Se estableció así una frontera entre Toledo y la línea Talavera-Calatrava. La tensa tregua se rompió cuando el príncipe Al-Mundir, hijo del emir, dirigió un ejército en 856 contra la ciudad rebelde. Su fracaso fue notorio y hubo de retirarse. Los toledanos entonces trataron de ampliar su territorio conquistando Talavera en 857, pero el walí al-Masua ibn Abd Allah al-Arif pudo rechazarlos.
Todos los movimientos acababan en tablas. La guerra no solo era militar, sino también psicológica y religiosa: a la muerte del metropolitano Wistremiro, los obispos de la Cartaginense eligieron para sucederle al sacerdote Eulogio, cabeza principal del movimiento de resistencia mozárabe en Córdoba. Prisionero del emir, jamás pudo tomar posesión efectiva del cargo, pero el gesto era suficientemente elocuente de la resolución de ánimo de los toledanos hacia el gobierno árabe.
En 858 el emir encabezó un nuevo ejército para tomar Toledo. Ante lo infructuoso del sitio, Muhammed recurrió de nuevo a la astucia. Atacó una de las puertas de la ciudad a través de un puente, cuyos cimientos sus ingenieros habían debilitado. Al simular la huida, una compañía de defensores que salió en su persecución se hundió con el puente. De nuevo, las crónicas cortesanas árabes cantaron el ingenio del piadoso emir, y de nuevo tales loas ocultaban el hecho cierto de que el asedio fue un fracaso, y que el Omeya finalmente hubo de retornar a Córdoba con las manos vacías.
Tras estos fracasos, Muhammad, agobiado por las rebeliones que estallaban en todo su reino, amnistió en 859 a los rebeldes toledanos, permitiéndoles vivir independientes siempre que pagaran un simbólico tributo de vasallaje al emir cordobés. Era un tratado favorable para ambos: los mozárabes veían reconocida su independencia a cambio de un tributo anual no excesivamente oneroso, y el emir ocultaba bajo la fórmula de vasallaje su fracaso en someter la rebelión de una de las ciudades más grandes de España. Ese mismo año, el 11 de marzo, Eulogio, metropolitano electo de la sede toledana, fue ejecutado en Córdoba, acusado de blasfemia contra el profeta Mahoma.
Fue el régimen toledano el de una ciudad-estado o república aristocrática, en la que el elemento hispanogodo era el dominante, y dentro de él, los cristianos, de forma insólita, llevaban el peso del gobierno. No conocemos detalles sobre la vida interna de este interesantísimo estado mozárabe, pero los indicios sugieren que no hubo persecución religiosa, y se antepuso la unidad e independencia del espíritu hispano frente a los invasores árabes. Buscando protección, los toledanos, teóricos vasallos del emir de Al Andalus, se pusieron en la práctica bajo el patrocinio del rey de Asturias, Ordoño Ramírez.
También buscaron apoyarse en otro gran poder hispanogodo- aunque este musulmán- el de la familia de los Banu Casí, descendientes de un Casio gobernador de diversas plazas en el Alto Ebro con los reyes godos, converso al islam. En el siglo IX habían colaborado en ocasiones con el emir; en otras le habían hecho frente. Ampliando sus posesiones, llegaron a dominar buena parte del valle del gran río, y se convirtieron por derecho propio en una potencia regional, haciendo alternativamente alianzas y guerras con los vascones, los francos o los walíes de Zaragoza. En la década de 850, Musa II Banu Casí era dueño de Zaragoza, Tudela y Huesca, la antigua “Frontera Superior”, y se titulaba a sí mismo “tercer rey de España”. Los toledanos buscaron también su protección, y Lope, hijo de Musa II, fue nombrado cónsul o gobernador de la Toledo independiente en 859, asegurando de este modo el socorro de sus tropas si al emir le sobrevenían nuevas ansias reconquistadoras.
