viernes, 25 de octubre de 2013

Las cruces tumularias de Toledo.

Existen en nuestra ciudad y a la vista de todo el mundo al menos una docena de estas interesantes cruces grabadas en la piedra

Hasta los últimos años del pasado siglo, los grafitos históricos apenas fueron estudiados. Todas las inscripciones antiguas estuvieron encuadradas dentro de la epigrafía, centrándose su estudio en las que, por su origen oficial, aportaban más suculentos datos a la documentación histórica. 

Quedaron, así, fuera los grafitos de carácter anónimo o doméstico que no entraban en los parámetros de los historiadores clásicos.

En la actualidad, sin embargo de otros estudios, se han comenzado a investigar con ahínco aquellas manifestaciones que hasta entonces fueron ignoradas por la mayoría de los expertos de diferentes campos.



Su motivación es siempre religiosa, pero el origen proviene de las muertes trágicas ocurridas, generalmente, por duelos a espada

Toca hablar hoy de una de estas cuestiones que, con especial incidencia, se produjo en el Toledo Imperial del siglo de Oro español: el fenómeno de las cruces tumularias.

Existen en nuestra ciudad y a la vista de todo el mundo, al menos una docena de estas interesantes cruces grabadas en la piedra, cuya existencia y origen habían pasado hasta ahora desapercibidos para todo el mundo. Las cruces tumularias deben estar compuestas por una cruz y un túmulo que puede tener distintas formas. Nunca veremos dos iguales, ya que cada una la realizaba una diferente mano. Su motivación es siempre religiosa, pero el origen proviene de las muertes trágicas ocurridas, generalmente, por duelos a espada.

El origen proviene, generalmente, por duelos a espada

El fenómeno del duelo es antiquísimo y ya encontramos uno en el Antiguo Testamento: David contra Goliath; pero siempre se había desarrollado en terreno militar, el campeón de un ejército contra el campeón del otro. Uno muy famoso que conocemos todos es el de Héctor contra Aquiles ante las murallas de Troya.

Es llegado el siglo XV cuando los españoles inventamos y desarrollamos la esgrima moderna. Hablamos de una espada de 110 centímetros en la mano derecha y un arma corta en la izquierda que nos convierten en los mejores combatientes de la Tierra. 

A partir de ahí, conquistamos nuestro enorme Imperio y se establecen, desde los ideales del hombre renacentista y caballeresco, los modelos del honor y la honra que todo hombre debe seguir.

En esos años, los españoles nos convertimos en los hombres más arrogantes, soberbios y orgullosos del mundo; la honra se coloca, entonces, por delante de Dios, hacienda, patria y Rey, y decimos que la mancha de honor solo con sangre puede limpiarse. 

El fenómeno del duelo se extiende como un reguero de pólvora por toda Europa, desde España e Italia, llegando a considerarse un verdadero problema social. Hubo épocas en las que un duelo podía producirse por un hecho tan nimio como que dos miembros de la misma condición social se cruzaran por la calle y uno de ellos no se tocase el ala del sombrero para saludar. Bastaba eso para que el otro se diera la vuelta y exigiese una satisfacción que, si no era suficiente, podía ser la chispa que desembocara en un duelo a muerte.

Entre mentises y satisfacciones, los reyes y generales intentaron –durante muchos años y por todos los medios– prohibir esta lacra ya que, por culpa de ello, perdían a muchos de sus más valiosos hombres para la guerra. Pero no lo consiguieron.

Es a partir de la finalización del Concilio de Trento (1563) cuando obtienen el apoyo de la Iglesia de Roma, y todos los participantes en duelos, incluidos sus padrinos, estarán descomulgados: «Extermínese enteramente del mundo cristiano la detestable costumbre de los desafíos... 

Los que entraren en el desafío, y los que se llaman sus padrinos, incurran en la pena de excomunión y de la pérdida de todos sus bienes, y en la de infamia perpetua, y deben ser castigados según los sagrados cánones, como homicidas; y si muriesen en el mismo desafío, carezcan perpetuamente de sepultura eclesiástica».

