El inventor cremonés Juanelo Turriano no sólo fue el más reputado relojero de su tiempo, sino también un competente ingeniero capaz de diseñar los más increíbles inventos hidráulicos, como el famoso artificio de Toledo.
Es tendencia común describir la vida del emperador Carlos I en Yuste como un retiro espiritual donde dejaba pasar las horas absorto en la contemplación de su magnífica colección de relojes. Quizás no fuese tan contemplativa la vida monacal del emperador – dicen que nunca se desentendió de los asuntos de España – pero lo cierto es que entre su reducida corte estaba el relojero real, el inventor de ingenios Juanelo Turriano.
Sobre Juanelo Turriano, nacido en un pueblecito de Lombardía y bautizado Giovani, han corrido numerosas leyendas, como aquella que asegura que un autómata suyo, como si se tratase de un Golem, recorría todos los días el camino que iba de la casa del inventor al palacio arzobispal, en Toledo, donde recogía la comida que depositaban en sus manos de madera para después deshacer el camino con su característico paso pendular.
Como a tantos otros hombres de ciencia de su tiempo, a Juanelo Turriano le envolvía cierto halo mágico, como si las ciencias ocultas explicasen de forma más convincente los avances científicos que las matemáticas o la física.
Giovani o Gianello Turriano nació, como dijimos, en Lombardía, en un pequeño pueblo cercano a Cremona hacia el año 1500, aunque siempre pasaría por cremonés. Turriano se criará en aquellas tierras septentrionales de la península itálica, las mismas que España se anexionará tras la victoria de Pavía. Precisamente de la ciudad de Pavía era Girolamo Cardano, uno de los grandes matemáticos de su época junto con Niccolo Fontana ‘Tartaglia’, ambos contemporáneos de Turriano y cuya influencia marcará de algún modo su vocación científica.
Se dice que su niñez fue muy humilde, que se dedicaba al pastoreo y que aprovechaba las noches de vigilia para observar los cuerpos celestes, atribuyéndole ya entonces una precocidad extraordinaria a la hora de determinar órbitas y trayectorias que parece carecer de consistencia histórica, sin que por ello haya que desmerecer los méritos y capacidades del personaje. La realidad es que a pesar de su modesto origen, Turriano fue iniciado en la astronomía por Giorgo Fondulo, médico y matemático que impartía clases de filosofía moral en la Universidad de Pavía y que fue amigo, maestro y protector de Turriano en su primera formación.
Poco más sabemos de la juventud de Turriano, salvo que se convirtió en maestro relojero en su Cremona natal y que era admirado y respetado por los grandes científicos de la época, como Girolamo Cardano, aunque nunca recibió una formación académica y su ciencia era más fruto del trabajo y la observación que del conocimiento teórico. No obstante su ingenio estaba fuera de toda duda y además de fabricar relojes, inventaba toda clase de máquinas de utilidad, como grúas para levantar objetos muy pesados o un mecanismo para dragar la laguna de Venecia.
Por unas cosas y otras es bien seguro que Gianello Turriano era ya un hombre muy popular en Italia cuando el Gran Duque de Milán, Francisco II Sforza, le llamó para que reparara el reloj astronómico que Giovani Dondi diseñó en 1381, una gran obra maestra de su tiempo conocido como ‘Astrarium’ y que sólo el cremonés parecía capaz de volver a poner en marcha. Con aquel presente el Gran Duque quería obsequiar al emperador Carlos I por haberle repuesto en el cargo tras vencer a los franceses en Pavía.
En vez de repararlo, Turriano fabricó un reloj nuevo con más de 1.800 piezas a semejanza del original pero mucho más potente, pues reflejaba los astros y estrellas principales, las horas solares y lunares, las ocho órbitas planetarias y los signos del zodiaco. Como puede deducirse, en aquella época lo que menos interesaba del reloj era que dividiera las horas del día – y mucho menos los minutos –, pues nadie necesitaba conocerlas con tal precisión. Su uso era mucho más útil para los estudiosos de la astronomía y en ese campo, el emperador era un consumado aficionado.
