En las IV Jornadas Corral es Arquitectura, celebradas el pasado mes de septiembre de 2015, tuvo lugar la presentación del proyecto de restauración de la torre de la Iglesia.
El encargado de realizar el estudio histórico-artístico (Rufino Rojo) nos ofrece ahora un resumen ilustrado de las principales ideas de lo que en su momento expuso a los asistentes en su conferencia "Aconteceres y desventuras de la torre-campanario de Corral de Almaguer".
A finales del siglo XV y coincidiendo con el reinado de los Reyes Católicos, Corral de Almaguer se había convertido en la segunda población más importante del Priorato de Uclés (después de Ocaña, sede de los Maestres de la Orden de Santiago).
Segunda también en número de habitantes, sobresalía en cambio en lo referente a su capacidad productiva, es decir: en la posibilidad de generar trabajo y por lo tanto riqueza.
La extensión de su término, la fertilidad de sus tierras, la abundancia de cursos de agua y molinos harineros, así como la importante cabaña ganadera que se beneficiaba de la fecundidad de sus montes, habían colocado a la localidad en la cima económica del Priorato de Uclés.
Recreación idealizada de la primitiva iglesia mudéjar
Detalle éste que no había pasado inadvertido para muchos habitantes de la comarca y cercano Marquesado de Villena, además de para algunas personas de Castilla la Vieja y Aragón, que habían decidido asentarse en la localidad buscando mejorar sus condiciones de vida.
Esa era la razón por la que Corral de Almaguer había sufrido en pocos años un crecimiento exponencial en su número de habitantes y sus viviendas habían comenzado a derramarse más allá de las viejas y derruidas murallas de la población.
Como consecuencia de ese creciente aumento de vecinos, el viejo templo parroquial se había quedado pequeño para albergar a tantos fieles, además de resultar poco representativo para un pueblo de tan destacada condición.
En vista de tales circunstancias, los miembros del Concejo, junto con el cura, decidieron emprender un proceso de agrandamiento y reforma del templo parroquial, tendente a solucionar los graves problemas de espacio que presentaba su interior.
Pero con esto de las reformas –ya se sabe- les vino a pasar lo mismo que con las de nuestras casas. Es decir: que se liaron, se liaron,… una cosa les llevó a la otra… y al final, cuando se quisieron dar cuenta, lo que iba a ser una mera ampliación se convirtió en una reconstrucción total del edificio.
Un proceso que se llevó a cabo en varias etapas (entre finales del siglo XV y comienzos del XVI) y que acarreó enormes gastos para los vecinos. Tan costosas fueron las obras, que los principales responsables del municipio decidieron mantener la vieja torre campanario para evitar nuevas derramas a la población.
La Iglesia parroquial en el siglo XVI
La antigua torre de Corral de Almaguer había sido erigida entre mediados del siglo XIII y comienzos del XIV, coincidiendo con la culminación del traslado de la vieja a la nueva villa.
Al igual que las construcciones emblemáticas de su tiempo, había sido edificada con el mismo estilo mudéjar utilizado durante tantos siglos de dominio musulmán, pero con los añadidos propios del nuevo estilo gótico cristiano.
Presentaba por lo tanto un aspecto más parecido a un alminar de mezquita que a una torre convencional, e incluso es muy probable que estuviera ornamentada con motivos árabes a la altura del campanario.
Al contrario que la actual, se encontraba ubicada en la zona del testero (detrás del ábside), ocupando parte de lo que hoy en día se corresponde con la sacristía y museo parroquial.
Y puesto que en el proceso de reforma de la iglesia de los siglos XV y XVI se decidió conservar la torre, los muros del nuevo ábside tuvieron que adaptarse al viejo campanario, permitiéndonos de esa manera adivinar el lugar exacto en el que en otro tiempo se alzó la primitiva torre de la localidad.
Lugar exacto en el que se hallaba la vieja torre y en el que se puede apreciar la pequeña modificación del ábside para adaptarlo a los muros del viejo campanario
Cien años más permaneció en pie el viejo campanario (todo el siglo XVI), durante los cuales su cuerpo inferior fue utilizado como sacristía y se le instaló en la parte superior el que probablemente fuera el reloj de torre más antiguo del priorato de Uclés, e incluso de toda la Mancha (año 1505).
