Alrededor de una lumbre, resguardándose del relente de la noche, estaban reunidos todos los guerrilleros, cada uno con su atuendo particular; no era el uniforme propio de un ejército al uso, pero tampoco era muy importante dado el tipo de guerra que se estaba haciendo contra el invasor; la diversidad de ropajes daba un colorido especial a la noche, a pesar de que con la sola luz del reflejo de la hoguera los colores eran difíciles de discernir.
Palarea, el único uniformado, miraba indistintamente la claridad de la luna y el rojo del fuego mientras pensaba en los últimos dos años de su vida, en lo rápido y sorprendente que habían transcurrido sus días, cómo en ese tiempo había pasado de ser un médico rural afincado en Villaluenga de la Sagra prestando servicio a los ciudadanos de la comarca sagreña, a encontrarse, esa noche concretamente, en las ruinas de un abandonado castillo medieval en lo alto de aquel cerro que daba cobijo a las poblaciones próximas entre las que se encuentra el pequeño pueblo de Yuncler.
Pensaba, con una ligera sonrisa esbozada en los labios, en el día en que decidió dejar el oráculo de la medicina para dedicarse a combatir a los franceses invasores, enajenó todos sus bienes y se lanzó a la lucha armada con las armas y el ejército de que disponía; ya antes les había hecho la lucha moral distribuyendo panfletos de propaganda contra el ocupante; se le vino a la mente el día de su bautismo de fuego cuando volvía campo a través con sus hombres desde Casarrubios del Monte hacia Carranque y tuvo que enfrentarse a un destacamento enemigo en el camino de Cedillo aquel 7 de julio y cómo a partir de entonces se sucedieron todos los acontecimientos de manera tan vertiginosa.
Recordaba también cómo a los pocos días, el 8 de septiembre interceptó un correo del emperador en Santa Cruz de Retamar dirigido a algunos de sus oficiales lo que le supuso el nombramiento de alférez de la 7ª partida de patriotas voluntarios de Castilla y cómo no recordar, ¡está tan fresco en la memoria!, lo acaecido en aquel arroyo de Yuncler que llaman de “la Solana” ya bajo las distinciones de teniente coronel; había sido hasta ahora su actuación más importante y le supuso la condecoración con la cruz laureada de San Fernando.
Qué lejos quedaban aquellos días en Murcia como estudiante, la universidad, sus padres, el primer viaje a tierras de Toledo; una ráfaga de melancolía invadió, de súbito, sus pensamientos. Valoraba si había merecido la pena desprenderse de todo y comenzar a luchar, pero no tenía ninguna duda, la decisión había sido la correcta; un estremecimiento de emoción, como un rayo electrizante, le recorrió todo el cuerpo a la vez que se le erizaba el vello de la piel y los ojos se le tornaban vidriosos, más cristalinos aún al resplandor de la hoguera, dio la espalda a sus hombres para que no le delatara una lágrima que resbalaba por su mejilla dejando tras de sí una estela fría y húmeda y limpió la lágrima delatora con el envés de su diestra , luego se acarició la barbilla aún sin afeitar , el contacto con su cara fue frío a causa del aire gélido que soplaba en lo alto de del cerro a pesar del resguardo de los muros del viejo castillo; revivió por un momento detalle a detalle cada uno de los segundos transcurridos en la batalla de Yuncler.
Desde el instante en que aquellos hombres llegaron portadores de la noticia que había de pasar un convoy con trigo requisado en la comarca por el camino real se puso a pensar de qué manera interceptarlo conociendo que había destacamentos en Yuncos, Illescas y Cabañas; la forma le pareció fácil: “-habría que atacarlos en Yuncler, si, en Yuncler, a la altura del barranco, en el arroyo.
Sus hombres lo miraban asombrados, los ojos parecían querer escapárseles de las cuencas, ante la rapidez con que había dispuesto la estrategia, su reacción había sido fulminante. Si, a por ellos; -gritaba toda la tropa a la vez que levantaban sus brazos y los blandían al aire de la noche– a por ellos. Viva “el médico”, “viva España”.
Acto seguido “el médico” se agachó al suelo y reunió a todos los hombres a su alrededor para dibujar en la arena la disposición táctica del ataque y que todos, sin excepción, lo vieran, no se podía dejar ningún detalle al azar, la preparación había de ser muy minuciosa. Aprovecharían la arboleda que crece al lado del arroyo para estar ocultos y salir en tromba a por el enemigo a la voz de mando de Palarea; mandaría unos 30 hombres a Yuncos y Cabañas para evitar la salida de los enemigos guarnecidos en Illescas y Olías caso de que les llegara la noticia y así poder atacar con más tranquilidad.
Arroyo de la solana, junto al camino viejo de Madrid Juan Palarea “el médico “
Llegó el día del ataque, los hombres estaban dispuestos por entre la maleza del arroyo observando el trajinar diario del camino, aún se cernía la oscuridad sobre aquel 19 de octubre de 1810; sonaba entre el piar de los primeros pájaros y el chocar de las hojas con el viento, el rechinar de las ruedas de las carretas que pasaban y el crujir de la madera forzada por el excesivo peso; en el camino había inmiscuidos carreteros y carros aliados encargados de dar la señal de alarma cuando se acercara el convoy, eran parte de la estrategia, entre ellos algunos vecinos de Yuncler.
