En la primavera de 1577 llega a Toledo uno de los mayores genios de la pintura universal; Doménico Theotocópuli “el Greco”.
Este artista de origen cretense (de ahí su apodo), no viene a Toledo por azar, sino para trabajar en el retablo de Santo Domingo el Antiguo por encargo del deán de la Catedral, don Diego de Castilla. En dicho retablo el artista pinta diez lienzos, entre los que destaca el central; “La Asunción de la Virgen”.
Tanto éxito tuvo el Greco con esta obra que ese mismo año el cabildo de la Catedral le encargó otro cuadro, finalizado dos años después, que contribuyo a enaltecer más la imagen del pintor; “El Expolio”.
Pero la mente del genio estaba más pendiente de Madrid, donde pretendía trabajar como pintor al servicio de Felipe II, que de su supuesta estancia provisional en Toledo. Viendo frustrados sus deseos de triunfar en Madrid el artista se asienta definitivamente en Toledo, donde incluso mantiene una relación con una joven Jerónima de las Cuevas, con la que tendrá un hijo; Jorge Manuel.
Pasados diez años desde su llegada a Toledo el Greco se convierte en un prestigioso artista al que acuden los cargos eclesiásticos más importantes de la ciudad para encargarle muchas de las obras que por entonces se hicieron en la ciudad del Tajo. Así le llegó el encargo de la que posiblemente es su obra maestra, “El Entierro del Conde de Orgaz”, que los toledamos tenemos la fortuna de poder visitar continuamente en la iglesia de Santo Tomé, y que a diario es visitada por cientos de turistas que acuden expresamente a contemplar una obra que es considerada de las más importantes de la historia de la pintura.
El pintor era por entonces feligrés de la parroquia de Santo Tomé, al residir en unas viviendas cercanas propiedad el Marqués de Villena. El por entonces párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, acude al cretense para encomendarle el trabajo de una obra que con el tiempo se convertiría en histórica.
El pintor era por entonces feligrés de la parroquia de Santo Tomé, al residir en unas viviendas cercanas propiedad el Marqués de Villena. El por entonces párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, acude al cretense para encomendarle el trabajo de una obra que con el tiempo se convertiría en histórica.
Para hacernos una idea básica de lo que en el cuadro se representa, sirva el relato narrado a continuación:
EL MILAGRO DEL GRECO
(Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte)
El 23 de diciembre de 1323 fue un día desgraciado para Toledo. Por todas sus ensortijadas calles caminaba una multitud apesadumbrada camino de la iglesia de Santo Tomé. Pero en su rostro no se reflejaba la algarabía característica de los días festivos en que todo el mundo salía a la calle a formar parte del bullicio. Al contrario, en su rostro iba la huella de una profunda y triste preocupación. El motivo era el fallecimiento pocos días atrás de su querido paisano don Gonzalo Ruiz de Toledo.
Don Gonzalo era uno de los caballeros más ricos, nobles y venerables de Toledo. El caballero había sido bondadoso con sus vasallos y amigos, y también había sido fiel y ejemplar con los tres monarcas a los que sirvió. Retirado por la edad vivió sus últimos años de vida preocupándose por hacer el bien a su alrededor. Por eso, con la conciencia tranquila, le llegó serena la muerte al noble caballero.
Su cuerpo descansaba en la iglesia de Santo Tomé, edificada a sus expensas como las de San Agustín y San Esteban, santos de los que don Gonzalo era gran devoto. Sus parientes y amigos más allegados velaban su cuerpo hasta que llegara la hora en que había de recibir cristiana sepultura en el mismo templo, porque su humildad había querido que le enterrasen en aquel lugar y no en otro.
Las campanas de todas las iglesias tañían tristemente llorando tan desgraciada pérdida. En el cielo, en cambio, el sol brillaba y no se dejaba ver una sola nube, como si allá en lo alto todo fuera júbilo y alegría.
