lunes, 21 de octubre de 2019

25 de mayo de 1590. Lucrecia de León frente a la Inquisición de Toledo. (I)

“Aunque mucho son parleras, de sus secretos muy bien son calladas”. (…)

“La mujer es murmurante e detractora, regla general le es de ello (…) el callar le es muerte muy áspera”.

 La frase no es reciente, aunque ya tampoco nos sorprendería leerla como parte de una conversación robada con cámara oculta a algún representante político actual.

El machismo, entonces, como recurso editorial para la venta de libros y la fama, hoy como acicate para el voto y los espacios en prensa, radio y televisión. 

Su autor fue Alfonso Martínez de Toledo, nació en esta ciudad en 1398 y su obra El Corbacho forma parte de la historia de la literatura medieval española, en gran medida, por su sólida misoginia. 

 Obra que hay enmarcar en lo que se conoció durante parte de la Alta Edad Media como La Querella de las Mujeres, el encendido debate que tuvo lugar en Europa a lo largo de varios siglos, en el que se cuestiona la dignidad de las mujeres y su capacidad intelectual y política.





Hacia finales del siglo XV estos argumentos misóginos, junto a los textos que buscaban oponerse a ellos, formaron parte de un debate que dio forma a mil maneras de definir el “talento femenino”, la capacidad de entender o inteligencia según lo define hoy la Real Academia Española.

 Una capacidad que no quería ser reconocida por una plétora de teólogos, filósofos, juristas y médicos que insistían en la inferioridad intelectual y natural de las mujeres. 

Cualquiera pensaría hoy, con esa visión oscurantista que existe sobre el mundo medieval, que el Renacimiento y el siglo XVI vinieron a mejorarlo todo, pero lo cierto es que fue entonces cuando muchos humanistas y reformadores mostraron un interés por canalizar los intereses intelectuales de las mujeres, por dirigirlos. 

Unos cambios nada favorables a las mujeres, cuando la diferencia sexual (femenina en particular) fue tomando forma a lo largo del XVI. 

Teólogos como el franciscano Martín de Castañega que escribía a mediados ya del XVI en su Tratado de las supersticiones y hechicerías que “las mujeres tienen más curiosidad natural por lo diabólico y oculto, porque al carecer de la fuerza física de los hombres, tienden a confiar en los poderes diabólicos para poder alcanzar sus objetivos y venganzas”. 

En ese contexto se enmarca la historia que os quiero contar en este artículo.

Se llamaba Lucrecia de León y sus días terminaron en Toledo tras ser manipulada, acallada, juzgada, sentenciada y castigada por formar parte de un debate político que entonces, en la España del siglo XVI, era sólo cosa de hombres.

La adoración del cordero Místico (Jan Van Eyck, 1432). Eva, en el ángulo superior derecho.

Lucrecia había nacido en Madrid en 1568, un par de décadas después de la publicación del libro de Castañega, y vivía en los alrededores de la actual plaza de Tirso de Molina. Era hija de Alonso Franco, un hombre acomodado que trabajaba como solicitador y agente legal.

 Era guapa y frágil, tenía pelo castaño claro, ojos oscuros y tez pálida, todo lo que dictaban los cánones de belleza de la época. Como la Eva que Van Eyck pintó en uno de los cuadros más robados de la historia a la que, según la madre de Lucrecia, se parecía su hija.

Lucrecia leía y escribía, había sido alfabetizada y desde niña estuvo atenta al debate político que le rodeaba. Rara avis en aquella España que casaba a sus jóvenes en plena pubertad, 

Lucrecia seguía soltera a los 21 años, aunque su padre lo había intentado en muchas ocasiones, valiéndose de la belleza de su hija para concertar un matrimonio con algún heredero rico del barrio que mejorase la condición de la familia.

Lucrecia soñaba desde niña con mundos a los que viajaba de la mano del “hombre ordinario” y de gente desconocida, sin rostro ni nombre, que le mostraban lo injusto que estaba siendo con ella su padre. 

Soñaba que su padre era incapaz de conseguir para ella un matrimonio digno, incapaz de encontrar un marido que valiese lo mismo que ella sabía que valía.

 Lucrecia se negaba a aceptar un futuro que dependiese de la decisión de su padre, que castigaba a su hija por soñar, la amenazaba de muerte si los sueños persistían y decía que esto sólo le llevaría al Santo Oficio y terminaría desacreditándole a él y a toda la familia.

