martes, 19 de febrero de 2019

Diego de Pantoja, un español en Pekin

En las postrimerías de la dinastía Ming (año 1597), el jesuita español Diego de Pantoja pisó tierra china con el ideal de cristianizar todo el imperio. 

Pasaría allí veintiún años -diecisiete de ellos en Pekin-, lo que le convierte en el misionero occidental en misión evangelizadora que permaneció durante más tiempo en tal ciudad.

Este madrileño de Valdemoro había estudiado Gramática y Lógica en la Universidad de Alcalá de Henares antes de entrar en la Compañía de Jesús en el noviciado de la provincia de Toledo, en Villarejo de las Fuentes, actual provincia de Cuenca. 

Posteriormente, prosiguió su formación como jesuita, oyendo las lecciones propias de la Filosofía en el Colegio de Ocaña y las de Teología en la mencionada ciudad universitaria de Alcalá, cantera de muchos religiosos de la Compañía. 

Fue allí donde en 1596, al paso de Gil de la Mata que andaba buscando misioneros para la China, Diego de Pantoja encontró su horizonte misionero en Oriente. Pudo ser ordenado sacerdote antes de dirigirse hacia Lisboa, puerto de salida principal.


Diego de Pantoja, un español en Pekin

La legendaria vida de Pantoja fue sobre todo un reflejo de la época de cambios que le tocó vivir. Los grandes descubrimientos geográficos impulsaron el proceso de integración global. La apertura de nuevas rutas de navegación fomentó el comercio mundial entre las diferentes naciones, separadas por mares y océanos, y se inició un intenso y fructífero intercambio material entre los cinco continentes. 

A su vez, la conquista y expansión de los colonizadores occidentales propició una fusión sin precedentes, que acarrearía intercambios de muy diversa índole con enormes repercusiones sociales tanto en el mundo oriental como en el occidental.

En medio de estas grandes transformaciones históricas que experimentaba Europa, la división del mundo cristiano ejerció también una importante influencia a lo largo de la vida de Pantoja. En el siglo XVI la Reforma arraigó con rapidez en la Europa occidental y septentrional, atacando violentamente el catolicismo romano. 

contener este empuje, éste se vio obligado a efectuar una transformación interna, iniciando la Contrarreforma. Desde entonces hubo continuas guerras religiosas en Europa y las luchas contra la herejía se revistieron de una crueldad antes inédita.

La Compañía de Jesús, se propuso inyectar vitalidad en la Contrarreforma y con el fin de rehabilitar la antigua brillantez y prestigio de la Santa Sede Católica Romana, la Compañía de Jesús empezó a enviar misioneros a Oriente para extender la influencia del cristianismo_ El establecimiento de un “Imperio Católico Universal” se convirtió en objetivo por el que se afanarían los misioneros jesuitas. 

Los colonizadores en América habían recurrido en algunas ocasiones a la fuerza y a la asimilación cultural para convertir a los indios a al Evangelio, lo que habla sido comprobado ya como un rotundo fracaso.

Ello planteaba dudas sobre cuál sería la línea estratégica más efectiva para llevar a cabo la labor evangélica en Oriente. En torno a este dilema se desarrolló un enconado debate en el seno de la Compañía.

San Francisco Javier y la “política de adaptación”

Precisamente en los momentos cruciales en que el movimiento cristiano en Oriente experimentaba reajustes en su política, el famoso jesuita español S. Francisco Javier (1506-1552), llegó a Oriente en calidad de Nuncio Apostólico. 

Después de una etapa de investigación y estudio en la India, Japón y otras regiones y países, logró sintetizar sus experiencias en una serie de principios y medidas concretas y practicables, que pretendían garantizar el éxito de la empresa evangelizadora en la zona. Su esencia consistía en que todo jesuita que fuera a la predicación en el Oriente debía en primer lugar aprender la lengua indígena, conocer y adaptarse a la cultura local. 

La posterior introducción de los conocimientos científicos occidentales conduciría a los nativos a reconocer la superioridad de la civilización cristiana y, en último término, los atraería al regazo del Señor.