La multitud seguía acudiendo al templo en elevado número, siendo tantos que era imposible su entrada en él. La mayoría de los que se reunieron para dar su último adiós a don Gonzalo no tuvieron más remedio que hacerlo desde las calles cercanas. Cuando ya no quedaba un solo hueco en el templo, en las calles, en las ventanas, o en los balcones, la multitud quedó en un respetuoso silencio.
La campana de Santo Tomé continuaba repicando anunciando el momento solemne del enterramiento. Junto al inerte cuerpo del fallecido caballero se encontraba abierta la fosa preparada a recibir tan importante huésped. El coadjutor y el párroco se disponían a pronunciar las palabras con las que la religión católica despide el cuerpo del alma. Frente a ellos un pajecillo sostenía un hacha reflejándose la inocencia infantil en sus ojos. Dos caballeros de los más allegados de don Gonzalo se adelantaron para depositar su cuerpo en la sepultura…
Fue entonces cuando sucedió algo inexplicable. Sin saber de dónde vinieron ni cómo llegaron aparecieron dos personajes que sorprendieron a todos los concurrentes. Uno era un anciano con hábitos episcopales, mitra en la cabeza y larga barba blanca. El otro un joven apenas salido de la adolescencia y vestido de diácono. Apartando a los dos caballeros levantaron el cuerpo de don Gonzalo del suelo y lo depositaron delicadamente en la sepultura. Alguno de los asistentes reconoció en ellos a San Agustín y San Esteban tal y como los pintaron los primeros cristianos. Mientras terminaban de depositar el cuerpo en la sepultura se oyó una voz sobrenatural que decía:
-‹‹Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve.››
Y sin que mediaran manos humanas comenzó la campana de la iglesia a cambiar su triste son por un glorioso repicar.
Todos los testigos de tan maravillosa escena quedaron paralizados, incapaces de hacer un solo movimiento o pronunciar palabra. Sólo pudieron alzar sus ojos a lo alto presenciando un espectáculo mucho más maravilloso. Vieron como si el techo del templo se hubiera levantado y el Cielo se hubiera abierto allí mismo. El alma de don Gonzalo se dirigía hacia lo alto, mientras la Virgen y Jesucristo le recibían con los brazos extendidos. Coros angelicales acompañaban armoniosamente el memorable momento.
Cuando la música cesó se cerró el Cielo y desaparecieron los Santos, cayendo todos de rodillas dando gracias a Dios. El gentío que se hallaba fuera también había sentido la grandeza del momento y se unía a las plegarias rezando y llorando. Rezaban por el fallecido caballero, y lloraban por sus propios pecados que tan bien habían podido ver a la luz deslumbrante del milagro.
Habían pasado casi tres siglos desde aquel memorable suceso y la tradición mantenía fresco su recuerdo en la mente de todos los toledanos. Por si era necesario quedaba en el templo la tumba de don Gonzalo, y sobre ella una lápida que recordaba a todos el acontecimiento, fiel narradora de lo sucedido.
Pero el párroco, don Andrés Núñez de Madrid, no estaba satisfecho con esto, ya que prefería una representación de la escena de la que el templo había sido escenario. Para ello buscó un pintor que fuera capaz de plasmar en el lienzo tal escena con un soplo de vida.
Por entonces vivía en Toledo un introvertido pintor llegado desde Creta llamado Doménico, pero más conocido por el sobrenombre de “el Greco”. Se conocía poco de él, pero los rumores decían que era un hombre extravagante, de fuerte carácter, y que siempre andaba en pleitos, molesto por los que le encargaban trabajos y pagaban a regañadientes. Pero si el hombre no era atrayente sí lo era el artista. Con sólo unas cuantas obras, como el famoso “Expolio” de la Catedral, logró cobrarse merecida fama en la ciudad.