Veinte años invirtió el relojero en introducir todo el sistema solar en la esfera de un reloj y tres años más en construir sus muelles y ruedas dentadas. Cuando por fin le fue entregado al emperador en marzo de 1552 – había sido encargado en 1530 – este quedó tan complacido que premió a Turriano con una pensión vitalicia de 150 ducados al año. El Planetario – como se le llamó al reloj – levantaba del suelo algo más de medio metro y tenía una esfera de unos 40 centímetros de diámetro apoyada sobre una base y dividida en ocho haces y tres estancias circulares.
Al servicio del emperador
Poco después de la entrega del Planetario, Juanelo Turriano empezaría una nueva restauración para Carlos I, la del ‘Cristalino’, una especie de zodiaco giratorio tallado en metal y cubierto por una gran esfera de cristal. Tal vez Turriano fue a Yuste para terminar esta obra o quizás para conservar y poner en hora la completa colección de relojes del emperador, el caso es que el ingenioso inventor formó parte de la reducida corte privada de Carlos I en su último retiro hasta su fallecimiento en 1558. Por entonces, Turriano ya era un inventor de prestigio, no sólo por su pericia como relojero sino también por otros ingenios, como sus marionetas autómatas, figurillas que entraban en movimiento gracias a una sencilla maquinaria.
Felipe II, menos aficionado a los relojes que su padre, acogió a Turriano en la Corte y desde allí se ocupó de la conservación de la colección real y de otros encargos que le hacían tanto desde España como de Italia o Alemania, donde el inventor mantenía intacto su prestigio. El Papa Pío V, por ejemplo, le encargó la construcción de dos máquinas hidráulicas para bombear agua desde los ríos a las tierras de cultivo y las fuentes. En la Corte, Turriano trabó amistad con el arquitectoJuan de Herrera y se hizo muy conocido tanto por su fuerte acento italiano como por su peculiar apariencia.
Y es que a pesar de su brillantez, Juanelo Turriano tenía una figura un tanto tosca, tanto que el escultor Leone Leoni le describe como “un buey con forma humana”. Para el cronista Esteban de Garibay era “alto y abultado de cuerpo, de poca conversación y mucho estudio y de gran libertad en sus cosas: el gesto algo feroz y el habla algo abultada, y jamás habló bien la española; y la falta de dientes por la vejez le era aún para la suya italiana grave impedimento”.
El obispo de Alba, Girolamo Vida, describe a Turriano como un hombre “tan rudo, deforme y rústico de cara y figura y de aspecto tan poco distinguido que no revela dignidad alguna, carácter alguno, indicio alguno de habilidad”. Aunque el obispo trataba de ensalzar a Turriano y a la ciudad de Cremona frente a su rival Pavía, la descripción del religioso continúa poco esperanzadora para el científico: “Contribuye a aumentar su repulsión el verle siempre con la cara, cabello y barba cubiertos y tiznados de abundante ceniza y hollín repugnante, con sus manos y dedos gruesos y enormes siempre llenos de orín, desaseado, mal y estrafalariamente vestido, de forma que se le creería un Bronte o Esterope o algún otro siervo de Vulcano, que todo lo que hace lo moldea en el yunque con sus propias manos, trabajador de fragua nato”.
Los inventos de Turriano
Dada la amistad de Juanelo con Juan de Herrera no es descartable que el eminente arquitecto emplease alguna de sus máquinas, principalmente grúas, en la construcción del monasterio de El Escorial, aunque sus obras más brillantes tuvieron que ver con sus conocimientos hidráulicos. Juanelo Turriano asesoró durante años a los ingenieros del rey en la construcción de presas y canales cuando las obras presentaban problemas orográficos aparentemente insalvables. En las acequias del Jarama y Colmenar, así como en la presa de Tibi, en Alicante – la más alta del mundo, con 43 metros, hasta al menos la mitad del siglo XVIII –, las soluciones aportadas por Turriano permitieron reconducir las obras y en muchos casos sus ideas fueron tan innovadoras que mantuvieron su vigencia varios siglos después.