Sin embargo, transcurridos esos cien años y coincidiendo con el final del reinado de Felipe II, la torre evidenciaba un preocupante deterioro, fruto de la falta de reparación y el abandono a que había sido sometida por parte de los comendadores de la villa, encargados por aquel entonces de su conservación.
Lluvias, hielos y vendavales, habían ido minando poco a poco sus estructuras, hasta el punto de provocar el continuo desprendimiento de cascotes sobre las cubiertas de la capilla mayor. Para colmo de males, los terremotos habían conseguido inclinar peligrosamente el cuerpo de campanas, amenazando con venirse abajo y hundir toda la bóveda del altar mayor.
Ante la gravedad de la situación, el Ayuntamiento y el cura decidieron enviar una carta al Consejo de las Órdenes –encargado de gobernar los territorios de las Ordenes Militares en nombre del Rey- detallando el deterioro del campanario y la amenaza que pesaba sobre el templo parroquial.
Solicitaban igualmente que, puesto que los beneficiados por los impuestos de la villa (que era a los que competía haber evitado su grave deterioro) habían hecho dejadez de sus funciones, fueran éstos los encargados de costear una nueva torre, de manera proporcional a las rentas obtenidas por cada uno en la población.
El Consejo estudió en 1605 la petición de Corral de Almaguer y la consideró de justicia, por lo que otorgó la razón a su Ayuntamiento.
En consecuencia, dictaminó que los interesados en los diezmos de la villa debían sufragar una nueva torre-campanario para la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, contribuyendo de manera proporcional a las rentas obtenidas por cada uno en la localidad.
Esos interesados en los diezmos o impuestos de la villa, que se llevaban la riqueza del municipio sin aparecer jamás por él y que por esas fechas se contaban entre las personas más acaudaladas e importantes del reino, lejos de suponer una ventaja para el municipio por su potencial económico, lo que supusieron fue un auténtico inconveniente, pues como bien dice el dicho y tendremos ocasión de comprobar “los más poderosos son también los más roñosos”.
El Duque de Lerma pintado por Rubens
(Museo del Prado)
Pero conozcamos antes quiénes eran esos interesados en los diezmos de la villa que disfrutaban de las rentas de la localidad por concesión real, sin aparecer jamás por ella. Y para entenderlo mejor, vamos a establecer una comparación:
Supongamos que los impuestos que se cobraban en la población conformaban una tarta. Pues bien, el pedazo más grande se lo llevaba el Duque de Uceda, titular por aquel entonces de la encomienda de Monreal -la más rica de la localidad- que tenía su tercia o casa-almacén en el edificio situado detrás de la iglesia parroquial (actual residencia de ancianos).
Este Uceda era hijo nada menos que del valido del rey Felipe III, el Duque de Lerma, o lo que es lo mismo: de la persona más poderosa de España.
Por cierto y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, al Duque de Lerma se le considera también el mayor ladrón de España, pues utilizó su poder para lucrarse sin freno alguno.
Una de sus maniobras más sonadas, que lo catalogan como el primer gran especulador inmobiliario de nuestra historia, consistió en comprar de manera secreta, por medio de terceros -testaferros diríamos hoy en día- todos los edificios, palacios, casas, solares y demás lugares habitables de la ciudad de Valladolid, que por aquel entonces pasaba por ser una ciudad de provincias sin atractivo alguno y con precios asequibles de vivienda, para convencer a continuación al Rey de que debía trasladar la capital de España a la mencionada ciudad.
Toda la Corte, incluidos Consejeros, funcionarios, criados, sirvientes, soldados etc etc... se vio en la necesidad de buscar nueva vivienda en la ciudad pucelana, con el consiguiente pelotazo económico para el Duque de Lerma, que vio incrementado su patrimonio en varios millones de ducados de oro.
Pero no contento con tan suculentos beneficios y aprovechando que los precios de la vivienda se habían hundido en Madrid como consecuencia del traslado, repitió la misma operación en ésta última ciudad y pasados cinco años convenció al Rey para retornar a la antigua capital. Si con la primera maniobra especulativa el Duque de Lerma se había forrado, con esta segunda se hizo directamente de oro.
