martes, 15 de enero de 2019

La Vida en el Colegio de Doncellas Nobles de Toledo (III)

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En el primer punto o artículo nombra como protectores y defensores de la institución a los arzobispos de Toledo que le sigan en la silla arzobispal, “rogándoles” acepten el patronazgo de la misma y protejan tanto a las personas del Colegio como al mismo y a su hacienda, a la vez que es pide le visiten una vez al año y si alguna circunstancia se lo impidiese, envíen a una persona idónea en su lugar, y que manden corregir y enmendar aquello que creyesen necesario en el servicio de Dios y bien y provecho del Colegio.

Da potestad al arzobispo de Toledo para que nombrara administrador general y rectora del Colegio, cuando falleciesen las personas que él había designado.

No podía faltar, como es lógico, dada la obsesión que sobre el tema tenía el Cardenal-Arzobispo, la exigencia de la información del linaje y limpieza de sangre de los dos cargos más importantes: el del administrador y el de la rectora, conforme al estatuto que él había implantado en la Iglesia de Toledo; así como que se hiciese información de sus costumbres, honestidad y suficiencia.

Pero, claro, había que hilar más fino y por eso añade el prelado que la persona a la que se encargara hacer el informe fuese cristiano viejo y hombre de buena vida y costumbres.


Establece que haya cien doncellas en el Colegio, todas naturales del arzobispado de Toledo, excepto seis de ellas, número que guarda para personas de su linaje, aunque no hubiesen nacido en dicho arzobispado. Estas seis plazas siempre deberían estar cubiertas por consanguíneas del Cardenal y no por otras doncellas ajenas a su familia.

Todas las doncellas debían entrar en el Colegio a la edad de siete a diez años “y no de más”. Las niñas serían admitidas conforme a lo que dejó establecido en su testamento, de acuerdo con las cualidades antedichas, pero primando siempre la piedad.

Resultado de imagen de Colegio de Doncellas Nobles de ToledoEstas doncellas, al igual que el administrador y rectora, serían investigadas en su linaje para impedir que entrase ninguna de ellas con sangre judía, mora o de herejes en sus venas y que fuesen hijas de legítimo matrimonio, pues sin este último requisito tampoco serían admitidas.

 La investigación se haría a costa del Colegio. Cuando llegase “la sazón y tiempo oportuno”, cada año se casarían diez doncellas, a las que se les daría su dote; pero estos casamientos habrían de hacerse con un orden establecido, es decir, por su antigüedad en el Colegio y no de otra manera.

Los puestos de las que se casasen serían ocupados por otras diez doncellas, las cuales entrarían con las condiciones antedichas, para que de esta manera hubiera siempre cien colegialas (lo mismo ocurriría en caso de fallecimiento de alguna de ellas mientras estuviese interna).

Los futuros esposos también serían investigados en su linaje y costumbres y se haría información de ello por el arzobispo, a fin de que tuviesen las mismas cualidades y limpieza que la doncella con la que habían de desposar. Si alguna no quisiera casarse podía permanecer en el Colegio por todos los días de su vida; pero si deseara profesar como religiosa, se le daría la salida, mas no recibiría dote alguna.

La dote que recibiese la doncella al casarse debía quedar asegurada a través de “instrumento público” por el marido –dado que por entonces la mujer no tenía independencia jurídica–, a fin de que si alguna de ellas moría sin descendencia, volviese la asignación al Colegio, permitiéndola en ese caso poder testar sólo sobre un tercio de su valor.

Todas las doncellas vestirían uniforme de paño blanco proporcionado por el Colegio y lucirían en el pecho la insignia de Nuestra Señora de los Remedios.

Como el fin que se proponía el Cardenal era educar buenas madres de familia cristiana y bien instruidas amas de casa, ellas serían las encargadas de realizar todos los servicios que se requirieran “dentro de la clausura”, organizándose por días o semanas, según criterio de la rectora. Debían comer todas juntas en el refectorio, al que no debía faltar la rectora.

Y como esta institución tenía ciertas similitudes con la vida de un convento, dispone que mientras la hora de la comida se lea alguna lectura de “libros en romance” sobre vidas de santos y buenas doctrinas, las cuales serían elegidas por el arzobispo de Toledo; además, antes de iniciar la comida, cena o colación debían rezar todas juntas una oración compuesta por el propio purpurado.

