lunes, 16 de septiembre de 2019

Desaparación y Muerte del Golfillo «Llaudí» en 1924

Tras dispararle en las laderas del Arroyo de la Degollada, Saturnino Torres confesó que se marchó a su casa dejando el cadáver allí tirado; de madrugada regresó, bajó al río, le ató una piedra a la cintura y lo arrojó al río

Molino de Romayla, a la izquierda de la imagen, dónde fue encontrado el cadáver de Llaudí (Foto, Thomas. Archivo Municipal de Toledo)

Por Enrique SÁNCHEZ LUBIÁN@eslubian
TOLEDO  13/02/2018

El día dos de enero de 1924, Quiterio Llaudí Urbán, de veinte años de edad, salió de su casa ubicada en la plaza de San Justo, de Toledo, para dirigirse a cazar en la dehesa de «La Sisla». Iba armado con una escopeta, si bien el perro que solía ir con él, se negó a acompañarle.

Sus hermanas, Clementa y Margarita, interpretaron la actitud del animal como un mal presagio, recomendándole que no fuese a aquella finca. No les hizo caso. Y bien que debió lamentarlo, porque ya no volvieron a verle con vida.




Desde jovencito Quiterio se convirtió en personaje conocido de la comisaría y agentes de policía toledana, formando parte de una banda de «golfillos» que con frecuencia eran citados en los periódicos de la época por sus fechorías. En 1915, cuando contaba dieciséis años ya fue multado por blasfemo. 

Cuatro años después, en agosto de 1928, fue detenido por haber protagonizado una gran pelea en el Paseo de Miradero junto a otros compañeros de la calle: Gregorio Morales «Penales», Gerardo Villasante, Honorato Martín «Callando», Antonio Mora «El Trompi», Ángel Palazón y Alfredo Galán «El Demonio».

No pasaría mucho tiempo hasta que este último y Llaudí diesen con sus huesos en la cárcel provincial, tras ser detenidos a requerimiento del juzgado de instrucción toledano.

Barranco del Arroyo de la Degollada, en cuyas cercanías tuvo lugar el fatal encuentro entre Quiterio Llaudí y Saturnino Torres (Foto, Aldus)

En la primavera del año siguiente, Quiterio y sus amigos se vieron involucrados en la investigación policial encaminada a aclarar el asesinato de un gañán en el tejar de «La Margara» ubicado en el Paseo de la Rosa. 

En abril de 1920 apareció en el mismo el cuerpo sin vida de Florentino Páramo Domínguez, natural y vecino de Sonseca. Tenía la cabeza magullada por una gran piedra y el cadáver se encontró semicubierto con unos haces de espadaña.

La noche en que se cometió el crimen, Quiterio y sus amigos dormían en otras dependencias del tejar. Declaró Llaudí que sobre las cuatro de la madrugada escuchó varios golpes secos provenientes del interior de un porche. Poco después uno de sus colegas oyó remover las gavillas de espadaña que allí se conservaban. A las cuatro y media de la madrugada, el sereno municipal hizo su ronda por el tejar, expulsando de allí a los muchachos, ya que algunos de ellos estaban fumando sobre los montones de leña almacenados.

Trascurridos unos días desde que Quiterio salió de casa para ir a cazar a «La Sisla», palacio y dehesas propiedad en aquellos momentos de la condesa de Arcentales, comenzó a extenderse la sospecha de que tal incidente pudiera estar relacionado con la enemistad que mantenía con un guarda de la misma, Saturnino Torres, quien anteriormente había trabajado en la finca de «Mazarrazín», donde sostuvieron una disputa al ser descubiertos Llaudí y sus amigos cazando furtivamente.

Saturnino fue detenido e interrogado por la policía. Declaró que la tarde del dos de enero vio de lejos, por las cercanías del Arroyo de la Degollada, a Quiterio y que luego escuchó unos disparos, diciendo no saber nada más. Ante la falta de pruebas que lo inculpasen quedó en libertad.

Estado actual de los restos del Molino de Romayla, donde hubo una fábrica de luz de “La Electricista” (Foto, Rafael del Cerro)

Sin noticias ni pistas sobre el desaparecido, el 24 de enero, Román Ariz Galindo, juez de instrucción interino de Toledo, hizo público un anuncio de búsqueda del joven Llaudí: «hijo de Venancio y de Jesusa, de 20 años de edad, natural y vecino de esta capital, de estatura más bien alta, vestido con americana negra y debajo otra de color pasa, pantalón negro con rayas blancas, gorra negra y alpargatas blancas». 

Así mismo, a instancias del comisario de Toledo, desde la Dirección General de la Policía se extendió orden para su búsqueda por toda España. Los esfuerzos fueron inútiles. Las semanas pasaban y nada se sabía del paradero del joven.

Dos meses después el misterio comenzó a resolverse. A las ocho y media de la noche del día 21 de marzo, operarios de la fábrica de luz de «La Electricista» ubicada en la presa de Romayla, encontraron el cadáver de un hombre retenido en la reja instalada para evitar el paso de basura a sus instalaciones. Para que la corriente no se lo llevase, sujetaron con alambre uno de sus brazos a la verja.