Don Rodrigo Calderón pintado por Rubens
(Castillo de Windsor)
Para todos estos trapicheos (que nos resultan tan actuales hoy en día) el Duque contaba con un secretario personal o lugarteniente, Rodrigo Calderón (Marqués de Sieteiglesias, Conde de la Oliva y Comendador de Ocaña) que ejercía de valido del valido, es decir: que hacía y deshacía a su antojo.
Un individuo soberbio, presuntuoso y pagado de sí mismo, que se encargaba de hacerle los trabajos sucios al de Lerma, e incluso hacía desparecer a aquellos que tenían el valor de oponérseles o intentaban poner en conocimiento del Rey tan escandalosa corrupción.
Sin embargo, tanto abuso y podredumbre acaba generando malestar generalizado y antes o después surge algún movimiento de oposición dispuesto a terminar con semejante injusticia y degeneración. Claro que, a los altos niveles en los que se producía dicha corrupción y con tantos funcionarios, jueces y consejeros del Rey comprados por Lerma, muy poderosos debían ser aquellos que se atreviesen a cuestionar su autoridad.
Tuvieron que ser su propio hijo -el Duque de Uceda- en connivencia con el futuro Conde Duque de Olivares y la propia Reina (que odiaba a Lerma por manejar como un títere a su esposo) los que se atreviesen a abrirle los ojos al Rey y mostrarle la auténtica realidad del país.
Cuerpo momificado de don Rodrigo
Calderón
El Rey por fin reaccionó y ordenó que Rodrigo Calderón fuera detenido, para ser acusado poco después de más de doscientos delitos y condenado y ejecutado públicamente en la plaza mayor de Madrid.
Por cierto que, como consecuencia del método elegido para acabar con su vida (degollamiento por pertenecer a la nobleza) su cuerpo quedó momificado con el paso de los siglos y en ese estado permanece hoy en día en el convento de las llamadas madres Calderonas de la ciudad de Valladolid, denominadas así por ser fundación de don Rodrigo y el lugar en el que se encuentran sus estatuas orantes y el panteón familiar.
En vista de los acontecimientos y la pérdida de confianza del Rey, el Duque de Lerma hizo suyo aquel viejo refrán español “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar” y ni corto ni perezoso solicitó del Papa Paulo IV la dignidad de Cardenal para su persona.
Como los reyes españoles gozaban del derecho de presentación de obispos, y la petición llevaba el sello real, el papa lo ratificó sin problemas y el Duque de Lerma, como nuevo cardenal, se libró de ser enjuiciado por la justicia civil al haberse convertido en miembro del estamento eclesiástico.
Se fue pues de rositas nuestro famoso personaje (al igual que suele ocurrir con los ladrones de guante blanco y altos vuelos), aunque el gracejo popular no dejó pasar la ocasión para burlarse de tan corrupto mandatario, incluyendo entre sus coplillas una que ha llegado hasta nuestros días y que viene a decir lo siguiente: “para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”
El Duque de Lerma como Cardenal
Fuera ya de anécdotas y volviendo de nuevo a ese curioso reparto de la tarta de los impuestos de Corral de Almaguer, el segundo mejor pedazo se lo llevaba el comendador de Corral -por aquel entonces el Marqués de Flores Dávila- quien a pesar de ser el titular de la villa, disfrutaba de una cantidad de maravedíes ostensiblemente menor que el primero.
El tercer mejor trozo de pastel lo disfrutaba la Condesa de Cocentaina, comendadora de los Bastimentos de Castilla, quien con lo recaudado en Corral y otros lugares debía mantener –al menos en teoría- los diferentes castillos y fortalezas de la Orden. Claro que, con el avance de los tiempos y la artillería, los castillos resultaban totalmente inútiles para la defensa del territorio, por lo que casi todo lo que recaudaba iba íntegro para su bolsillo.
El cuarto mejor pedazo de los impuestos de la población se lo agenciaba el comendador de Montealegre -por aquel entonces el Conde de Barajas- quien a pesar de contar con encomienda propia, había sido incluido entre los que se beneficiaban de la riqueza de Corral de Almaguer.
