miércoles, 1 de julio de 2020

Galdós, «Ángel Guerra» y una epidemia de cólera

Durante la epidemia se prohibió a los toledanos el uso de las aguas del río Tajo (Foto Casiano Alguacil, Archivo Municipal de Toledo)

Durante el siglo XIX, unas ochocientas mil personas perecieron en España víctimas de esta pandemia, que llegó también a la ciudad de Toledo donde se tuvieron que tomar medidas de emergencia como prohibir usar el agua del río Tajo

Enrique Sánchez Lubián
TOLEDO 20/05/2020 

Con la publicación de «Ángel Guerra» (1890), Galdós iniciaba un nuevo ciclo en su producción literaria: las novelas espiritualistas. En ellas, se centraba en el mundo interior de sus personajes, profundizando en valores como la caridad y en los contrastes morales de los mismos. 

En este periodo se encuadran títulos como «Tristana», «Nazarín», «Halma», «Misericordia», «El abuelo» o «La loca de la casa». Amén de dar comienzo a esta etapa, en «Ángel Guerra» don Benito reflejó su pasión por Toledo.

 La obra apareció en tres volúmenes, estando los dos segundos ambientados en la hoy capital de Castilla-La Mancha.La epidemia impidió a Galdós pasar en Toledo una temporada para documentar la segunda parte de “Ángel Guerra”. (Foto, Kaulak)

Galdós concluyó la primera parte de «Ángel Guerra» en abril de 1890. Publicada la obra, en las páginas de «El Liberal» se decía que don Benito se encontraba ya «encenegado» en su continuación y que para todo lo concerniente a la mejor ambientación de la misma, se trasladaría en breve a Toledo, sin embargo una epidemia de cólera se lo impidió, por la que el escritor canario no pudo trabajar sus páginas con la precisión que le hubiera gustado.

Durante el siglo XIX, unas ochocientas mil personas perecieron en España víctimas del cólera. Algunas de las pandemias más graves se sufrieron durante la década de los años ochenta, destacando las habidas en los años 1884 y 1885 y 1890.





 Los primeros casos de esta última se registraron en la localidad valenciana de Puebla de Rugat durante el mes de mayo, transmitiéndose a las provincias levantinas y otras del interior, entre ellas Toledo.

Como medidas preventivas, se procedió a fumigar cuantas mercancías ingresaban en la ciudad, se desinfectaron las letrinas, se recomendó rigor en la alimentación no tomando frutas ni verduras, se prohibió el uso de las aguas del Tajo –las cuales una vez reconocidas resultaron no tener bacilos nocivos-, se hicieron hogueras fumigatorias, se aisló a los atacados por la dolencia, se extremaron los controles en el matadero y se aplicaron cuantos conocimientos médicos se tenían en aquellos momentos para atajar el mal. 

Aunque las aguas del río dejaron de utilizarse para consumo, algunos facultativos recurrieron a ellas para recomendar baños a fin de atenuar la «acción enervadora» del cólera. 

También se permitía el lavado de ropas junto a la turbina elevadora, aguas abajo del puente de Alcántara.

Entre mayo y noviembre de 1890, la ciudad de Toledo sufrió una epidemia de cólera en la que fallecieron más de ciento sesenta personas. 

Vista de la plaza de la Magdalena (Foto Casiano Alguacil, Archivo Municipal de Toledo)

A efectos de que ningún toledano afectado por el mal quedase sin atención médica, el alcalde Julio González Pérez, dictó un bando estableciendo un turno permanente en los servicios de la Beneficencia Municipal, «al objeto de que tan luego como sea demandado el socorro pueda otorgarse sin dilaciones de género alguno, que tal vez hicieran extemporánea o tardía la acción inteligente y celosa de los encargados, por deber profesional, de acudir en remedio de la humanidad doliente». 

Para ello, comunicaba a todos los vecinos de la capital, sin distinción de clase ni condiciones, que a cualquier hora del día o de la noche acudieran a las Casas Consistoriales para solicitar la asistencia facultativa que precisasen.