A este pintor acudió el venerable párroco acordando enseguida el precio y el plazo para finalizar el cuadro. Inmediatamente comenzó el genio a trabajar en aquella obra poniendo en ella toda su fe católica y todo su amor de artista. Durante el largo período que duró su laboriosa tarea nadie pudo verle. Pero cuando por fin la acabó se fijó día para la exposición de la obra, y aquel día, como tres siglos atrás, el templo se volvió a llenar de gente.
Todos los descendientes de cuantos presenciaron el milagro trescientos años antes se agolpaban allí, así como los personajes más importantes de la ciudad. La campana repicaba invitando a todos a acercarse a ver el cuadro.
Cuando llegó el momento, el artista orgulloso de su trabajo, tiró del velo que cubría el cuadro, y a pesar de la escasa iluminación del templo resonó en él un grito de admiración de todos los asistentes. La escena que la tradición había conservado fielmente se plasmaba en el lienzo de una manera inimaginable. Allí estaban San Esteban y San Agustín sosteniendo el cuerpo de don Gonzalo, el sacerdote y su coadjutor, el pajecillo… Y en lo alto se abría el Cielo viéndose en él la escena del Juicio, y Cristo con su Madre, y la legión de coros angelicales…
La tradición se había hecho tangible y se ofrecía a la mirada de todos. Dios había hecho un milagro reproduciendo el entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo a través de las manos del Greco en aquel cuadro.
Han pasado siete siglos desde el primer milagro, pero ahora podemos encontrar en la iglesia de Santo Tomé los dos grandes milagros; el milagro de la fe y el milagro del arte.
La escena principal del cuadro es protagonizada por don Gonzalo Ruiz de Toledo, que en realidad era señor de Orgaz pero no conde, ya que el condado fue conseguido por sus descendientes en el siglo XVI, por lo que el cuadro debería ser llamado realmente “El Entierro del Señor de Orgaz”, aunque a estas alturas poco importe tal vez ese detalle. La historia nos confirma que este noble vivió entre los siglos XIII y XIV, y destacó por sus obras de caridad y continuas donaciones a diferentes instituciones religiosas de Toledo, como por ejemplo la donación de terrenos que hizo para que los monjes agustinos que por entonces vivían en la parroquia de San Esteban, a orillas del río pudieran trasladarse.
En época de Fernando IV tuvo importantes cargos en Toledo, como notario mayor del reino de Castilla, o incluso alcalde de Toledo. Don Gonzalo había expresado su deseo de, cuando muriera, ser enterrado en Santo Tomé, ya que ésta era su parroquia, pero a ser posible en algún lugar apartado del altar al no sentirse digno de ocupar un lugar principal. Y así ocurrió en 1323, cuando el noble fallece. El milagro que se atribuye al momento del entierro es el narrado anteriormente, y se ha querido justificar la presencia de San Agustín y San Esteban los santos que depositaron al fallecido en su tumba en agradecimiento a las obras indicadas anteriormente, hacia los monjes agustinos bajo la advocación de San Esteban.
Antes de fallecer don Gonzalo dejó escrito en su testamento que los vecinos de Orgaz deberían pagar todos los años para el cura, ministros y pobres de la parroquia de Santo Tomé la cantidad de dos carneros, dieciseis gallinas, dos pellejos de vino, dos cargas de leña, y ochocientos maravedíes. Estas rentas anuales se pagaron de forma ininterrumpida hasta el año 1564, cuando el Concejo de Orgaz de manera unilateral decidió acabar con esta donación anual. El párroco de Santo Tomé, don Andrés Núñez, acudió a la justicia, obteniendo el completo respaldo judicial y percibiendo una compensación. Con estas ganancias el párroco decide mejorar la capilla funeraria del benefactor, y realizar el encargo del cuadro al Greco, firmando el contrato para su ejecución el día 18 de marzo de 1586, y haciendo el pago final de la obra el día 20 de junio de 1588. El total del coste ascendía a mil doscientos ducados.
Jesús J. Cerdeño 17 febrero, 2015
http://www.misteriosdetoledo.com/el-milagro-del-greco/
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