Y por si no fueran pocos los individuos que se llevaban los diezmos de la localidad, de nuestro municipio se beneficiaba también la Universidad de Salamanca y más concretamente el Colegio Mayor de San Bartolomé, además del Prior de Uclés que se agenciaba las llamadas primicias o primeros frutos recogidos por los agricultores. En resumidas cuentas y utilizando un término popular: “de la teta de Corral de Almaguer mamaba media Orden de Santiago, la Universidad de Salamanca y el Prior de Uclés”.
Volviendo a la localidad, los trámites necesarios para la construcción de la nueva torre seguían adelante. Pero en tanto se completaba la burocracia necesaria, el Consejo de las Órdenes dictaminó que para prevenir males mayores y evitar el hundimiento del edificio, se desmochase urgentemente la vieja torre y las campanas fueran guardadas en el interior de la iglesia parroquial. La medida fue llevada a cabo de forma rápida bajo la dirección del maestro cantero Pedro de Pando y tuvo un coste de 400.000 maravedíes. Cantidad que los condenados por la sentencia terminaron de pagar en 1609 y para la que no pusieron impedimento, pues para ellos suponía poco menos que una propina.
La Iglesia con la torre desmochada
No ocurrió lo mismo cuando, una vez establecidas las trazas y condiciones por las que habría de regirse la nueva edificación, ésta salió a subasta pública.
Tal y como estipulaban las normas, se lanzaron los oportunos pregones por todos los pueblos de la comarca, buscando atraer al mayor número posible de maestros de obras interesados en levantar la torre. Se pretendía con ello establecer un sistema competitivo de pujas a la baja, que redujese al máximo el presupuesto final.
Sin embargo, transcurridos unos meses, la sorpresa fue mayúscula al comprobar que bien porque no había maestros de obras en la comarca que se atreviesen a levantar un edificio de esas características, bien porque éstos desconfiaban y temían de los poderosos personajes encargados de costearlas, la realidad es que tan sólo se presentó un interesado: el maestro mayor de la diócesis de Cuenca Pedro Gilón, por aquel entonces embarcado en la reforma de una de las dos iglesias de los Hinojosos. Pedro Gilón compareció avalado por el también arquitecto Gabriel de Hornedo, hijo de Toribio de Hornedo, coautor junto a su padre de la iglesia de Horcajo de Santiago.
El presupuesto que presentaron estos maestros canteros para levantar el nuevo campanario, según las trazas y condiciones establecidas, fue de 21.000 ducados de oro. Cantidad bastante elevada para la época, pero que se correspondía perfectamente con las intenciones del arquitecto de la Orden de Santiago (por aquellos tiempos Francisco de Mora) en su objetivo de levantar una torre digna de una catedral.
Recreación idealizada del aspecto que hubiera presentado la torre de Corral de Almaguer, de haberse llevado a cabo el proyecto del arquitecto de la Orden de Santiago Francisco de Mora
Sin embargo, pasaban los meses y no aparecían nuevos interesados en la puja, por lo que el maestro Pedro Gilón, como medida de buena voluntad, bajó el presupuesto de 21.000 a 20.000 ducados, con la esperanza de que le fuera concedida la obra sin tardanza.
No contaba el mencionado arquitecto y menos el Ayuntamiento, con que los condenados a costear la torre (Duques, Condes y Marqueses) se iban a negar a soltar un duro, o mejor dicho, un maravedí.
A pesar de que la sentencia había sido dictada por el Consejo de las Órdenes, que era lo mismo que si hubiera sido dictada por el propio Rey, los comendadores habían previsto contratar a los mejores abogados del reino, para que, a base de argucias procesales, iniciasen una táctica de dilación del proceso, tendente a dilatarlo a lo largo de los años.
Mediante todo tipo de alegaciones, quejas y apelaciones a la sentencia, pensaban prolongar la ejecución de las obras en el tiempo, hasta conseguir que el Ayuntamiento de Corral de Almaguer desistiese de llevarlas a cabo por puro aburrimiento, o por el gasto que le suponía mantener un abogado para la causa.
Una táctica marrullera que les funcionó a la perfección, pues once años más tarde (1616) y amparándose en las excusas más peregrinas, el proyecto seguía atascado en el Consejo de las Órdenes. Desesperado, el Ayuntamiento llegó a solicitar en 1621 que se rebajase el presupuesto de 20 a 18.000 ducados, por ver si los comendadores se avenían a un acuerdo.