Esto sí se consideraba terrible en el cristianismo de la época, porque por aquellos años cobra especial relieve la figura del Purgatorio, por donde todas las almas han de pasar en su largo peregrinaje antes de alcanzar la visión beatífica de Dios. 

Es cuando surge con fuerza esa antigua costumbre tan española de dejar cientos o miles de misas pagadas a la muerte de alguien. 

Felipe II dejó 25.000; Felipe III, que no iba a ser menos, 35.000; un verdugo de Valladolid, 8.000; y una buñolera de Valencia, que debía de ser una gran ladrona en el peso de sus buñuelos, 4.000; cuando, entre la gente pudiente del país, lo normal era dejar entre 300 y 500. Fijémonos en el dato del Greco: cuando muere en 1614 en Toledo, se dieron 120 misas por su alma.

Para los duelistas, descomulgados, no se podían pagar misas, y acababan sus restos enterrados en una fosa común las más de las veces. 

Por lo tanto, sus familias estaban en la necesidad de inscribir estas cruces tumularias en el lugar donde hubieran fallecido, para que cualquier persona anónima que pasase por allí, gentes que reconocían perfectamente entonces estas marcas, pudieran rezar una oración caritativamente por el alma de la persona que había muerto en ese mismo lugar.

Este es el origen de las cruces tumularias.

Es curioso observar cómo la mayoría de estas cruces en Toledo están ubicadas en lugares apartados y recónditos, propicios para la celebración de duelos; sin embargo, encontramos dos de ellas en la mismísima plaza de Zocodover, en el único pilar de piedra que se conserva de la época. 

Están fechadas a finales del siglo XVI, y si alguien se pregunta qué hacen ahí, respondo que aquel lugar fue entonces el mentidero de la Corte, el peor sitio para quedar como un cobarde. 

Si se producía una afrenta allí mismo y alguno de los dos hombres no tenía la paciencia necesaria para aguardar a la tarde, enviar los padrinos a casa del ofensor y citarse en un lugar apartado al anochecer o el amanecer, se sacaban las espadas y se dirimía la cuestión a la vista de todos.



En las gradas de la iglesia de San Felipe, en Madrid, o en la plaza de los Vosgos, en París, famosos mentideros de corte europeos, están documentadas numerosísimas muertes trágicas por este mismo motivo: duelos espontáneos.

También se debe hacer notar que el fenómeno de la cruz tumularia aún pervive entre nosotros hoy en día, aunque con ligeras transformaciones. Las vemos en las carreteras, donde se ha producido un accidente mortal; las familias colocan, todavía hoy, una cruz. Allí no hay nadie enterrado y la familia puede vivir a 500 kilómetros de distancia. Pero lo que piden esas cruces tumulariasde las carreteras es exactamente lo mismo que piden las antiguas: una oración por el alma de una persona que ha muerto inesperadamente, sin confesión, sin haber recibido los últimos sacramentos y que, por lo tanto, necesita de forma especial esas oraciones espontáneas que puedan hacer subir esa alma del purgatorio al cielo con la mayor celeridad posible.


Termino con las palabras de un hombre de la época, toledano, espadachín y aventurero, que tuvo que sufrir las consecuencias del enorme peso del honor y la honra para su vida como español. Se trata de D. Diego Duque de Estrada, preso en la cárcel Real de Toledo desde 1608 a 1611, año en el que consigue fugarse gracias a la ayuda de una monja del vecino convento de Jesús y María, condenado a perpetuidad y recluido en el departamento para «gente honrada», que no eran ni más ni menos que los hombres que habían cometido asesinatos para salvaguardar su honra:

¡Oh maldita y descomulgada ley del duelo, nacida en el infierno y criada y alimentada en la tierra, devoradora de vidas y haciendas, hija de ira y soberbia y madre de la venganza y perdición, ruina total de los humanos y perturbad

POR MANUEL PALENCIA@ABC_TOLEDO / TOLEDO
Día 01/10/2013 - 13.06h

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