Cuando a principios de los 80 llegué a trabajar al medio rural, la situación de los servicios en los pueblos se encontraba a una altura africana.
En una de aquellas localidades pedí un ventilador de 2000 pesetas para la consulta y me respondieron que decisión tan gravosa para el presupuesto había que pasarla por el pleno municipal. Ni que decir tiene que acabé llevándome el ventilador de mi casa.
Otro de los consultorios no tenía alguno de los cristales de las ventanas, ni silla siquiera en la que sentarse el paciente, y cuando con paciencia y modos franciscanos pedí que por favor no prepararan la limonada de la fiesta local en la consulta, el alcalde me espetó que me estaba poniendo “un poco soberbio”.
Otro de los consultorios no tenía alguno de los cristales de las ventanas, ni silla siquiera en la que sentarse el paciente, y cuando con paciencia y modos franciscanos pedí que por favor no prepararan la limonada de la fiesta local en la consulta, el alcalde me espetó que me estaba poniendo “un poco soberbio”.
En otro pueblo el agua potable era tratada mediante el expeditivo método de que el alguacil iba al depósito y echaba un cubo de cloro por las mañanas, lo que hacía que a primeras horas del día pareciera que estabas lavándote con el agua de la fregona por el olor y sabor a lejía que salía del grifo.
Conocí también otra localidad donde, aunque tenían suministro de agua potable, no había llegado todavía la acometida de aguas residuales, por lo que cuando se “obraba” en los pocos servicios que había instalados en la localidad, al tirar de la cadena salía la sucia ofrenda a la calle y el dueño de la casa debía recogerla para después y llevarla a la cuadra, produciéndose así un curioso viaje de reciclaje de la materia orgánica.
En una ocasión me preguntaron unos cazadores italianos por el polideportivo y no salieron de su asombro cuando les señalé hacia la era, donde se habían clavado dos postes que hacían de portería.
Muchos pueblos tenían las calles sin asfaltar y se formaban a veces tales barrizales que a un compañero médico le tuvo que sacar un tractor del atolladero en la misma calle principal.
Pero con todas estas deficiencias también tenían los pueblos ciertas ventajas. Los funcionarios públicos residían en ellos formando una urdimbre mínima de gente formada que dinamizaba algo la vida rural. Luego, los médicos, los boticarios, los enfermeros, maestros, secretarios, veterinarios y hasta los guardias civiles fueron huyendo hacia las ciudades de referencia quedando los pueblos más abandonados aún. Y tanto es así que hoy día hay muchos alcaldes que ni siquiera residen en sus localidades.
El péndulo rural se movió al lado contrario con la democracia y los fondos europeos, y se empezó a ver algo de color en los pueblos. Consultorios dignos y centros de salud, nuevas escuelas, los Centros Sociales Polivalentes, ese equivalente democrático a los Teleclubs que promovió Fraga en los sesenta. O las carreteras, que iban dejando de ser caminos de cabras de cuando Primo de Rivera, etc…etc..
Pero como sucede en todo lo español, pasamos a la exageración, el dislate y el despilfarro con suma facilidad: se hicieron frontones en pueblos donde solo había viejos que iban allí a charlar a la sombra del hormigón, o centros de salud como hospitales, y muchos de esos fondos se fueron a desconocidos destinos por las alcantarillas, en comunidades autónomas regidas tanto por la derecha como por la izquierda. Y de tener sólo al alguacil con funciones de pregonero, pasamos a la contratación de funcionarios municipales en un número casi siempre excesivo para los habitantes a los que tenían que dar servicio.
Y ahora vienen estos nuevos gestores y consejeros que van y vienen de Madrid y se creen que esta comunidad autónoma es como la capital, que concentra en un número de kilómetros cuadrados muy reducido una población de seis millones de habitantes, y utilizan criterios economicistas que pueden dar la puntilla a nuestros pueblos.
Los chavales rurales no saben ya distinguir una encina de un alcornoque y solo miran subyugados a sus aparatitos digitales cazando monstruos cibernéticos cuando antes cazaban lagartijas, actividad mucho más interesante a mi modesto entender. Los rumanos cogen la aceituna, o se quedan noche y día en las labranzas que aún quedan habitadas. Deslumbrados por la ciudad y sus atractivos solamente esperan el momento apropiado para marcharse creyendo que en la urbe atan los perros con longaniza, aunque sea de plástico.
El péndulo vuelve al otro extremo, pero cada vez su recorrido es menor y cualquier día se rompe su cuerda y el campo acaba muerto. El problema es que el asfalto de la ciudad no es comestible.
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