Un barrio con personalidad propia es un microcosmos. No sólo por los negocios y establecimientos que le dan carácter y personalidad, o porque conserve una iglesia con uno de los cuadros más famosos de la pintura universal.
El barrio de Santo Tomé era un ejemplo de convivencia entre vecinos de diversas ideologías políticas, religiosas, culturales y sociales, sobre todo teniendo en cuenta las heridas y perjuicios de una no tan lejana guerra civil. Regreso a los cincuenta.
La mujer de un destacado comunista compraba en la tienda de ultramarinos de un policía armado, la madre de un cura vestía con ropas de los vecinos al Judas que sería quemado al atardecer, el devoto militar se engalanaba, al llegar el 18 de julio, con medallas, sable y guante blanco y se paseaba por el barrio, camino del Gobierno Militar a dar la cabezada, mientras un niño lo veía pasar, el exaltado falangista dialogaba con un joven anarquista, el barbero, poco amigo de curas, le hacía la tonsura al párroco, el santo director de un colegio prestaba unos preciosos jarrones a la parroquia, para el monumento del Jueves Santo, el librero vendía novelas de un escritor republicano junto con tebeos de El guerrero del antifaz, y el ilustre médico y escritor republicano asistía a misa de doce al cobijo de «El entierro del Conde de Orgaz».
Era como un retablo cívico y ejemplarizante de un barrio en el que todos se conocían y se respetaban.
El barrio tenía su Corpus Christi que los vecinos llamaban «El Dios chico», lo que enfurecía al párroco. Las campanas de la parroquia tocaban a misa y a muerto. Uno recuerda, sentado en el balcón de su casa, ver al famoso doctor, en las soleadas mañanas de un mayo refulgente, hablando a la salida de misa con un ilustre escultor que había vuelto del exilio y que se quedó a morir en Toledo, atendiendo a algún poeta que le solicitaba un prólogo para un libro de poesías a su madre, o cambiando recuerdos con un maestro carpintero que ayudó a cubrir de colchones el cuadro del Greco para protegerlo de los bombardeos.
«Aún nos queda, a los viejos del lugar, la farmacia, la iglesia, la sombra de la torre, el olor a aceite hirviendo de la churrería..»
En junio volvían las golondrinas, los vencejos y las ruidosas tormentas de verano y aparecían en la calle los puestos de sandías y melones. A veces venían titiriteros con una mona y un tambor, o charlatanes vendiendo ungüentos milagrosos, y de vez en cuando aparecía, como una tormenta, una mística, que al niño le llenaba de terror, una mujer que se había hecho monja y creado su propia orden, que se arrodillaba, pidiendo perdón por los pecadores delante del Cristo que preside el barrio desde los muros de la iglesia. El viento movía la melena del Cristo, regalo de una vecina devota que prometió cortarse la cabellera si su marido volvía vivo de la guerra, y el niño se imaginaba un milagro.
Pero vinieron los primeros turistas y en la fachada de una casa que había enfrente de la Iglesia, donde vivía una familia numerosa, pusieron un indicador en cuatro idiomas con una flecha en rojo, que orientaba por donde se iba a la Casa y Museo del Greco y que uno de los niños de la casa se aprendió de memoria, sin saber cómo se pronunciarían, ignorante de que más tarde echaría de menos la «house» y el «museum».
La calle se llenó de Seiscientos y la alpargatera y la estanquera y la del puesto de pipas y la de la tienda de hilos se murieron. Pusieron un nuevo alumbrado y asfaltaron la calle. El librero y el pescadero y la taberna de los boquerones famosos y la churrería cambiaron de negocio y aparecieron espadas, ceniceros con la estrella de David, pulseras y falsos guerreros, cerámicas hechas en serie y hasta las monjitas de San Antonio, en otro tiempo de clausura y misteriosas, abrieron sus puertas e inventaron unas galletas franciscanas. Entonces el barrio dejó de ser un lugar seguro, un paraíso, para ser un garaje, un continuo pase de modelos de turistas con minifaldas y sin sostén y es que el futuro estaba llegando.
Aún nos queda, a los viejos del lugar, la farmacia, la iglesia, la sombra de la torre, el olor a aceite hirviendo de la churrería, el chillido de los vencejos acordonando al verano, el olor a incienso y el olor a almendra dulce, azúcar santa, harina artesanal de la confitería, un recinto que permanece en el recuerdo de un niño que iba los domingos a comprar una docena de pasteles «con dos cafeteros» para su madre.
POR HILARIO BARRERO
17/10/2017 21:45hActualizado:17/10/2017 21:47h
http://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/centenario-quijote/abci-diario-jubilado-nueva-york-38-santo-tome-barrio-sin-fronteras-y-201710172145_noticia.html
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