Esta política basada en el uso de medios pacíficos para cnstianizar a los nativos tenía como contenido fundamental el acercamiento del misionero a la cultura local, y se la conocería posteriormente en obras relativas a la historia del catolicismo como “política de adaptación”.

Justamente en el contexto de este transfondo histórico, se produjo la llegada de Diego de Pantoja al imperio chino, un país totalmente desconocido para él. La sociedad de las postrimerías de la dinastía Ming estaba también experimentando profundos cambios históricos.

Por todas estas circunstancias, la labor evangelizadora de Pantoja en China debería atravesar un camino áspero y tortuoso.


Mateo Ricci, Pekin y el emperador

En marzo de 1600, después de entrar furtivamente en el continente chino, Pantoja se encontró en Nanjing con Matteo Ricci (1552-1610). Por aquel entonces Ricci llevaba viviendo en China ya casi veinte años. 

Sus experiencias en la propagación del Evangelio en el país le habían llevado a la firme convicción de que en un Estado absolutista de poder centralizado como era China, la conversión del emperador al cristianismo garantizaría la consecuente cristianización de todo el país. 

Y para bautizar al emperador, ante todo había que congraciarse con él: el mejor medio para conseguir este propósito era ofrecerle “exóticos presentes” occidentales. En base a esta reflexión, en mayo de 1600 Pantoja y Ricci emprenderían viaje a Beijing por la ruta del Gran Canal, llevando consigo los obsequios que se proponían presentar al Emperador Wan Li (1573-1620).

En enero de 1601, tras sufrir innumerables penalidades e inclemencias durante el viaje, los dos jesuitas llegaron finalmente a Beijing, capital del imperio chino. La entrega de sus tributos al Emperador Wan Li fue un completo éxito. El emperador quedó entusiasmado.

 De este modo no sólo consiguieron el privilegio extraordinario de ser recibidos en audiencia por el Emperador, sino que se les permitió también vivir en Beijing y entrar en la Ciudad Prohibida sin ser llamados previamente. Los logros conseguidos por Pantoja y Ricci tuvieron gran repercusión en los países occidentales y fueron considerados como una importante victoria para el movimiento cristiano en China.

Su recorrido de sur a norte de la mitad del país permitió a Pantoja percatarse por sí mismo de la situación. Su acceso a la Ciudad Prohibida y los contactos con los letrados chinos le ayudaron a profundizar sus conocimientos sobre el sistema de gobierno. 

Quedó entonces profundamente convencido de que sólo ateniéndose a la “política de adaptación” enunciada por Francisco Javier podría progresarse en la empresa evangélica en China.

 Matteo Ricci, quien interpretaba los principios de S. Francisco Javier como si se trataran de normas, se convirtió en el ejemplo que iba a seguir Pantoja. Al igual que Ricci, Pantoja vestía como un letrado confuciano, llevaba un birrete con dos aletas flotantes, aprendía chino, estudiaba los libros clásicos, observaba el protocolo local, y trabajaba con paciencia entre los intelectuales, con miras a “injertar el cristianismo en el confucianismo”, a “complementar el confucianismo” para llegar así a superarlo.

Diego de Pantoja comenzó a integrarse progresivamente en la sociedad china. En 1602 escribió desde Beijing una larga carta a Luis de Guzmán (1546-1605), Arzobispo de Toledo: la “Relación de la entrada de algunos padres de la Compañía de Jesús en la China, y particulares sucesos que tuvieron, y de cosas muy notables que vieron en el mismo Reino” (Biblioteca Nacional, Madrid) en la que se hacía una disertación enciclopédica sobre la posición geográfica de China, sus montañas y ríos, los productos, la población, la situación general, urbana y rural, el nivel de desarrollo de la economía y el comercio, la historia, la cultura, las costumbres y las creencias religiosas de los chinos, su sistema de gobierno y de diplomacia, así como las interioridades de la Corte y otros aspectos. 