El sueño de San Francisco (Giotto, c. 1299)

La familia de Lucrecia muchas veces se reunía para discutir la naturaleza de los sueños de su hija. Cansados y asustados, consultaron a varios clérigos y teólogos, esperando una respuesta que les ayudase a entender la persistencia de los sueños.

Y así, sin quererlo, los sueños de Lucrecia comenzaron a extenderse de boca en boca fuera de Madrid, llegando a oídos de un clérigo toledano.

Los Mendoza se encontraban entre los partidarios más leales de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que había traicionado a su rey y huido de Madrid

Toda la familia había sido marginada de la primera línea política tras aquella traición. Alonso de Mendoza estaba entre ellos. Era un hombre culto y erudito, bien formado en teología y letras y canónigo magistral de la Catedral. 





Fue rector del hospital de Santa Cruz y tenía fama de generoso con los pobres y buen cristiano, lo que le llevó a trabajar como calificador (asesor teológico) para la Inquisición. 

A la vez, era un excéntrico al que varios compañeros de universidad calificaron como un desequilibrado, que vestía de forma estrafalaria con ropa seglar y zapatos blancos disimulando su condición de clérigo, apasionado de la alquimia, de la astrología y la oniromancia.

Antonio Pérez (Antonio Ponz, s. XVIII, Monasterio de El Escorial)

Mendoza estaba convencido de que Felipe II había traicionado los ideales del Concilio de Trento, era un tirano, soberbio y ambicioso. Y quería ser obispo, pero como parte del clan favorable a Pérez lo tenía todo perdido. 

Cuando conoció la historia de Lucrecia tardó poco en darse cuenta de cómo podía manipular los sueños que ella tenía en su beneficio propio. Con lo que no contaba era con que Lucrecia era mucho menos ingenua y manipulable de lo que él podía suponer.

Lucrecia y el “talento” político.

Apoyado por varios clérigos, Mendoza pidió que le fuesen transcritos los sueños de Lucrecia para estudiarlos, pero también para para ponerlos en circulación y difundirlos, para hacer de aquella joven visionaria y soñadora un altavoz de la facción crítica y opositora a Felipe II. 

Porque desde el momento en que Mendoza comenzó a estudiar y difundir los sueños, aquellos hombres desconocidos que aparecían en ellos comenzaron a cobrar vida, a tener caras y nombres reconocibles. 

Todos, cómo no, del círculo personal del rey. Felipe II pasó a ser el objetivo de la ira de Lucrecia, el culpable de no haber tomado las medidas necesarias ni haber hecho bien el ajuste para el matrimonio de su hija Isabel Clara Eugenia que fracasaba como padre, como trasunto del propio padre de Lucrecia, y era el responsable de todos los males de España como el padre de Lucrecia lo era de todos los males de su hija.

Lucrecia había tomado partido por una facción política, se alineó con ella y no quiso ser sólo una marioneta en manos de Mendoza. ¿Realmente soñaba lo que decía o fue la mano de Mendoza quien puso nombres a los rostros anónimos de los sueños? 

Ella pudo rechazar la transcripción de sus sueños y la difusión que se hizo de ellos, frenando así la campaña de opinión que se generó y evitando erigirse como un referente político. No lo hizo porque no quiso, porque tenía ideas propias y lo que era aún más importante: ningún miedo a expresarlas en público y ante grandes audiencias. Lucrecia “entró en política” y con ello cruzó la línea roja que tenían las mujeres del XVI, a las que se exigía ser honestas, piadosas, retiradas y sobre todo discretas.

 Rompió los roles de género que moralistas y clérigos prescribían para ellas, y en el proceso que se desencadenó contra ella fue decisiva la actitud de la Iglesia española ante la mujer. Lucrecia, a diferencia de otras mujeres visionarias como Catalina de Siena o Teresa de Jesús, nunca quiso ser santa, ni mucho menos monja e ingresar en un convento, aunque primero su familia y después Mendoza eligiesen para ella un destino mucho más conveniente a sus propios intereses políticos y económicos.

De sueños y visiones sediciosas: Lucrecia, la reconquista y la Armada invencible.

El primer encuentro con las autoridades tuvo lugar en febrero de 1588. Demasiada publicidad de sus sueños sueños, que no sólo se difundían manuscritos sino que ella misma no dudaba en revelar a quien fuese. Los rumores de la joven que predecía la destrucción de España ya habían llegado a oídos del rey. 