Comenzaba a clarear el día; las primeras luces del alba, sonrosadas, empezaban a dejar paso a los primeros rayos de sol cuando un carretero vislumbró en el horizonte el convoy y dió la voz de alarma. Venía escoltado por dos filas de granaderos, una a cada lado del carro que transportaba el trigo. Al llegar a la altura deseada “el médico” hizo la señal de ataque y sus hombres se lanzaron con tal ímpetu que poco pudieron hacer los franceses sino parapetarse tras el carruaje y posteriormente, los que quedaron con vida, salir corriendo hasta la próxima ermita de San Sebastián ( Actual cementerio ) en Yuncler; fueron tantas las prisas que no acertaron a cerrar tras de sí las puertas del sagrado recinto, lo que aprovechó Palarea para mandar a sus hombres fuego sin cuartel y de esta manera impedir que salieran o cerraran la puerta.
Instó al mando de los franceses por medio de un parlamentario a que se rindiera hasta tres veces pero de nada sirvió y en la última vez uno de los granaderos lanzó una granada contra el parlamentario de Palarea que le costó la vida y llenó de indignación a los españoles jurando no dejar un francés con vida.
Llegaron noticias de que se aproximaba por Yuncos una guarnición en socorro de los pertrechados en la ermita, para lo cual Palarea marchó hacia Yuncos dejando a cargo de la empresa a su lugarteniente José Rivero.
Tras hacer huir a los franceses en Yuncos volvió a las inmediaciones de la ermita y decidió acabar cuanto antes con aquello no fuera a ser que llegaran más refuerzos. Amontonó ramaje y leña seca para quemar la ermita, pero la lenta combustión impacientó al guerrillero que decidió, aprovechando el viento que soplaba favorable hacia la puerta de la ermita para tramar un ardid, echar al fuego pimentón y azufre traído por Juliana Carrillo, vecina del pueblo, lo cual hizo salir a los franceses que fueron pasados por las armas según aparecían por la puerta de la ermita”.
A la vez que recordaba los hechos miraba la cruz laureada de San Fernando que colgaba de su uniforme, cruz que le fue entregada como reconocimiento al mérito obtenido en la batalla de Yuncler.
Mientras amanecía veía Yuncler a lo lejos entre aquel cerrito pequeño que llaman de la aguililla y la colina donde aún se reconocen los restos de la ermita de San Sebastián que le sirvió de morada a los franceses en sus últimos momentos; pensaba en el orgullo, patriotismo y otros sentimientos que embargaban su pecho en esos momentos.
Miró la media naranja de la iglesia, la torre del campanario y pensó en como se mantenía erguida a pesar de la guerra, su esbeltez seguía intacta, y se alegraba de ello, pues era de reciente construcción toda ella menos el campanario que fue lo único que se libró del incendio del 19 de octubre de 1788.
Siguió con la vista el cauce del arroyo Tocenaque que lamía la ladera donde descansaban las casas e imaginó el discurrir del agua cristalina por la blanca arena con su sonido limpio y claro. Observaba matas de juncos por casi toda la geografía que rodeaba al pueblo, juncos que en otro tiempo habían sido el embrión del nombre que ahora ostenta; pensó un momento en quién podría haber sido el primero en nombrarle. Su nombre estaba muy ligado a Villaluenga y al castillo del Águila pero siempre había sentido una extraña atracción por aquel pequeño pueblo vecino.
Qué lejos quedaban aquellos días en Murcia como estudiante, la universidad, sus padres, el primer viaje a tierras de Toledo; una ráfaga de melancolía invadió, de súbito, sus pensamientos. Valoraba si había merecido la pena desprenderse de todo y comenzar a luchar, pero no tenía ninguna duda, la decisión había sido la correcta; un estremecimiento de emoción, como un rayo electrizante, le recorrió todo el cuerpo a la vez que se le erizaba el vello de la piel y los ojos se le tornaban vidriosos, más cristalinos aún al resplandor de la hoguera, dio la espalda a sus hombres para que no le delatara una lágrima que resbalaba por su mejilla dejando tras de sí una estela fría y húmeda y limpió la lágrima delatora con el envés de su diestra , luego se acarició la barbilla aún sin afeitar , el contacto con su cara fue frío a causa del aire gélido que soplaba en lo alto de del cerro a pesar del resguardo de los muros del viejo castillo; revivió por un momento detalle a detalle cada uno de los segundos transcurridos en la batalla de Yuncler.
Desde el instante en que aquellos hombres llegaron portadores de la noticia que había de pasar un convoy con trigo requisado en la comarca por el camino real se puso a pensar de qué manera interceptarlo conociendo que había destacamentos en Yuncos, Illescas y Cabañas; la forma le pareció fácil: “-habría que atacarlos en Yuncler, si, en Yuncler, a la altura del barranco, en el arroyo.