Todo en vano. Corral de Almaguer seguía sin poder construir su nuevo campanario y las campanas continuaban guardadas en el interior de la iglesia con gran indecencia “….
Y en este estado quedó la dicha iglesia de manera que hoy no tiene torre ninguna y las campanas están en el cuerpo de la iglesia en unos palos con muy gran indecencia, siendo como la villa es de mil y quinientos vecinos… ” Para colmo de males, en 1618 había caído en desgracia el Duque de Lerma, y su hijo, el Duque de Uceda, (el que más debía pagar para la construcción de la torre) había pasado a convertirse en la persona más poderosa del reino.
Ya nos podemos imaginar el movimiento de Consejeros, funcionarios y cortesanos alrededor de su persona con el objeto de obtener el favor del nuevo valido y de paso de alguno de los numerosos puestos oficiales que habían quedado vacantes.
Sólo de esa manera –intentando complacer al Duque de Uceda- se puede entender que los papeles del sumario de Corral de Almaguer desaparecieran de forma súbita y sorpresiva del Consejo de las Órdenes y el juicio quedara totalmente paralizado.
Habían desaparecido las pruebas (por aquel entonces no se podían borrar los ordenadores) por lo que el Ayuntamiento de Corral se había quedado sin proceso. Era un tremendo golpe bajo para el Concejo, que llevaba años y años gastando parte del presupuesto en minutas de abogados.
El Duque de Uceda
Pero como bien dice el refranero: “no hay mal que cien años dure” y mira tú por donde el Duque de Uceda cayó en desgracia transcurridos apenas tres años de su mandato, coincidiendo con la muerte del rey Felipe III y la traición de su propio amigo -el futuro Conde Duque de Olivares- ansioso por convertirse en el valido del nuevo Rey Felipe IV. Una vez más todos los cortesanos y funcionarios comenzaron a tomar posiciones en la Corte y a intentar mantener sus puestos oficiales a cualquier precio.
De nuevo comenzó la fase de halagos y peloteo hacia el nuevo gobernante y la leña hacia el árbol caído. Y fruto precisamente de esa leña hacia el árbol caído, es la asombrosa reaparición de los papeles del proceso de Corral de Almaguer, de la misma forma sorpresiva con la que habían desaparecido.
Con esta “milagrosa” reaparición, el contencioso para la construcción de la nueva torre de Corral de Almaguer podía reanudarse de nuevo (debemos aclarar que el Ayuntamiento jamás desistió de continuarlo) una vez que el destino parecía sonreír a la población. El problema es que desde que se dictó la sentencia en el año 1605, hasta la reaparición de los papeles en 1621, habían transcurrido diecisiete años.
Diecisiete largos años durante los cuales habían fallecido prácticamente todos los comendadores afectados por el proceso y las deudas habían pasado automáticamente a sus hijos y testamentarios.
Si los titulares de la sentencia se negaron en su momento a pagar un maravedí, imaginemos la reacción de sus herederos al tener que asumir una deuda que ni siquiera habían generado.
Palacio del Duque de Uceda en Madrid
Cabreados como monos, los testamentarios utilizaron una vez más la táctica de sus padres, consistente en apelar y enviar todo tipo de quejas ante el Consejo de las Órdenes (gobernado ahora por individuos diferentes) alegando que ellos nada tenían que ver con los asuntos de sus predecesores. Solicitaban por ello que se mandasen hacer nuevas diligencias y que la sentencia fuera revisada.
En consecuencia, volvieron a generarse auténticas torres de papeles con todo tipo de notificaciones, copias, comunicaciones, quejas y probanzas, consiguiendo los abogados, alargar una vez más la ejecución del proyecto y que Corral de Almaguer no pudiera gozar del sonido de las campanas.
Harto de tantas argucias procesales y sin descartar la intermediación de algún soborno, el Consejo de las Órdenes aceptó finalmente revisar la sentencia el 10 de mayo de 1629, devaluando el presupuesto de la torre a su cuarta parte, es decir: de 20.000 a 5.000 ducados.
Una drástica rebaja que echaba por tierra lo trazado originalmente por el arquitecto de la Orden de Santiago y que por lo tanto eliminaba definitivamente la posibilidad de que Corral de Almaguer contara con una torre digna de una catedral.