Esta pieza literaria representa en lo fundamental el más completo y objetivo conocimiento de China por parte de los europeos entre los siglos XVI y XVII. Sin embargo, el verdadero propósito que abrigaba Pantoja al escribir esa larga epístola era justificar, por la situación específica de China, la certeza y racionalidad de la “política de adaptación”. Para el movimiento cristiano en Oriente, la obra tenía a la vez una profunda significación teórica y una gran importancia práctica.

El 11 de mayo de 1610, Matteo Ricci fallecía de enfermedad en Beijing, lo que constituyó una gran pérdida para la misión en China. Pantoja, valiéndose de la ayuda de aquellos letrados a quienes le unían estrechos vínculos de amistad, solicitó al Emperador Wan Li que concediera un terreno para levantar una tumba y celebrar sus funerales con toda solemnidad. A ojos de los misioneros occidentales, esto equivalía a que el soberano chino se pronunciara de acuerdo con la ley de Cristo. 

Por lo tanto, el jesuita francés Nicolás Trigault (1577-1628) escribió que “este éxito acaso fue más importante que cualquiera de las cosas hechas en la larga y difícil lucha de los pasados treinta años”. La exitosa petición del terreno para la tumba de Ricci, además de aumentar la celebridad de Pantoja entre los letrados de la capital, llenó en cierta medida el vacío dejado por el fallecimiento de Ricci en la labor evangélica en China.

En aras de la continuidad en la aplicación de la “política de adaptación” después de la muerte de Matteo Ricci, Pantoja escribió en chino el “Tratado de los siete pecados y virtudes”, – ejemplar que se conserva actualmente en la Biblioteca de Pekín-, y muchas otras obras destinadas a la propagación del Evangelio.

 Para evitar que la doctrina cristiana que impregnaba sus obras suscitara la antipatía de los letrados chinos o provocara choques entre la cultura china y la occidental, Pantoja tomaba como premisa la existencia de una supuesta ideología universal para toda la humanidad e incluso se mostró meticuloso en buscar los puntos de coincidencia entre cristianismo y confucianismo, logrando que algunos letrados chinos, después de leer el “Tratado…” y otros escritos, se atrevieran a aceptar la doctrina cristiana como algo semejante al dogma moral confuciano.

 El “Tratado…” fue muy bien acogido y reeditado una y otra vez. Pantoja llegó a ser muy estimado por algunos letrados chinos. Incluso en ocasiones se menciona su nombre como “Peng Gong”, utilizando una fórmula de tratamiento que implicaba gran respeto.

Así mismo, el jesuita madrileño era un experto conocedor de la relojería, así como de otras disciplinas pertenecientes a las artes manuales. Según confirmó a Luis de Guzmán, autor de una historia de la Compañía en aquellas tierras, estaba dispuesto a compaginar la ciencia con el apostolado. Por eso, no podía poner límite a los conocimientos. 

Había aprendido la lengua china y memorizado los ideogramas con el objetivo de desarrollar su dimensión literaria. Consideró necesario que se idease un alfabeto latinizado, subrayando los tonos del chino mandarín tal y como hacían los jesuitas europeos cuando escribían obras en la lengua china aunque sin ideogramas.


Pantoja escribió el artículo “Refutación” -conservado en la Biblioteca Nacional de París-, volviendo a argumentar, desde la perspectiva de la “política de adaptación”, la coincidencia del dogma cristiano con la doctrina confuciana, en una tentativa de atenuar una efervescente revuelta anticristiana generada por la intransigencia de un misionero italiano llamado Longobardi, la cual, a pesar suyo, se convirtió en un agudo enfrentamiento político. Incluso al propio Pantoja le resultó difícil eludir la desgracia de ser expulsado de China. 

En 1617, después de que el Emperador Wan Li promulgara su edicto imperial de prohibición de la Iglesia, Pantoja se vio obligado a abandonar Beijing donde había vivido diecisiete años. Abrumado, partió entonces hacia el sur por la misma ruta que le había llevado hasta el norte. En 1618 murió de enfermedad en Macao, concluyendo así sus veintiún años de evangelización en China.

29/08/2018
Autor: Ignacio del Pozo Gutiérrez para revistadehistoria.es

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