Con todo, su principal mérito fue la invención de una gigantesca máquina para elevar el agua desde al Tajo hasta la ciudad de Toledo, una empresa en la cual ya habían fracasado otros ilustres ingenieros puesto que había que salvar un desnivel de casi cien metros, el que había entre el río y el Alcázar, situado en la parte más alta de la ciudad. El ingenio inventado por Turriano estaba compuesto por varias torres enlazadas y provistas de brazos terminados en grandes cazuelas que iban traspasándose el agua cada vez a mayor altura. La fuerza motriz venía de una enorme rueda hidráulica movida por la corriente del Tajo. El mecanismo fue terminado en cuatro años y era capaz de transportar 18.000 litros de agua al día, 6.000 más de los que Juanelo había acordado.
A pesar de superar las expectativas, el Ejército – propietario del Alcázar – decidió quedarse con la totalidad del agua de modo que Juanelo tuvo que construir una segunda máquina adosada a la primera para abastecer al resto de la ciudad. Mientras lo hacía, el inventor debía cobrar lo estipulado por la primera de las máquinas pero el acuerdo se había cerrado con la ciudad de Toledo y esta seguía sin agua, de modo que Juanelo decidió terminar la segunda obra antes de empezar a litigar con un adversario tan poco asequible como la milicia. Sin embargo, al término de la segunda máquina, la ciudad de Toledo seguía sin querer pagar y para colmo, el primero de los ingenios había dejado de funcionar a pleno rendimiento.
El Rey, que había tratado de mediar, resolvió que la primera máquina debía de ser para su uso personal y el de la milicia y la segunda, sobre la que tenían derecho Turriano y sus descendientes, podía ser vendida libremente a la ciudad de Toledo. Sin embargo, el rey incluyó una cláusula que le permitía obtener el agua gratuita y prioritariamente cualquiera que fuese su origen y esa fue, a la postre, la cláusula que arruinó a Turriano puesto que la primera máquina dejó de bombear agua al ritmo inicial y el rey dispuso del agua de la otra, lo que impidió a Turriano vender y legitimó a los toledanos para no pagar. Poco después, ambas máquinas necesitaron continuos cuidados y reparaciones pero Turriano había caído enfermo y ya no pudo ocuparse.
Pasó su último año escribiendo asiduamente al rey y lamentando su enorme pobreza y murió muy modestamente el 13 de julio de 1585. Su artificio sería durante años una visita obligada para todos los viajeros y un monumento más que caracterizaría la silueta de la imperial Toledo. Sobre aquella ingeniosa máquina compuso el poeta Luis de Góngora estos versos:
¿Qué edificio es aquel que admira el cielo?
Alcázar es Real el que señalas.
¿Y aquél, quién es, que con osado vuelo
a la casa del Rey le pone escalas?
El Tajo, que hecho Ícaro, a Juanelo,
Dédalo cremonés, le pidió alas.
Y temiendo después al Sol el Tajo
tiende sus alas por allí debajo.
Y estos otros de Francisco de Quevedo:
Vi el artificio espetera
pues con tantos cazos pudo
mover el agua Juanelo
como si fueran columpios;
Flamenco dicen que fue
y sorbedor de lo puro
muy mal con el agua estaba
que en tal trabajo la puso.
Muy populares fueron también sus figurillas autómatas, capaces de bailar o de tocar el tambor mientras se movían a lo largo de una mesa. Estos juguetes a los que daba cuerda igual que un reloj eran mucho menos complejos que sus planetarios pero más efectistas a la hora de impresionar a la gente, de ahí las leyendas que surgieron sobre el inventor, como la mencionada del Golem que salía a pedir limosna para un viejo y arruinado Juanelo o la invención de pájaros autómatas de madera capaces no sólo de batir las alas, sino de volar por los aires e incluso de trinar como si estuvieran vivos.
Con el tiempo y debido a su extraordinaria fama, el nombre de Juanelo ha quedado para nombrar genéricamente lo que resulta ingenioso o nunca antes había sido explicado y en México se emplea la expresión ‘el huevo de Juanelo’ del mismo modo que aquí decimos ‘el huevo de Colón’.
29/11/2013 - Pedro García Luaces