Asombrosamente y a pesar de la dramática reducción del presupuesto, los testamentarios continuaban erre que erre negándose a sufragar la torre. Y es que en su mente barajaban un último recurso: apelar directamente al Papa.
Alegarían que, puesto que Corral de Almaguer era territorio de la Orden de Santiago y ésta organización dependía directamente del Pontífice, debería ser el Papa, mediante su Vicario en España, quien dictase la sentencia definitiva. De esa manera, esperaban conseguir la anulación del dictamen del Consejo, por lo que el proceso no habría servido para nada.
Afortunadamente el Vicario se negó a entrometerse en semejante embrollo y el Consejo de las Órdenes se declaró totalmente competente para juzgar el contencioso. Con todo y con eso, los testamentarios habían vuelto a conseguir nuevos años de demora en la ejecución de la sentencia.
Finalmente, en el año 1636, cansado por la inusual dilatación del sumario, el Consejo de las Órdenes confirmó definitivamente la sentencia y estableció su reparto, recogiendo los plazos y cantidades que debían aportar cada uno de los implicados. No sería sin embargo hasta la década de los cuarenta, cuando el dinero se haría efectivo y se edificaría por fin la torre-campanario de Corral de Almaguer
Aspecto aproximado de la torre proyectada
originalmente
En resumidas cuentas: que cuarenta años después de dictada la primera sentencia y con el presupuesto original devaluado a la cuarta parte, Corral de Almaguer pudo erigir por fin su torre y colocar en ella sus campanas.
Ni que decir tiene que el maestro de obras encargado de su construcción (desconocido por ahora) tuvo que hacer encaje de bolillos para levantar la torre manteniendo el estilo de la edificación y de paso ahorrar en calidades y elementos decorativos.
Y es que debido a esa drástica reducción del presupuesto, la proyectada torre-campanario perdió las grandes pilastras que surgían desde la base y le conferían su aspecto macizo, además de los balaustres, frisos, frontones y demás elementos ornamentales de cantería destinados a embellecer los remates y vanos del edificio.
Fue suprimido también el característico Chapitel renacentista de pizarra que debía coronar el campanario, así como la escalera de caracol en piedra que debía ascender por su interior. En lo que se refiere a los materiales, lo más significativo fue la utilización de dos tipos diferentes de sillares de piedra para su revestimiento exterior.
Un primer tipo de caliza blanca, dura y resistente para las zonas más expuestas (base, esquinas, y campanario); y otro de caliza rojiza, de mucha menor calidad y precio, para el resto de superficies.
Esta dicotomía de calidades y colores en piedra, es la que dará personalidad propia a la torre y la hará distinta del resto de la comarca.
Aspecto final de la torre
(fachada oeste)
Quedó pues la torre de Corral de Almaguer, estructurada a partir de una base maciza de mampostería, que parte desde los cimientos y salva el desnivel existente entre la calle de las campanas y la plaza mayor.
Dicha base se encuentra reforzada por un zócalo de sillares de piedra caliza blanca, destinado a soportar mejor la acción de las aguas y las personas.
Sobre la mencionada plataforma maciza se levantan los tres cuerpos -decrecientes en altura y anchura- que componen la estructura principal del edificio.
Dichos cuerpos se encuentran separados por líneas de cornisa y horadados en sus fachadas sur y oeste por un total de cinco pequeñas ventanas, dispuestas para ventilar e iluminar el interior.
En el tercer cuerpo, o campanario propiamente dicho, es donde podemos apreciar el estilo herreriano de la torre, al concentrarse en él las escasas labores artísticas de cantería.
Presenta dos arcos de medio punto en cada uno de sus laterales, ornamentados por fajas de cantería a la altura de las bases y líneas de imposta.
Separando dichos arcos se aprecian a su vez tres pilastras dóricas, cuyos capiteles van a confluir en la cornisa de cantería que remata el conjunto.
Entre los arcos y la cornisa final, una moldura semicircular recorre el perímetro del campanario, recordándonos que ya por esta época –y a pesar del estilo utilizado en la torre- estaba vigente el nuevo estilo barroco con sus formas curvas y excesos ornamentales. Cierra el conjunto un tejado a cuatro aguas cubierto con teja árabe y rematado por veleta de forja.