A mesa puesta
“Toda planta es una lámpara, su perfume es su luz”, escribió Víctor Hugo. No estaría el gran autor de Los Miserables pensando en el azafrán, pero bien podía haber dedicado semejante piropo a la violácea florecilla que ilumina los campos manchegos.
Más luz que perfume parece el azafrán con su color brillante.
Azafrán, luz, oro, iluminación, sabiduría. Un universo se encuentra vivo en esa arca de la alianza tan frágil, tan tersa, tan luminiscente, tan hermosa. Música, es música la flor del azafrán, no solo porque el maestro Guerrero escribiera una excelsa pieza.
Bajo la influencia de Wagner y de Schoenberg, el gran pintor Vasily Kandinski rompe con la figuración y explora las equivalencias entre formas y colores, entre tonos y timbres, de modo que «el amarillo suena como una trompeta» y «el violeta se parece al sonido del corno inglés», escribe en su ensayo Sobre la espiritualidad en el arte.
A Olivier Messiaen, un músico del sonido-color, le hubiera fascinado, si acaso no le fascinó, la rosa del azafrán.
Canto a la rosa violácea por su hermosura, por lo que se ve y por lo que oculta.
Esos filamentos flexibles, endebles y elásticos, de color rojo anaranjado, encierran un universo maravilloso que merece la alegría del conocimiento de los humanos y la bendición de los dioses.
Debieron de ser estos últimos, o el dios-madre-naturaleza, quienes pusieron tantos bienes sobre esa aparente insignificancia que son los estigmas. ¡My God!
¡Qué sinfonía hubiera imaginado el ilustre sinestésico Rimski-Kórsakov si hubiera conocido los campos mañaneros del otoño manchego con las rosas de del azafán en su esplendor!
Vamos a entrar en materia, vamos a acercarnos con todos los sentidos a la belleza de la rosa y al perfume de sus estigmas y vamos a indagar el gran valor mítico y humano con el que los hombres y mujeres han aureolado a la Crocus sativus, de la familia de las iridáceas, la planta del azafrán.
Los botánicos la han definido, con ese hermoso lenguaje de los científicos que tan bien nos suena al oído, aunque para entenderlo tengamos que ir al diccionario, como “hierba angiosperma, monocotiledónea, con rizoma en forma de tubérculo, hojas lineales, perigonio de tres divisiones externas y tres internas algo menores: tres estambres, ovario triangular, estilo filiforme, estigma de color rojo anaranjado, dividido en tres partes colgantes, y caja membranosa con muchas semillas”.
Dejemos a los científicos con su ciencia de tan singulares y profundas palabras y emprendamos el camino de la imaginación, de la leyenda, de la creencia o de los valores simbólicos del azafrán.
Si cerramos los ojos y oímos la palabra “azafrán”, puede subir a nuestra mente la coplilla popular que dice:
La rosa del azafrán
es la flor más arrogante,
que nace al salir el día
y muere al caer la tarde.
Entonces se agolpan los recuerdos y las palabras que hemos ido aprendiendo cada otoño de los labios de nuestras gentes manchegas; así discernimos que, cuando decimos “clavo”, no estamos en una fragua ni en una ferretería; que “echar el clavo” no es una picardía, sino una ayuda en tarde de monda y un pretexto para que los novios entren en casa de las novias; distinguimos a valorar lo que no tiene valor, como los pajizos; entendemos que un celemín es la doceava parte de una fanega; juzgamos que el “humazo” es el mejor remedio para ahuyentar ratones; y sabemos que la abundancia de “mantos” habla de la importancia de la cosecha.
Pero igualmente puede nuestro espíritu sobrevolar esos campos violáceos, que la mañana cubre de tersas flores, o cegarse por el color brillante de los estigmas tostados, o perderse en el profundo perfume que sale del arca en el que el azafrán se guarda como oro en paño.
Y el mismo nombre, azafrán, nos evade a su origen persa y a su significado primigenio, “amarillo”. Amarillo, sí, pero también oro y luz, iluminación y sabiduría.
