lunes, 9 de septiembre de 2019

Moriscos expulsados de Granada y Avecindados en Toledo (I)

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A la hora de construir el pasado, esa parte de la memoria colectiva que da respuesta a los problemas que sucedieron hace tiempo, es imprescindible contar con un armazón epistemológico, indagar en unas fuentes primarias y poner imaginación a los razonamientos que surgen de la investigación. 

Parte insustituible en esa tarea son los documentos y, entre las fuentes heurísticas conservadas, los protocolos notariales presentan numerosas ventajas: posibilitan rehacer la cultura material, abordar aspectos económicos, bucear en los entramados patrimoniales y hereditarios, estudiar las redes materiales, ojear los detalles de la vida cotidiana, etc

Poseen otras particularidades, como la de posibilitar la seriación, aceptar la crítica sistemática y ofrecer un alto grado de fiabilidad. 

Presentan un lado negativo: requieren emplear mucho tiempo en su consulta para obtener conc lusiones.

 El hilo conductor de este artículo discurre por el ejercicio profesional de dos escribanos, cuyo cometido consistió en dar fe de lo acaecido a personas concretas. 




Diego Sotelo, el primero, se encargó de efectuar el registro de los exiliados granadinos llegados a Toledo entre los meses de noviembre y diciembre del año 1570. Acreditó con su signo y firma cuántos eran y de dónde procedían.

El otro fedatario, llamado Blas Hurtado, extendió tres poderes generales para pleitos a 6 

POTENCIALES DISIDENTES

El asentamiento requerimiento de varios cientos de moriscos. Ambas fuentes, de contenido extrapolable, recogen diversos trazos para ajustar la radiografía de los granadinos traídos a Toledo, en tanto en cuanto en ese material heurístico hay referencias, nombre, origen, rasgos físicos, composición familiar, parroquia de residencia, así

El levantamiento de los moriscos tuvo lugar durante la Navidad del año 1568 en varios puntos de las Alpujarras, con conexiones por la serranía de Ronda y la Axarquía malagueña.

 El caudillo del movimiento, Aben Humeya, o Fernando Valor por el nombre castellanizado, mantuvo una resistencia irreductible por medio de un sistema de guerrillas contra las tropas de Felipe II, mandadas primero por el marqués de Mondéjar y con posterioridad por Juan de Austria.

La rendición quedó sellada con unos acuerdos de paz entre Juan de Austria y Aben Aboo, en noviembre de 1570, cuyas condiciones implicaban la expulsión de varios miles de granadinos de su tierra.

La migración se ejecutó en varias fases y con destinos muy dispares, quedando dispersados por diversos puntos de Andalucía Occidental, Extremadura y la actual Castilla-La Mancha.

El asentamiento resultó dificultoso e implicó tensión y nerviosismo, hasta el extremo de provocar un estado de alerta permanente, ambiente que permaneció latente hasta su definitiva expulsión en 1609.

Esos temores hicieron de ellos objetos de una particular vigilancia, con el fin de paralizar la posible conformación de una quinta columna de subversivos o el hecho de facilitar información al turco para perpetrar una invasión. 

El comportamiento religioso de los desterrados será observado de manera rigurosa al llegar a su destino. 

Tenían prohibido hablar en su lengua, las fiestas eran espiadas con mucha atención, al igual que las costumbres alimenticias, quedaban destruidos los libros escritos en alfabeto árabe y refrenado cualquier signo de sincretismo morisco-cristiano.

 Todas esas medidas iban encaminadas a conseguir una disciplinada evangelización y, al unísono, intentando que olvidaran los rasgos culturales islámicos y perdiesen su identidad. 

La activa participación del clero secular, ayudado por los sacristanes, iba a ser decisiva en el proceso de adoctrinamiento, mientras la base normativa, el otro pilar de esa conversión, quedó contenida en las actas sinodales, así como las sanciones pecuniarias por su incumplimiento. 

Las autoridades eclesiásticas encontraron diversos escollos durante la primera fase de la aculturación, sobre todo a la hora de erradicar los hábitos de una tradición secular que quedó enmarañada por el impenetrable secretismo con que practicaban sus costumbres. 

Desde instancias arzobispales se solicitó la cooperación de los eclesiásticos diocesanos, teniendo en consideración que era imprescindible disponer de una información solvente sobre la herencia cultural y los hábitos religiosos recién adquiridos, a fin de conseguir unos resultados más efectivos en el adoctrinamiento. 

Así se hizo. 

Para ello fue utilizada una pesquisa confidencial, de ámbito muy limitado, cuyo centro de interés giró en torno a los procedimientos a emplear en su educación religiosa; aparte de que la indagación sirvió de base a un contexto normativo que enfocó con la máxima extensión el adoctrinamiento posterior, una acción que tardó en ponerse en práctica, con unos primeros pasos caracterizados por una relativa parsimonia. 

Por esas circunstancias, desde el Consejo de la Gobernación de la diócesis toledana se esbozaban algunas actuaciones a corto plazo, antepuestas hasta llevar las recomendaciones más determinantes a la asamblea del clero diocesano presidida por el arzobispo. 

Las reflexiones sobre aquellas proposiciones permitieron incluir buen número de ellas en las actas del sínodo convocado por el metropolitano Quiroga, allá por el año 1580, y aplicadas con prontitud. 

Dentro de las numerosas incertidumbres sobre la actitud y comportamiento religioso de aquellos “naturales de Granada”, una de las principales disyuntivas consistió en saber si los nacidos en la sierra durante el levantamiento estaban bautizados y qué nombres usaban.

 Se presentía que muchos no recibieron esas aguas ni tenían nombres cristianos, ya que no hablaban castellano ni lo entendían, aparte de que sus padres no sabían firmar y cuando lo hacían utilizaban los caracteres árabes. 

La jerarquía religiosa consideró fundamental conocer cuántos eran los cristianizados antes y después de la revuelta y con la mira puesta en ese objetivo se ordenaba preparar “una minuta de los moriscos que están en este arçobispado y se sepa por dónde fueron baptizados sus hijos”. 




Aquel recuento iba a utilizarse después como suplemento a las matrículas parroquiales y a los registros vecinales confeccionados a tenor de lo contenido en la pragmática del año 1572.

 Las conclusiones sinodales contienen varias medidas encaminadas a erradicar las prácticas religiosas heterodoxas de aquellos moriscos, buena parte de ellas celebradas con un sobrado oscurantismo.

Uno de los hábitos a extirpar tuvo relación con el rito de amortajar los cadáveres y emplear como sudario las camisas de lienzo nuevo y los almaizares, o lo que es igual, las tocas con que cubrían la cabeza. 

Los curas de almas quedaron facultados para suprimir de forma enérgica ese signo de identificación cultural, aunque la tarea requería la implantación de medidas de observación y un seguimiento preciso: “y hallándolos con tales mortajas o almaizares den noticia dello a los vicarios y jueces para los que lo hicieren sean castigados con todo rigor”.


POR HILARIO RODRÍGUEZ DE GRACIA 
Profesor de Enseñanza Secundaria 

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