Sus hombres lo miraban asombrados, los ojos parecían querer escapárseles de las cuencas, ante la rapidez con que había dispuesto la estrategia, su reacción había sido fulminante. Si, a por ellos; -gritaba toda la tropa a la vez que levantaban sus brazos y los blandían al aire de la noche– a por ellos. Viva “el médico”, “viva España”.
Acto seguido “el médico” se agachó al suelo y reunió a todos los hombres a su alrededor para dibujar en la arena la disposición táctica del ataque y que todos, sin excepción, lo vieran, no se podía dejar ningún detalle al azar, la preparación había de ser muy minuciosa. Aprovecharían la arboleda que crece al lado del arroyo para estar ocultos y salir en tromba a por el enemigo a la voz de mando de Palarea; mandaría unos 30 hombres a Yuncos y Cabañas para evitar la salida de los enemigos guarnecidos en Illescas y Olías caso de que les llegara la noticia y así poder atacar con más tranquilidad.
Arroyo de la solana, junto al camino viejo de Madrid Juan Palarea “el médico “
Llegó el día del ataque, los hombres estaban dispuestos por entre la maleza del arroyo observando el trajinar diario del camino, aún se cernía la oscuridad sobre aquel 19 de octubre de 1810; sonaba entre el piar de los primeros pájaros y el chocar de las hojas con el viento, el rechinar de las ruedas de las carretas que pasaban y el crujir de la madera forzada por el excesivo peso; en el camino había inmiscuidos carreteros y carros aliados encargados de dar la señal de alarma cuando se acercara el convoy, eran parte de la estrategia, entre ellos algunos vecinos de Yuncler.
Comenzaba a clarear el día; las primeras luces del alba, sonrosadas, empezaban a dejar paso a los primeros rayos de sol cuando un carretero vislumbró en el horizonte el convoy y dió la voz de alarma. Venía escoltado por dos filas de granaderos, una a cada lado del carro que transportaba el trigo. Al llegar a la altura deseada “el médico” hizo la señal de ataque y sus hombres se lanzaron con tal ímpetu que poco pudieron hacer los franceses sino parapetarse tras el carruaje y posteriormente, los que quedaron con vida, salir corriendo hasta la próxima ermita de San Sebastián ( Actual cementerio ) en Yuncler; fueron tantas las prisas que no acertaron a cerrar tras de sí las puertas del sagrado recinto, lo que aprovechó Palarea para mandar a sus hombres fuego sin cuartel y de esta manera impedir que salieran o cerraran la puerta.
Instó al mando de los franceses por medio de un parlamentario a que se rindiera hasta tres veces pero de nada sirvió y en la última vez uno de los granaderos lanzó una granada contra el parlamentario de Palarea que le costó la vida y llenó de indignación a los españoles jurando no dejar un francés con vida.
Llegaron noticias de que se aproximaba por Yuncos una guarnición en socorro de los pertrechados en la ermita, para lo cual Palarea marchó hacia Yuncos dejando a cargo de la empresa a su lugarteniente José Rivero.
Tras hacer huir a los franceses en Yuncos volvió a las inmediaciones de la ermita y decidió acabar cuanto antes con aquello no fuera a ser que llegaran más refuerzos. Amontonó ramaje y leña seca para quemar la ermita, pero la lenta combustión impacientó al guerrillero que decidió, aprovechando el viento que soplaba favorable hacia la puerta de la ermita para tramar un ardid, echar al fuego pimentón y azufre traído por Juliana Carrillo, vecina del pueblo, lo cual hizo salir a los franceses que fueron pasados por las armas según aparecían por la puerta de la ermita”.
A la vez que recordaba los hechos miraba la cruz laureada de San Fernando que colgaba de su uniforme, cruz que le fue entregada como reconocimiento al mérito obtenido en la batalla de Yuncler.
Mientras amanecía veía Yuncler a lo lejos entre aquel cerrito pequeño que llaman de la aguililla y la colina donde aún se reconocen los restos de la ermita de San Sebastián que le sirvió de morada a los franceses en sus últimos momentos; pensaba en el orgullo, patriotismo y otros sentimientos que embargaban su pecho en esos momentos.
Miró la media naranja de la iglesia, la torre del campanario y pensó en como se mantenía erguida a pesar de la guerra, su esbeltez seguía intacta, y se alegraba de ello, pues era de reciente construcción toda ella menos el campanario que fue lo único que se libró del incendio del 19 de octubre de 1788.
Siguió con la vista el cauce del arroyo Tocenaque que lamía la ladera donde descansaban las casas e imaginó el discurrir del agua cristalina por la blanca arena con su sonido limpio y claro. Observaba matas de juncos por casi toda la geografía que rodeaba al pueblo, juncos que en otro tiempo habían sido el embrión del nombre que ahora ostenta; pensó un momento en quién podría haber sido el primero en nombrarle. Su nombre estaba muy ligado a Villaluenga y al castillo del Águila pero siempre había sentido una extraña atracción por aquel pequeño pueblo vecino.
http://www.aytoyuncler.com/files/historia_Yuncler.pdf
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