Sagrado azafrán, cuyo simbolismo siempre se relaciona con la sabiduría revelada. ¿Acaso puede haber algo más importante que la palabra de Dios?
Pues ahí está el azafrán, ahí se encuentra el punto de partida de su importancia. Ahí lo reconocemos, tiñendo los hábitos de los antiguos monjes budistas. Ahí lo encontramos, en el pecho y en los brazos de las mujeres hindúes casadas, para indicar que son verdaderamente mujeres.
Ahí nos lo muestra Homero, en la Iliada, dorando las túnicas de los dioses, de los héroes y de las ninfas. Ahí, también, tiñendo el velo de las recién casadas fenicias y cartaginesas, como las de Tiro y Sidón. Ahí, en los templos egipcios y hebreos, disuelto en agua, para las ceremonias de purificación.
Tomamos otra senda. En la leyenda griega encontramos el azafrán relacionado con los dioses; no en vano el gran rey de ellos, Zeus, tenía entre sus preferencias el dormir sobre un colchón de preciados y aromáticos estigmas, los del azafrán.
Y encontramos a Hermes, el mensajero, el iniciador, el dios al que también se le atribuye la creación del fuego, como el legendario creador del azafrán, que nace, como no podía ser de otro modo, por su color y por su fuerza vivificadora, de la sangre. La leyenda cuenta que Hermes, habiendo herido de muerte, por supuesto en un descuido, a su amigo Crocos, transformó la sangre que manaba de su cabeza en florecillas de precioso pistilo.
Recordemos aquí que Hermes es, así mismo, el padre de Dafne, aquella ninfa que se transformó en laurel.
Por tanto bajo la tutela del mensajero, de Hermes, estuvieron esas dos aromáticas especias, el laurel y el azafrán, con las que tanto se comerció en la antigüedad y que estimulan tanto el paladar como la imaginación. Si nos bajamos del Olimpo y ponemos nuestros pies sobre el suelo más tangible de la historia, podemos contemplar en los frescos admirablemente policromados del palacio de Cnosos, en Creta, a un recolector de azafrán concentrado en su tarea desde hace más de cuatro mil años.
El recolector de azafrán, de Cnosos.
En el antiguo Egipto hay noticia de que la hermosa iridácea se cultivaba en los jardines sagrados de Luxor, según se ha podido saber por las menciones que se hacen en el papiro EBER.
Pero los egipcios, más realistas y menos legendarios que los griegos, lo utilizaban, mezclado con miel y otras plantas aromáticas, para componer un remedio médico excepcional, el kuphi. También en Egipto el azafrán se encuentra en el ámbito de lo extraordinario, de lo sagrado.
No sólo Egipto, también en Mesopotamia se cultivaba para usos muy especiales: para tinturas, medicamentos, condimento y como afrodisiaco. Aquí no nos queda más remedio que preguntarnos si el Zeus de la leyenda griega no estaría pensando en este último uso cuando eligió el azafrán para construir su lecho.
De Grecia y el Oriente Medio la historia nos lleva indefectiblemente a Roma. En la mítica ciudad que fundaran Rómulo y Remo, ciudad adelantada y de costumbres sibaritas, el azafrán era apreciado por su color, y muy especialmente por la virtud que llevó a Zeus a construir su lecho, por su carácter afrodisiaco.
Así se nos cuenta que se espolvoreaba con azafrán los lechos de las jóvenes casadas de la alta sociedad y los bancos en los que se reclinaban los invitados más encopetados en los largos y hedonistas festines.
En el Satiricónse puede leer esto que os digo y también en las obras de Virgilio o de Lucio Columela. Por su alto valor simbólico, por su grandísima dignidad, se lanzaban rosas de azafrán al paso de los emperadores, los cuales no dudaban en alfombrar sus salas, tras la cena, con las violáceas rosas.