De inmediato, dieron aviso a la comisaría y pidieron permiso para orillar el cadáver, no fuera a desprenderse y corriese aguas abajo. Personados allí el forense, el juez, y agentes policiales no tardaron en reconocer a la víctima como Quiterio Llaudí. A su cintura tenía atada una soga de esparto, en cuyo extremo figuraban restos de unos nudos que bien podrían haber servido para lastrar el cuerpo con una piedra.

Los restos de Quiterio fueron trasladados al Cementerio, donde se descubrió la existencia de dos agujeros en el cuello, que parecían haber sido causados por arma de fuego.

Vista aérea del Palacio de la Sisla y sus dehesas, en las que prestaba servicio de guarda Saturnino Torres (Foto, Archivo Municipal de Toledo)

Conocidas estas circunstancias, agentes policiales se dirigieron a «La Sisla» para volver a tomar declaración a Saturnino Torres y otros compañeros suyos. No tardó el sospechoso en declararse autor del crimen, dictando el juez de instrucción de la capital, Cándido Julián Serna Rodríguez, auto de procesamiento y prisión sin fianza contra él.

A primeras horas de la tarde del día 25, un destacamento de la guardia civil trasladó al detenido desde la cárcel provincial a «La Sisla» para proceder a la reconstrucción del crimen. Los hechos se sucedieron en las laderas del Arroyo de la Degollada. Tras haber disparado contra Llaudí, Saturnino se marchó a su casa dejando el cadáver allí tirado. De madrugada regresó al lugar de los hechos y metió el cuerpo de su víctima en un saco. 

Cargando con él subió hasta un paraje conocido como «Paredes blancas» y desde allí a la Ermita del Valle, bajando luego al río. Cuando llegó a su orilla, lo extrajo del saco, le ató una piedra a la cintura y lo arrojó al fondo de las aguas. Confesó haber realizado todas estas acciones en solitario y condujo a la comisión judicial al lugar donde arrojó la escota de Quiterio, entre los molinos de Saelices y Romayla.

Mientras se realizaba esta reconstrucción, en la barriada de San Lucas y el Barco de Pasaje, multitud de vecinos iban concentrándose para ver cuanto ocurría al otro lado del río. Terminada la investigación, la muchedumbre se trasladó hasta el Puente de San Martín, esperando el regreso de Saturnino hacia la prisión del antiguo convento de Gilitos.

En prevención de incidentes, en la explanada de entrada al puente se personaron fuerzas de la guardia civil a caballo. Cuando llegó allí el automóvil con los miembros del juzgado, los concentrados lo detuvieron, obligando a sus ocupantes a bajar del mismo para comprobar que Saturnino no viajaba en él. El homicida confeso venía detrás, andando, custodiado por la Benemérita.

Al llegar al lugar, el gentío comenzó a insultarle y arrojarle piedras, pidiendo a las fuerzas del orden «que lo dejaran sólo para poder acabar con él». 

Para esquivar las pedradas, el detenido, que caminaba esposado y embozado con un tapabocas, procuraba refugiarse entre los caballos de los civiles, mientras estos simulaban una carga para calmar los ánimos. 

Sable en mano, una de las parejas de a caballo hubo de abrirse paso por el Paseo del Tránsito hasta que, finalmente, pudieron dejar a Saturnino en la cárcel provincial.

Para hacer frente a los gastos del entierro de Llaudí, su familia recurrió a aportaciones económicas de amigos y conocidos.

En señal de agradecimiento, sus hermanas hicieron entrega de la lista de donantes a la redacción de «El Castellano», periódico al que, también, concedieron una entrevista.Recorte de “El Castellano” dando cuenta del hallazgo de cuerpo de Llaudí semanas después de su desaparición.

Contaban que Quiterio era bastante reservado, desconocían ellas las rencillas que habían tenido anteriormente con Saturnino. Añadían que comenzaron a presagiar lo peor a los dos días de su desaparición, ya que aunque a veces no dormía en casa, era extraño que faltase tanto tiempo. 

Le buscaron por ventas cercanas a la capital, preguntando en algunas prenderías por si había vendido la escopeta.

También hicieron algunas gestiones en la Academia, pues en ocasiones intentaba ganar algún dinero portando equipajes de los cadetes en sus desplazamientos desde el Alcázar a la estación del tren. 

Terminaban sus declaraciones confiando en que la justicia impusiera al asesino de su hermano el castigo merecido.




Veintiún meses hubieron de esperar Clementa y Margarita para que en diciembre de 1925 la Audiencia Provincial condenase a Saturnino Torres a catorce años de reclusión temporal y cinco mil pesetas de indemnización.

Para entonces elAyuntamiento de Toledo había recompensado con cincuenta pesetas a Primitivo Morales Marcos y Agustín Ortega Gutiérrez, operarios de «La Electricista», por haber sacado el cadáver de Quiterio de las aguas del Tajo.

Enrique Sánchez Lubián, periodista y escritor

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