La alianza con los muladíes no tuvo buen fin, pues en uno de sus frecuentes cambios de bando, Musa II se sometió al emir Muhammad en 860, tras sufrir una aparatosa derrota frente a astures y vascones en la batalla de Albelda. Lope decidió declararse vasallo del rey Ordoño, para terminar abandonando la ciudad al heredar las tierras de su padre a su muerte. No obstante, el sostén de los reyes de Asturias- luego de León- fue suficiente para garantizar la seguridad del estado toledano durante muchas décadas. De hecho, a partir de 866, con el ascenso al trono de Alfonso III, la relación se hizo más estrecha. Este rey (como se aprecia en la Crónica que mandó redactar, y que lleva su nombre), además de trasladar la capital a la ciudad de León, estaba convencido de que su reino era el heredero legítimo de la monarquía visigoda. Estimuló la adopción de usos y costumbres visigodas, tanto en la corte como en la legislación, y no cabe duda que los mozárabes de Toledo afluyeron en gran número al norte durante su reinado, depositando en su trono la herencia política hispanogoda. Esa influencia hizo que León tuviese un modelo de estado romanista, que duró hasta que la preponderancia de Castilla impuso su propuesta feudal de inspiración franca.
Alfonso III combatió en numerosas ocasiones a los musulmanes, tanto al emir Muhammad, como a los Banu Casí y otros rebeldes, casi siempre con fortuna. Bajo su patrocinio, Toledo prosperó y se mantuvo segura, y en 873 firmó un nuevo tratado con el emir, garantizándosele de nuevo su independencia a cambio de la renovación del tributo.
El fin del estado toledano
Durante sesenta años más, gozó Toledo de paz y prosperidad en medio de las vicisitudes de un siglo agitado, conservando su independencia y sus ignotos magistrados y leyes, de probable inspiración gótica. A la muerte de Alfonso III, el reino de León comenzó a caer víctima de luchas intestinas entre sus hijos y sus descendientes. La debilidad que también sufría el trono emiral de Córdoba mantuvo el estatus favorable a la independencia toledana, pero en 930 se produjo una fatal coincidencia que acabaría con ella. En Córdoba había ascendido al trono, 18 años antes, un joven llamado Abd ar Rahman, conocido como el III, nieto de Muhammad, el más grande de los gobernantes que daría Al Andalus, y el primero que se intituló califa (comendador de los creyentes), en 929. Había sometido a la aristocracia árabe y a los rebeldes hispanogodos de la serranía de Ronda, y ese año decidió que le había llegado el turno a Toledo. Sus embajadores al senado de la ciudad intimaron a su sometimiento efectivo. Los mozárabes habían tomado gusto a su ya larga libertad, y rechazaron el ultimátum. Un fuerte ejército andalusí fue enviado en mayo de 930 con orden de sitiar la ciudad, y el propio Abd ar Rahmán llegó al sitio un mes después con un ejército aún mayor.
Los toledanos se encomendaron al rey de León, su protector cristiano, disponiéndose a resistir.Ramiro II, a la sazón monarca, ordenó de inmediato una concentración de tropas en Zamora en 932, con objeto de acudir en socorro de los asediados. Por desgracia, fue justo ese el momento elegido por su hermano Alfonso IV, que había reinado unos años antes y se había retirado voluntariamente a un monasterio, abdicando en él su corona, para tratar de recuperar el trono con ayuda de algunos nobles. Ramiro II envió a Toledo una pequeña sección del contingente, mientras él mismo, con el grueso, se dedicaba a sofocar la revuelta y someter a los rebeldes en una larga campaña. El exiguo socorro (que en su camino reconquistó efímeramente la villa de Madrid) fue derrotado por las tropas del califa, y los hispanogodos de Toledo quedaron abandonados a su suerte.
En aquella hora trágica, no obstante, no decayeron en su obstinada independencia. Abd ar Rahman III había instalado su campamento a orillas del río Algodor, en el castillo de Mora, cuyo comandante muladí huyó al acercarse el ejército enemigo. Posteriormente se estableció en el monte de Charnecas, ya muy cerca de la poderosa urbe. Los asaltos fracasaron ante la denodada resistencia de los defensores, pero el califa, para mostrar su determinación, levantó en pocos días una ciudad en su campamento, a la vista de las murallas, a la que llamó Al Fatah (La victoria), dejando claro su empeño por tomar la ciudad, costara lo que costara. Similar táctica psicológica sería empleada siglos más tarde por los Reyes Católicos durante el sitio de Granada con la ciudad de Santa Fe.
El fracaso de la ayuda leonesa, la visión de la ciudad del califa y el hambre estrecharon y desfallecieron a los sitiados, que todavía resistieron un año más. Al fin, en 933, hubieron de rendirse ante el gran monarca. Dicen los cronistas que de todas las conquistas y victorias de Abd ar Rahmán III, la toma de Toledo fue la que mayor gozo y orgullo le produjo.