Pero los romanos no se quedaron en el valor de los símbolos, pues también lo tomaban en infusión, antes de entregarse a los placeres de Baco, para retardar la borrachera.
Ya en España, la planta del azafrán se remonta a la llegada de los árabes, entre los siglos VIII y X. Y desde entonces a hoy, muchos españoles y muchos manchegos han tenido la suerte de cultivar algunos celemines o algunas “suertes” de azafrán para ayudar a ir tirando en la no siempre boyante economía
El aroma de la leyenda puede que nos haya llevado por los caminos de la imaginación, de la sugerencia, de la invitación a construir universos a partir de la fragancia de los estigmas, de la hermosura de la rosa o de la consideración mítica de la planta y su producto. No me he de quedar en los cielos escuchando esta coloreada música. Preciso es bajar al suelo.
El pragmatismo de quien piensa que los gatos no deben confundirse con las liebres, me lleva a realizar un sesgo en el camino del artículo, para poner de manifiesto que, en La Mancha, el azafrán es azafrán, y que quien monda rosa sabe perfectamente dónde está el valor y donde la ganga.
Pero no todas las personas que tienen entre sus dedos las preciadas hebras, ni todas las que colorean o perfuman guisos, pueden apreciar la verdad de tan valioso producto. Es decir, si La Mancha produce mil quinientos kilos por temporada, no pueden venderse diez mil kilos con la denominación “Azafrán de La Mancha”. Lo del gato por libre no es un cuento chino o iraní.
Así que avisados quedáis sobre qué es y qué no es azafrán. Pues el mundo de la picardía no va con una sociedad seria, como la nuestra, que quiere preservar la pureza de sus productos. Separemos, pues, el trigo de la paja y, ya que nosotros sí sabemos qué es el azafrán, digamos también qué no es.
No es verdadero azafrán, y Zeus lo rechazaría para su lecho, aquel que se mezcla con los estilos de las flores, que son inactivos.
No es azafrán el falsificado con flores de cártamo, pétalos de caléndula teñidos de color rojo vinoso con la materia colorante del Palo de Pernambuco o con flores de granado cortadas en tiras longitudinales, ni las flores de cardo de tinte. No es azafrán el que se mezcla con fibras de caña desecada o filamentos de gelatina coloreada artificialmente.
No es verdadero azafrán el que se humedece con agua, con glicerina, con jarabe, con miel, con aceite o con grasas, ni aquel al que se le añade fina arena, plomo, sulfato bárico, carbonato cálcico o yeso. No son azafrán las fibras musculares secas y coloreadas.
Pero todos debemos saber cuál es el verdadero azafrán, y a él va dirigido este canto. A él y a las gentes que se esmeran en su siembra, en su recolección, en su conservación y en su venta, para que llegue hasta el altar de nuestra cocinas a perfumar los guisos, a dorar los condumios y a acariciar los paladares.
Hoy el azafrán de La Mancha no es ya cualquier cosa, ya tiene señas de identidad y nombre propio: Azafrán de la Mancha.
La Fundación del Azafrán de la Mancha ya se ha constituido y se encarga de dirigir, controlar y regular la Denominación de Origen que ha de velar por el prestigio que la historia le ha dado al azafrán de esta tierra, desde que naciera de la sangre de la cabeza de aquel amigo de Hermes, hasta nuestros días, y que se cultiva y elabora en más de trescientos municipios de Albacete, Cuenca, Ciudad Real y Toledo.
El azafrán de La Mancha ha sido, es y, sin duda, seguirá siendo, el referente de denominación para el mejor azafrán producido en España y el mundo.
Más y más y más sabemos y podemos escribir del azafrán. Dejaré en el tintero los valores sanitarios que la historia médica y la costumbre popular han atribuido al azafrán y que nos cuentan los libros desde antiguo.
Esta formidable menudencia contiene esencias carminativas para calmar las molestias del estómago y los gases del tránsito en el vientre. Asimismo, los galenos utilizaban la fuerza interior de la planta para combatir los espasmos y la histeria.
