ayudantes de campo y sus oficiales de estado mayor, sin duda tras recibir las órdenes de su jefe, me dieron una simpática acogida.

Mi suerte hubiera parecido buena, si no tuviera en el pensamiento el hecho de que estaba prisionero, y que no sabía ni cuándo ni cómo iba a recobrar mi libertad". ( ... ) (132) El 31 de julio el ejército e;pañol se puso en marcha y llegó a Madrid el 5 de agosto. Dado que la situación en Madrid era bastante arriesgada para un oficial francés, el general Reding decide trasladar al prisionero a San Fernando de Henares a dos leguas y media de la capital (133).

El húsar se quedará como sirviente personal del general. En San Fernando, Chalbrand es encerrado en la cárcel de la localidad junto a un gran número de prisioneros franceses (134). Aquí permanecerá retenido hasta el 28 de noviembre, cuando, ante el avance de las tropas francesas es evacuado a las dos de la mW1ana (J37-13R). Por la noche duermen en Leganés. donde son recibidos a pedradas por la población. El día 30 salen de Leganés y val! a dormir a El Álalllo.

Al día siguiente llegan a Novés. "(141) Llegamos a Novés antes de las diez de la mañana (del día 31 de noviembre de 1808); la niebla había desaparecido; la aparición de una tropa armada. cuyos fusiles rel1ejaban a los lejos los rayos del sol. hizo creer a los habitantes que éramos franceses. Todo el mundo se dio a la fuga, y el capitán Palacio (el jefe de nuestra escolta) se vio obligado a enviar un mensajero para tranquilizarlos. Los campesinos regresaron con la intención de degollamos, para castigarnos por el terror que habíamos provocado en ellos. Nuestra escolta se lo impidió, y Palacio nos hiLO parar a cierta distancia del pueblo. mientras los soldados iban a comprar pan.

No sé dónde paramos por la tarde; el día 3 (de diciembre), nos levantamos antes de que amaneciera: debíamos dormir en Talavera de la Reina; apresuramos la marcha y a mediodía estábamos ante las puertas de esta villa. Como era mucho más considerable que las otras que habíamos atravesad\l, tenía también mucho más peligro para nosotros. Los habitantes no se limitaron a insultarnos, vinieron a nuestro encuentro armados con sables, bayonetas y puñales. Palacio se comportó magníficamente; hizo cargar las armas, y amenazó con disparar sobre los agresores.

El capitán no quiso en modo alguno pararse en Talavera, dónde su vida y la nuestra estaban demasiado expuestas. Seguimos nuestra ruta hasta un pueblo situado dos leguas más lejos. (142) Del 4 al II de diciembre hicimos marchas y contra-marchas continuas, motivadas por la proximidad del ejército trancés; esos movimientos nos hacían pensar que tenían la intención de canjeamos o de liberarnos. Los desgraciados piensan siempre que se ocupan de ellos: es un consuelo que hay que dejarles; desengañarles sería a menudo desesperarlos. El 12 de diciembre, nos encontramos en un pueblo llamado Aldea-Lovispo (¿Puente del Arzobispo?) con el primer destacamento que había partido unas horas antes de San Fernando (de Henares).

Los oficiales de nuestra guardia, reunidos con los del primer destacamento, llamaron a mis camaradas uno tras otro y les hicieron pasar a una habitación vecina. Palacio no estaba; allí, su teniente les dijo que tenían que poner en sus manos todo el dinero y las joyas que llevaran; que su intención no era quitárnoslas sino evitar el pillaje y el robo del que podíamos ser víctimas si conservábamos con nosotros nuestros valores de oro y de dinero. Esta medida había sido ya tomada con los oficiales del primer destacamento, como nos habían contado nuestros camaradas.

Mis camaradas, poco entusiastas con la idea de confiar su bolsa a tales depositarios, como habían oído ciertos rumores precursores de lo que ocurría en ese momento, me confiaron todos su pequeño tesoro. Se habían dado cuenta de que yo gozaba entre los oficiales de la escolta, y sobre todo de Palacio, una cierta consideración que no mostraban con los demás oficiales, por lo que habían concluido que si alguien debían librase de la vejación con que estábamos amenazados, ese era yo sin lugar a dudas.



No se equivocaron; todos, tras haber respondido que no tení- an dinero, fueron registrados de manera indecente, y esta operación insultante fue acompañada (143) con injurias y bromas groseras. A mí también me llegó el tumo; mis camaradas pensaron que iba a seguir el mismo trato vejatorio. El teniente me hizo la misma pregunta, acompañada por las mismas razones que había dado a mis camaradas.