Lucrecia fue interrogada y los teólogos encargados de concluir la investigación no tenían dudas: “los sueños de Lucrecia (…) del demonio que pretende alterar España por medio de esta mujercita, y estorbar esta Santa Jornada de Inglaterra y acobardar los ánimos de los soldados“.

 Afirmaban que ella había inventado los sueños con fines políticos y debería ser castigada por la vía ordinaria, es decir, por la justicia civil y acusada de sedición. Nunca dudaron de que los sueños eran una invención suya, que era su propia opinión política la que se manifestaba en ellos, sin estar mediatizada por nadie.

Mendoza no fue interrogado. Contó con el apoyo de su amigo, el arzobispo de Toledo Gaspar de Quiroga, que ordenó liberar a Lucrecia, pidió que fuese enviada a un convento y sus sueños se transcribiesen por completo para poder ser estudiados.

 Lucrecia se trasladó a Toledo a casa de Jerónima Doria, amiga personal de Mendoza, junto al convento de Santa Ana en la judería, y Mendoza puso a su disposición un equipo de trabajo que transcribiese e interpretase los sueños. Pero ya era tarde para sofocar las esperanzas de miles de seguidores.

Lejos de perder credibilidad tras ser detenida, sus seguidores aumentaron y comenzaron a trabajar en Sopeña, el refugio que Lucrecia decía haber visto en sueños y en el que se alojaría el selecto ejército que recuperaría España, como siglos atrás don Pelayo y los suyos lo habían llevado a cabo desde el norte

Sus visiones proféticas llegaron a convencer a hombres cercanos al propio rey, como Hernando de Toledo, prior de la orden militar de San Juan de Jerusalén, miembro del Consejo de Estado de Felipe II, o como el arquitecto Juan de Herrera, que pudo ayudar con el diseño del interior de las cuevas para convertir las ya existentes en un refugio de supervivencia. Ella misma visitó las cuevas en el mes de mayo, rompiendo el acuerdo pactado con Quiroga de no abandonar Toledo.

La Gran Armada (Anónimo, Rijksmuseum de Amsterdam)

A sus seguidores les daba igual que a veces Lucrecia predijese hechos que no se cumplieron. Todo cristalizó con un sueño recurrente que terminó cumpliéndose. 

La Gran Armada, o como erróneamente la seguimos conociendo en España, la “Armada Invencible”, había zarpado en mayo y no hubo noticias de ella hasta primeros de septiembre de 1588. 

En agosto Lucrecia ya había soñado que algo había ido mal y había visto a su capitán derrotado y malherido.

 Pocas semanas después soñó que la Armada era derrotada, prediciendo el desastre de la “Invencible”. Inmediatamente, el contraataque no se hizo esperar. Decenas de barcos ingleses amenazaban puertos como el de La Coruña e intentaban conquistar Lisboa en mayo de 1589. Fue entonces cuando Lucrecia comenzó a soñar que este era solo el comienzo del castigo y de la ruina de España.

Desde ese momento se sucedieron sueños precipitados. El hombre ordinario le dijo: “Es hora de que lloréis (…) es el tiempo más corto para España”. Lucrecia oía cañones, asaltos, toros, lobos y animales salvajes vagando por las calles de las ciudades, lunas que luchaban en el cielo, nubes goteando sangre.





Soñaba con el caos mientras sus sueños seguían difundiéndose y ganando adeptos. Soñaba que sólo Toledo escaparía a la destrucción gracias a la intervención de un ejército que incluiría a los mejores: ella, su madre, Mendoza y los más fieles seguidores de Lucrecia, llevando escapularios negros con una cruz blanca bordada. 

Este ejército traspasaría el asedio al que los enemigos someterían a Toledo, y poco a poco reconquistaría España. Lucrecia se casaría con el hombre que ella eligiese, se convertiría en reina y sus hijos inaugurarían una nueva dinastía con la bendición de Dios, que liberaría también Jerusalén del islam y haría trasladar reliquias y sede de Roma a Toledo, nueva y única capital espiritual de la cristiandad. 

Resulta difícil no ver en estos sueños los anhelos de Mendoza y de gran parte de la oligarquía toledana, que acababa de ver cómo Felipe II se trasladaba con toda su corte a Madrid estableciendo allí la nueva capital y abandonando Toledo.


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