El elegido para ocupar la nueva sede, el cluniacense francés don Bernardo de Sédirac, a la sazón abad del monasterio de Sahagún, era una persona de total confianza del papa Gregorio VII, el promotor de la reforma.
Este personaje, fiel ejecutor de las consignas emanadas de Roma, desde el primer momento de su estancia en Toledo dio evidentes pruebas de que no contaba para nada con los mozárabes para la reorganización eclesiástica de la ciudad, máxime cuando parecía que éstos tampoco daban muestras de querer aproximarse a las nuevas formas litúrgicas.
El primer signo fue el de la elección de la que habría de ser la sede episcopal. El lugar, aparentemente lógico, pues ya ostentaba esa condición, podría haber sido la iglesia de Santa María del Alficén, la cual, como ya hemos señalado anteriormente, había sido la sede de los metropolitanos mozárabes de Toledo.
Sin embargo, don Bernardo no la consideró como lugar conveniente en el que reinstaurar la nueva catedral, tal vez por tratarse de un edificio vinculado a un pasado con el que era necesario cortar. Tampoco era el momento de plantearse la construcción de un nuevo edificio.
En aquellas circunstancias el lugar elegido habría de ser la mezquita aljama, situada en el centro de la ciudad y no en una zona marginal como era el Alficén. Era el espacio idóneo para hacer más efectiva la presencia del nuevo poder eclesiástico, a la par que se podía irradiar mejor la nueva liturgia romana en el proceso de organización parroquial que habría de aplicarse de inmediato para el conjunto de la ciudad.
Lo que desconocemos es donde, desde mayo de 1085 –entrada de Alfonso VI en Toledo– hasta julio de 1086 –ocupación de la mezquita aljama– estuvo establecida, provisionalmente, la sede arzobispal toledana. Cabe pensar que, desechados los enclaves mozárabes, se habría ubicado en alguna de las mezquitas abandonadas de la ciudad. La nueva catedral se consagró bajo la advocación de Santa María, con lo que volvía a retomar su denominación histórica, que curiosamente remitía al pasado visigodo con el que, al menos desde el punto de vista litúrgico, se quería cortar.
En tal circunstancia la homónima del Alficén ya no tenía sentido –no podía haber dos catedrales, y además bajo la misma advocación– por lo que no es sorprendente que Alfonso VI la donase en 1095 a los frailes de San Víctor de Marsella. De esta manera los mozárabes se veían desposeídos de su edificio más emblemático, en el que, nada menos, la Virgen se había aparecido a San Ildefonso y le había entregado una casulla que, entonces, se encontraba entre las múltiples reliquias del arca santa de Oviedo.
Este hecho milagroso, que no se podía ignorar, se podía convertir en un inconveniente para el prestigio de la nueva catedral, por lo cual, como ha señalado Francisco J. Hernández, no es extraño que desde 1086 se empezase a insinuar que la basílica del santo obispo no era la antigua iglesia de Santa María, sino la nueva.
A lo largo del siglo XII el relato del milagro se fue modificando, precisando que la Virgen no se había apoyado en un trono de marfil sino en una columna. Pronto se levantaría en el interior de la catedral un altar junto a la columna en la que supuestamente se apoyó la Virgen84. Cerca de la misma, en 1214 se fundó una capilla en honor de San Ildefonso que luego daría origen a la llamada de la Descensión.
Todo esto en unos momentos en los que el edificio todavía seguía siendo el de la antigua mezquita aljama y en el que se habían enterrado reyes como Alfonso VII y Sancho III. Viendo los resultados de las prospecciones geofísicas a las que nos hemos referido, parecen vislumbrarse los restos de un pequeño recinto usto debajo de la actual capilla de la Descensión.
Se podría pensar que pudieron haber pertenecido a la iglesia que se derribó para ampliar la mezquita aljama. Sin embargo, consideramos que bien pudieran corresponder a esa capilla levantada en 1214, que se habría tenido que derribar ya que la construcción de la catedral gótica se estaba realizando a un nivel más elevado que el de la antigua mezquita.
El recuerdo de aquel recinto, con connotaciones tan especiales, se habría procurado mantener construyendo una nueva capilla sobre el emplazamiento de la anterior. Y es posible que de ésta proceda la piedra que actualmente se venera. La mezquita aljama desde su consagración continuó desempeñando sus funciones litúrgicas casi durante un siglo y medio, hasta que en 1226 siendo arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada y reinando Fernando III en Castilla, se puso la primera piedra de lo que habría de ser la actual catedral gótica.
Curiosamente el edificio se diseñó en un estilo foráneo, el gótico, a diferencia del que se estaba aplicando en otros edificios religiosos de la ciudad, el mudéjar. Es muy significativo que una de las primeras capillas que se consagró en la girola de la nueva catedral, se dedicó a San Ildefonso.
El hecho venía a suponer como una reconciliación con la mozarabía toledana todavía presente en la ciudad y que alcanzaría su máxima expresión cuando, tras la muerte de Jiménez de Rada en 1247, su sucesor sería don Gonzalo García Gudiel, perteneciente a una familia mozárabe de Toledo, iniciándose un tiempo en el que los mozárabes tendrían una presencia influyente en la ciudad.
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