En su texto, también juzgaba ocioso encarecer la observancia de cuantos preceptos higiénicos se habían prescrito. 

«Los toledanos –indicaba- […] no querrán rechazar bajo pretextos siempre injustificados, los medios –que unos tienen a su alcance y con que a otros se brinda- para atajar los efectos de la dolencia; con lo que conseguiremos todos no lleguen a ser tantos ni tales, que siembren entre nosotros la más grande consternación».

Entre mayo y noviembre de 1890, la ciudad de Toledo sufrió una epidemia de cólera en la que fallecieron más de ciento sesenta personas. Vista de la plaza de la Magdalena (Foto Casiano Alguacil, Archivo Municipal de Toledo

Entre las medidas extraordinarias adoptadas, se acordó reservar un espacio en el nuevo cementerio municipal para dar sepultura a las víctimas del cólera, se habilitaron salas en el Hospital de San Lázaro para acoger a los infectados y se creó una comisión municipal para estudiar las indemnizaciones a aquellas personas cuyas ropas y enseres hubieran de ser quemados por la epidemia.

 Le feria de agosto fue suspendida, si bien en la festividad de la Virgen del Sagrario el Ayuntamiento entregó quinientos bonos de alimentos entre las familias más necesitadas y en la víspera se iluminó la fachada de las Casas Consistoriales.

El final del verano alivió bastante la situación en la ciudad, relajándose algunas de las medidas adoptadas. Pese a ello, a mediados de septiembre, el regidor municipal, en un nuevo bando, pedía a todos decisión y constancia en combatir sin tregua ni descanso los embates de la dolencia, así como «fe ciega en las clemencias celestiales, confianza omnímoda en las autoridades todas y en quienes, por deber profesional, se hallan al cuidado de nuestra salud, y así conseguiremos vernos libres muy en breve de la presencia del mortífero huésped».

Desde los primeros días de octubre, en la ciudad de Toledo dejaron de registrarse defunciones por el cólera.

 Hasta entonces su balance, según los datos publicados en «La Gaceta de Madrid», eran terribles: 295 contagiados y 162 fallecidos. 

En la provincia estuvieron afectados municipios como Argés, Ventas con Peña Aguilera, Bargas, Polán o La Puebla de Montalbán. Villamiel fue la localidad donde se registraron los últimos casos.

Julio González Pérez, alcalde de la ciudad de Toledo durante los meses que duró la epidemia

Una vez cumplidas cuatro semanas sin incidencias, se consideró que la capital estaba «limpia». Exponente de tal normalidad fue la inauguración el 2 de noviembre del nuevo curso en la Academia General Militar, extremándose las medidas de seguridad sanitaria e higiénica de cuantos alumnos se incorporaban: desinfección a su llegada a las dependencias del Alcázar, fumigación de equipajes, riguroso aseo, rígido control en los alimentos o teniendo preparadas estancias para posibles aislamientos.

A finales de noviembre dejaron de registrarse casos en toda España. A la vista de ello, el gobierno, presidido por Francisco Silvela, aprobó una real orden en la que se daban las gracias a cuantos sanitarios, Hermanitas de la Caridad y autoridades habían contribuido, con su actividad y abnegación, a contener los efectos de la epidemia.

 Semanas después, en su caserón santanderino, «San Quintín», Pérez Galdós ponía punto final a la segunda entrega de «Ángel Guerra». Aunque su lectura es imprescindible para conocer el ambiente e idiosincrasia de la ciudad y de los toledanos de aquel tiempo, don Benito no se mostró plenamente contento con su trabajo.




Apenas concluida la redacción de esta segunda parte, con fecha 9 de enero de 1891, Galdós remitió una carta a su amigo el archivero Francisco Navarro Ledesma, quien por entonces residía en Toledo, dándole detalles de su terminación: «El segundo tomo de esta obrilla –le confesaba- es el toledano y no tiene usted idea de las fatigas que he pasado aquí para concluirlo, ausente de la localidad, pues con el cólera, y la pereza mía, renuncié al plan de irme a pasar una temporada en la ciudad imperial. 