Aunque sólo fuera por esto último, por combatir la histeria, estaría más que justificado que nuestro mundo, tan poco paciente, tan poco calmado, tan escaso de sosiego, tuviera muy presente en su dieta tan rica y bella flor y debiera dedicar un buen puñado de sus recursos para sanarse con tan delicado producto.
Además, el azafrán es sedante, antitusígeno, emenagógico, abortivo o estimulante del apetito. Las autoridades médicas de Salerno, capital en la que se estudiaba medicina en la antigüedad, aprobaban sin reservas el uso del azafrán, pues: “El azafrán reconforta, invita a la alegría, fortalece las vísceras y calma el hígado”. Esto ya suena a música celestial.
En el tintero ha de quedar, pese a nuestro gusto y nuestra experiencia, los excelentes cantos que, de la especia de color rojo intenso y aroma penetrante, se realizan en la Historia del Arte Coquinaria. Ahí están las ollas y los arroces, los pescados y las salsas o las infusiones, que no serían lo que son sin estas tostadas hebras.
Ahí están para atestiguar sus valores el Libro de guisados, de Ruperto de Nola, editado en Toledo en 1521, el Libro del arte de Cocina, de Diego Granado, de 1599, el Libro de Pastelería, vizcochería y conservería, de Francisco Martínez Montiño, de 1611, por citar los más antiguos de los españoles, en los que se encuentran abundantes referencias.
Solo baste recordar, a efecto culinario, que el romano Trimalción hacía espolvorear con azafrán todos los platos que le preparaba su cocinero y que el azafrán era el condimento más importante para la economía musulmana, además de ser un aderezo indispensable en la mayoría de los platos.
¡Azafrán!, ¡azafrán!, el azafrán huele a perfume en la cocina, un olor, una fragancia sabea que nos embarga la voluntad y nos lleva directamente al paladeo de los condumios.
Azafrán amarilleando las antiguas adefinas, ayer y hoy ollas de garbanzos; azafrán dando imagen, y alma, a los arroces sabiamente preparados, aromatizando guisos (mejillones al azafrán, sopa castellana con azafrán, sopa de vieiras y gambas al azafrán, paella con ¡azafrán!, arroz con conejo y azafrán, merluza en salsa perfumada de azafrán, salmonetes al azafrán, caldereta de rape al aroma de azafrán, albóndigas en salsa de azafrán, estofado de ternera y azafrán, caldereta de cordero con hebras de azafrán, conejo con ciruelas al azafrán, alcachofas al azafrán y la sin par boullabaise… y así hasta que el gusto quede satisfecho con su pizca de azafrán.
El arte coquinario, con más valor, si cabe, que el arte sanitario, también reúne méritos sobrados para festejar a estos minúsculos prodigios que se acunan en tan delicado lecho. Así sucesivamente de la antigüedad hasta nuestros días y nuestros platos, que no renuncian ni al color, ni al olor, ni al sabor de la especia más universal y más manchega.
Y, cómo no, el azafrán tiene sus fiestas. La más famosa y universal de todas ellas es la Fiesta de la Rosa del Azafrán, en Consuegra (Toledo), la ciudad romana y medieval, en la que perdiera la vida don Diego, el hijo del Cid Campeador, que en los días de octubre se convierte en un campo de color pálidamente morado, violáceo, en el que se aprecian las figuras de cuerpos encorvados recogiendo rosa al alba, antes de que el sol marchite la fuerza de las corolas.
A la sombra del cerro Calderico los cestillos de mimbre rezuman ese aroma que empalaga. Las familias, en las cocinas y los portales, mondan con sus manos el más preciado de los oros vegetales, los estigmas de la rosa. Consuegra, se viste de fiesta otoñal y celebra la gracia de la flor que acaricia con su aroma, su color, su suavidad y su sabor todos los sentidos.
Hombres y mujeres de todos los países, ¡uníos! ¡ES LA ROSA! ¡LA ROSA DEL AZAFRÁN!
Antonio Illán Illán
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