Después de haber comido debían ir todas las colegialas en procesión al coro, cantando en tono bajo el himno compuesto por el Cardenal en alabanza de la Virgen y, una vez terminado, la rectora diría, en el mismo tono, la oración que igualmente él dispondría. Finalizado esta ceremonia volverían todas a sus labores y quehaceres.


Toda persona que quisiese o necesitase entrar en el Colegio (incluido médico y cirujano), debía hacerlo con permiso del administrador y de la rectora y, como si de un convento de clausura se tratase, acompañada de dos “guardas”, una de las cuales iría tañendo una campanilla advirtiendo de la presencia de un extraño.

Asimismo, cuando una de las colegialas recibiese en el locutorio a alguna persona, debía estar acompañada de “una escuchadera y guarda” para que oyese toda la conversación a fin de evitar cuestiones indecentes o livianas.

El Colegio debía permanecer totalmente cerrado y las llaves de todas sus puertas estarían en posesión de la rectora. 


Cuando fuese necesario abastecerse de leña, carbón u otras provisiones, se abriría la puerta señalada al efecto y todo el tiempo que se necesitase para introducir dichas provisiones debía asistir el administrador, el cual debía mantenerse presente hasta el cierre de la puerta.

Pero las cosas de pequeña entidad o tamaño debían ser introducidas en el Colegio por el torno, a fin de abrir las puertas el menor número de veces posible.


 Se diría misa diaria, pero la de los domingos, fiestas de guardar o pascua, sería un poco más tarde y se incluiría un sermón, que predicaría quien designasen el arzobispo y el administrador y al que se le compensaría con un estipendio.

Para cubrir las necesidades espirituales del Colegio (confesores de las colegialas) y celebrar los oficios divinos en su capilla, ordena el nombramiento de un capellán mayor y otros cuatro capellanes. 


El que de estos le tocase de semana, tendría que decir una misa cantada después de la hora prima, la cual oficiarían los demás capellanes.

Terminada, todos los capellanes se acercarían al sepulcro del Cardenal y cantarían un “de profundis” con su responso y oraciones por su alma, la de sus padres, deudos y todas las del Purgatorio. 


Otras dos misas se dirían por otros dos de los capellanes, una antes de la misa mayor y otra después y acabadas, cada uno de los capellanes rezaría un responso ante su tumba, ofreciéndolo por su alma y las demás anteriormente declaradas.

Todos los sábados se diría la misa de Nuestra Señora, cantada, y por la tarde vísperas, asimismo cantadas. Ambas funciones se dirían también las vísperas de las fiestas de la Virgen y de los otros días de fiesta solemne y al día siguiente misa y sermón.

Todos estos servicios debían realizarlos personalmente, no delegándolos en otra tercera persona, excepto en caso de enfermedad, pues si faltasen a sus obligaciones serían multados en la misma cuantía que ganaban.

No podía faltar, como es lógico, la exigencia de que los capellanes y sacristanes fuesen cristianos viejos, de sangre limpia, a los que se haría la información de limpieza como a todos los que tuviesen algo que ver con la institución, por comisión del arzobispo.

 Lo mismo requería para los mayordomos, médico, cirujano, boticario, letrados y demás oficiales y criados, tanto mayores como menores, quedando dichas informaciones archivadas en el Colegio.


Tampoco serían admitidos ni doncellas, ni dirigentes, ni servidores, con enfermedad contagiosa. Todas las personas destinadas a servir en el Colegio, tanto en lo material como en lo espiritual, serían elegidas por el administrador, ateniéndose a las cualidades exigidas. 


Se reserva la capilla para su enterramiento, prohibiendo que nadie más fuese enterrado en ella.

En el archivo del Colegio debería haber un libro en el que se asentarían los nombres de todas las doncellas, los de sus padres, abuelos, pueblo del que procedían, día, mes y año en que entraron y en tiempo de qué arzobispo, administrador y rectora. 


Es decir, una ficha completa. Estas constituciones debían ser leídas todos los domingos primeros de mes en presencia de todas las personas del Colegio.

POR Ángel Santos Vaquero 
Doctor en Historia 
http://hispaniasacra.revistas.csic.es/index.php/hispaniasacra/article/viewFile/518/518

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