Dicho segundo tomo saldrá a mitad de febrero, y en él verá usted que si en todo lo referente a topografía y a lo externo y visible de la ciudad he salido regularmente del compromiso (por conocer bastante las calles y monumentos) hay algo que no he podido apropiarme. De memoria y por sentimiento he hecho escenas y tipos que habrían quedado mejor sorprendidos en la realidad. Pero ya no tiene remedio».

Tras esa autocrítica, Galdós, con la intención de «enmendar algunas cosas» apelaba a los extensos conocimientos de la vida toledana que poseía Navarro Ledesma para trasladarle «varias preguntillas», referidas a aspectos como la descripción del traje bargueño de mujer y de hombre, el patronímico de los habitantes de la Sagra, categoría -¿posada o mesón?- y servicios que ofrecía la fonda de Remenditos junto a Santo Tomé, si el Cristo de las Aguas era cristo muerto o de agonía, qué tiempo se tardaba en recorrer a pie la distancia entre el Puente de San Martín y el cigarral más próximo, o la descripción pormenorizada de un cigarral.

En apenas unos días, Navarro Ledesma contestó con profusión a estas peticiones, interés agradecido por Galdós, manifestándole, con fecha 8 de febrero, que los datos toledanos «me han sido de grandísima utilidad». 

También le comunicaba que en breve marcharía desde Santander a Toledo, pidiéndole discreción sobre esa visita «pues temo mucho en Toledo me rodee el “elemento” literario (dudo que tal elemento exista, y existirá sin duda) porque si tal plaga cae sobre mí, me veré imposibilitado de trabajar, y de ver las cosas como a mí me gusta verlas, “enteramente solo”, o acompañado de una sola persona, que comprenda este oficio».

Es posible que esta nueva estancia de Galdós en Toledo coincidiese con la celebración del carnaval, pues en las primeras páginas de la tercera parte de «Ángel Guerra» el protagonista se encuentra a la salida de la Catedral con «dos figuras grotescas, mamarrachos envueltos en colchas, el uno con careta de negro bozal, el otro representando la faz de un horroroso mico» y más allá, en la entrada de la calle de San Marcos, «un tío muy sucio cubierto con una estera vieja, la cara y las manos pintadas de hollín, el cual llevaba una especie de caña de pescar, con cuerda, de la cual pendía un higo».

 Ese segundo lugar se localiza a escasos metros de la pensión de las hermanas Figueroa, en la calle de Santa Isabel, donde Galdós se alojaba durante sus estancias toledanas en aquellos años.

A principios de marzo, en las páginas de «El Liberal» se informaba de que don Benito, estaba corrigiendo ya las pruebas de la segunda parte de «Ángel Guerra» y trabajaba en la tercera, dedicándole a su escritura dos horas diarias. 

Y tres meses después, en ese mismo diario madrileño, se indicaba que el jueves 12 de junio sería puesta a la venta la tercera parte de «Ángel Guerra», en la que Galdós reflejó cuantas anotaciones y detalles le había transmitido Navarro Ledesma meses antes.

Pasados unos años, el propio Navarro alabó este novela de su amigo Pérez Galdós, diciendo que en la misma «hay cien veces más Toledo que cuanto escribieron Amador, Quadrado, Bécquer, Latour, Gautier, Amicis, Barrés, etc. etc.»

Sobre el desarrollo de estas epidemias de cólera en la ciudad de Toledo, el doctor Juan Moraleda y Esteban, por entonces médico titular de la cárcel y de la Sociedad Cooperativa de Obreros, publicó en 1891 un opúsculo relatando pormenores de las infecciones y de cómo, en la última de ellas, su propia familia se vio afectada, atribuyéndose el contagio a la ingesta de unas brevas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...