Respondí que me extrañaba mucho que, después de catorce días de marcha, se llevara a cabo una medida que debía haber sido tomada cuando partimos, y que ciertamente hubiera sido menos humillante que rendir nuestras espadas; pero lo que más me extrañaba era que se hubiera pensado en ello durante la ausencia del jefe de la escolta, don Palacio, la única persona que hubiera debido informamos de una decisión de esta naturaleza. "No responderé a su pregunta -añadí-; si quieren registrarme, como tienen la fuerza de su lado, ustedes son los amos; pero protesto de antemano contra un acto indigno de oticiales, y sobre todo de oficiales castellanos".

Había respondido con mucha calma, y vi que eso causó el efecto deseado. El teniente, casi avergonzado, me dijo que había mal interpretado sus intenciones; que, desde el momento en que no eran bien comprendidas, no insistiría más. -Un instante después nos volvimos a poner en marcha y nuestro dinero se salvó por esta vez. El 14 de diciembre, llegamos a Oropesa, donde vimos varios soldados ingleses entre los curiosos atraídos por nuestra presencia. A medida que avanzábamos, el número de casacas rojas aumentaba.

Yo temblaba pensando que podían ponernos en sus manos; ya nos habían amenazado con hacerlo. Sin embargo, nos dimos cuenta de que, lejos de tirarnos piedras o de insultamos como los españoles, nos miraban con un aire de gran compasión. Nos encerraron en el vestíbulo de la prisión: (144) cuatro muros ahumados, dos puertas armadas con enormes cerrojos y candados, fueron los únicos objetos que nos chocaron El mobiliario de nuestro apartamento se componía de una larga piedra destinada a servimos de mesa, de banco y de almohada.

Un ventana con rejas iluminaba esta agradable estancia; pero daba a la calle; y era por allí por donde los notables del pueblo nos atacaban con piedras; estaban seguros de no fallar, y de que nosotros nos les responderíamos. Mientras se divertían con este noble ejercicio, un oficial inglés seguido por dos soldados se presenta, aparta al gentío repartiendo a diestro y siniestro algunos puñetazos, y entra en nuestra celda. El oficial hablaba un poco francés y bastante mal el español; los soldados hablaban español; el primero preguntó si había algunos oficiales franceses entre nosotros; le respondimos, y él nos estrechó la mano a cada uno, mientras que sus soldados fraternizaban también con los nuestros.

Ya no era el lenguaje grosero, la risa burlona, las bromas atroces con los que nos perseguían los españoles; era la expresión de los sentimientos generosos del hombre que comprende los deberes de la humanidad. A un gesto del oficial, varios otros soldados ingleses se acercaron a nuestra prisión y se unieron a la conversación; después un grupo de ellos se alejó y volvieron poco después con su cena, que compartieron con nuestros soldados.

Esta feliz intervención sirvió para detener cualquier hostilidad por parte de la población. Al día siguiente, antes de partir, vimos llegar a la plaza un oficial de la guardia imperial conducido por una docena de guerrilleros. Se nos permitió charlar con él. Este oficial acababa de ser hecho prisionero en El Escorial; nos dio informes exactos sobre la posición de los ejércitos. Le invitamos a comer una parte (145) de un triste rancho, que aceptó encantado, pues estaba literalmente muerto de hambre.

Ya que acabo de hablar del rancho, mis lectores no se molestarán si les explico en qué consiste este manjar, que nos daban siempre que podí- amos pagarlo. El rancho es la comida ordinaria de los soldados. La nuestra se componía de hojas de col y de lechuga, de patatas cortadas en cuatro trozos sin pelar y sin lavar, y de algunos puñados de garbanzos, todo cocido a borbotones en un caldero. El cabo que iba delante se encargaba de preparamos el rancho, pagando cuatro reales que cada uno le daba diariamente.

Él ganaba algo y nos ahorraba el tener que comprar comestibles y que cocinarlos, cosa que en nuestra posición hubiera sido muy difícil, por no decir imposible". Hasta aquí el relato del capitán Chalbrand por tierras toledanas. Después seguirá su camino como prisionero hacia los barcos-prisión fondeados en la bahía de Cádiz, pasando por varias localidades de Cáceres y Badajoz" hasta San Juan de Aznalfarache, desde donde, por el Gualdaquivir, llegará hasta San Lúcar de Barrameda para ser conducido al pontón llamado "Castilla la Vieja".

El 8 de junio de 1810 será liberado por tropas francesas. A partir de ese momento estará destinado en el cuerpo del ejército francés que operaba en Andalucía, región que recorrerá sin tantas penurias. Finalmente, antes de abandonar España con destino a Rusia en diciembre de 1813, escribe: "Aunque estaba muy contento de alejarme de España, que traía a mi mente tan tristes recuerdos, y de no participar en una guerra cuyo carácter se volvía cada día más bárbaro, dejaba en aquel país varios amigos que echaba de menos, y no olvidaba que los días de miseria habían sido horrados por otros de felicidad.

Francisco Vicente Calle Calle 
http://realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0043_11.pdf

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