Epílogo
La existencia de un estado hispanogodo en pleno emirato andalusí, durante 80 años, y radicado en una ciudad tan importante como Toledo, a mayor abundamiento dominado por los cristianos, es un hecho insólito y poco estudiado en la historia de España. Probablemente esto sea por la escasez de datos que sobre él tenemos. Las crónicas leonesas apenas le citan, y las árabes se limitan a hacer recuento de las campañas emprendidas por los diversos emires para someter a los toledanos.
Fueron muchos los intentos que los orgullosos y levantiscos toledanos hicieron hasta conseguir su ansiada independencia. ¡Que lástima saber tan poco sobre su organización y leyes! Sólo podemos hacer conjeturas, y la primera de estas nos lleva a suponer un Toledo mayoritariamente católico pero sobre todo “fanáticamente” hispanogodo.
Conocemos la influencia que ejercía el metropolitano, y el nombre cristiano (Síndola) del único noble prominente que citan las fuentes, pero sabemos también que hubo un comandante de plaza muladí, y que los senadores toledanos no tuvieron inconveniente en aceptar como gobernador al musulmán Lope ben Musa. Aparentemente, mozárabes y muladíes, pese a la preeminencia de los primeros, convivieron en armonía en la Toledo independiente, y los únicos enemigos de los alzados fueron los extranjeros árabes y berberiscos. La religión, pues, no fue para ellos la causa primera de su rebeldía contra Córdoba.
De hecho, buscaron siempre la protección de poderes hispanogodos, sobre todo el del cristiano monarca leonés, pero también en cierta época la del islámico poderío de los Banu Casí.
Otro hecho relevante es que los toledanos, pese a tener más títulos de legitimidad a considerarse herederos del reino visigodo, jamás aspiraron a ello, nunca elevaron a uno de los antiguos nobles como rey, ni formaron un Aula Regia, ni resucitaron los concilios religoso-políticos tan característicos de la monarquía goda
Tal reclamación la cedieron al rey Alfonso III de León, por medio de la emigración de muchos mozárabes toledanos, sobre todo clérigos, a la corte alfonsina. Con ellos viajó el código de leyes, la organización cortesana y, en cierto modo, la “ideología” de rechazo al invasor árabe y afirmación cristiana e hispanogoda. Este ideal restaurador (que, de hecho, creó el concepto de “reconquista”) se plasma ya en la Crónica de Alfonso III- escrita alrededor de 883- y supuso la base para el goticismo que caracterizó al reino de León desde ese momento. Sin el flujo de mozárabes desde la independiente Toledo, muy probablemente este fenómeno no se hubiese producido.
A cambio, los toledanos establecieron una república o ciudad-estado, regida por un senado patricio, en el que, dado lo exiguo del territorio (aparentemente nunca se expandió fuera del triángulo formado por Talavera, Calatrava y Guadalajara), con seguridad predominaron los aristócratas burgueses y comerciantes sobre los terratenientes. Tampoco desconocieron la figura del gobernador o walí, como vemos en la figura de Lope ben Musa.
Cuando finalmente cayeron a manos de Abd ar Rahmán III tras un duro sitio de más de dos años, los toledanos habían logrado una ciudad con personalidad propia, que se mantuvo durante el posterior siglo que duró el califato. En ella, los mozárabes fueron una comunidad viva y próspera que perduró hasta la conquista de la ciudad por Alfonso VI en 1086. Este monarca y sus sucesores conservaron esa coexistencia de mozárabes y muladíes durante muchas décadas más, lo que sin duda fue base para el tópico de la convivencia pacífica de cristianos y musulmanes (demasiado mitificado en la historiografía actual), que en realidad fue más bien una excepción que una norma en la España medieval.
Una Toledo hispanogoda, libre y regida por cristianos, existió en plenos siglos IX y X, en medio del emirato cordobés de Al Andalus, y mostró su viabilidad mientras el gobierno árabe fue débil y estuvo minado por las guerras civiles y las insurrecciones. Durante ese período, considerado en el imaginario popular como el de una España predominantemente musulmana, Toledo vivió durante casi un siglo evocando de forma muy real su antiguo estatus de gran capital cristiana.
por Luis I. Amorós
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