El gobierno de Toledo tuvo rasgos fundamentales en común con el de otras ciudades castellanas, en especial porque la militarización de la sociedad producía el habitual predominio de los caballeros sobre el resto de la población, que combatía a pie, y este rasgo reforzaba a otros, propios de las sociedades feudales, para que los cargos de gobierno se designasen ex nobilissimis, según se lee en algún documento, a pesar de las peculiaridades poblacionales y mercantiles de Toledo. Pero éstas se dejaban sentir también:
En Toledo no hubo concejo o concilium de vecinos, al modo de otras ciudades castellanas, ni necesidad de montar una administración local, ya que se heredaron los mecanismos de la época islámica, ni tampoco lucha contra una situación señorial anterior en la que madurase la institución municipal, sino concesión de fueros y pactos o privilegios por la Corona a los diversos grupos de habitantes, o a todos ellos juntamente.
En consecuencia, no se abrió paso una autonomía municipal, sino que la ciudad siguió gobernada por el rey y los agentes y magistrados que él designaba entre los notables toledanos. A finales del siglo XIV escribía el canciller Pedro López de Ayala que Toledo no era un concejo al modo común castellano, ni tenía la ciudad sello ni enseña propios, ni asamblea cerrada o regimiento que hubiera sucedido a la asamblea abierta de todos los vecinos.
Sin embargo, para entonces, los oficiales y caballeros que regían la ciudad formaban de hecho una asamblea similar al regimiento de otras ciudades y, desde 1423, al adoptarse en Toledo la reglamentación municipal sevillana, desaparecieron las últimas diferencias. Estas fueron más notorias, por tanto, en los siglos XII y XIII, en relación con los municipios ampliamente autónomos de las extremaduras, aunque, repito, las bases sociales del poder y su distribución eran muy semejantes. En Toledo era el rey quien designaba a los oficiales o aportellados encargados de la gestión municipal, que duraban en sus cargos por tiempo indefinido. La máxima jerarquía eran los dos alcaldes, uno para castellanos y otro para mozárabes, asistidos en sus funciones judiciales por diez notables y por diversos escribanos de latín y árabe.
Eran sucesores de los antiguos cadíes —su mismo nombre lo indica— y, como ellos, tenían lugartenientes o hákim. En el siglo XIII actúan por encima de ellos, como jueces de apelación, unos alcaldes 86 del rey. La policía y ejecución de las decisiones judiciales corría a cargo de los alguaciles —son los antiguos wazir o visir—, tanto en la ciudad como en el término sujeto a ella. La administración general de la ciudad estaba en manos de un zalmedina (sahib al-madina), cargo que, como el de zabazorta (sahib al-shurta), o jefe de la vigilancia urbana, había desaparecido antes de finalizar el siglo XII. Los de alcalde y alguacil, no, e incluso los nombres se adoptan en otras ciudades castellanas, donde había magistrados con semejantes funciones. Completaban el cuadro de oficiales locales el almotacén (muhtashib), que organiza el mercado urbano y los oficios artesanos, los almojarifes o tesoreros y recaudadores de impuestos y el pregonero.
Otra peculiaridad toledana era la separación entre administración civil y oficios militares, cosa ignorada en las demás ciudades del reino. Al frente de la organización militar situaba el rey a un alcaide (qaid), llamado también dominus villae o princeps militiae, del que dependían los otros alcaides de las fortificaciones y castillos toledanos. Un aspecto en el que variaron bastantes cosas con relación a la época musulmana fue el relativo al territorio o alfoz sobre el que se extendía la jurisdicción toledana. Sin duda, disminuyó mucho, puesto que diversas villas, como Madrid, Guadalajara, Maqueda, Hita o Talavera, integraron en sus alfoces partes del que antaño fuera de Toledo.
Además, la ciudad no delimitó por completo el suyo hasta entrado el siglo XIII, sobre todo en la zona S, donde era amplísimo, porque lindaba con el de Córdoba en algunos puntos. Por todos estos motivos singulares, y por la complejidad de su derecho local, Toledo no fue un modelo seguido para la organización municipal de otras ciudades castellanas y leonesas en los siglos XII y XIII. Los burgos del Camino de Santiago y las ciudades-fronteras de las extremaduras obedecen a otros modelos, por ejemplo.
Por el contrario, el influjo de Toledo fue considerable cuando hubo que organizar las grandes ciudades hispanomusulmanas conquistadas y repobladas en el siglo XIII, como Sevilla, Córdoba o Murcia y, a su vez, la experiencia y normas surgidas en estas ciudades, en especial Sevilla, se aplicaría a Toledo en la baja Edad Media, como hemos indicado.
La conquista de Toledo significó, también, la reincorporación a territorio cristiano de la antigua sede episcopal primada de Hispania, a la que se renovó con todo su esplendor, tanto por motivos eclesiásticos como políticos. El arzobispo de Toledo, canciller mayor del rey desde la 87 segunda mitad del siglo XII, era el cargo eclesiástico más importante del reino, y su sede la más rica en renta, de modo que, ya en el siglo XVI, escribiría un autor que «no prelado sino papa parece».
Los orígenes de aquella riqueza hay que buscarlos en la generosa dotación de la sede, hecha en 1086 por Alfonso VI, con bienes inmuebles urbanos, rústicos y alquerías, en el cobro de diezmo eclesiástico y en su propia capacidad de reinvertir renta en compra de fincas, según hemos visto, por ejemplo, con relación a las propiedades de mozárabes, en la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII.
Bajo el mecenazgo eclesiástico se realizarían buena parte de las obras culturales y artísticas del Toledo medieval. Conviene destacar, para que nuestra visión del gobierno y administración toledanos sean mejores, que, en el terreno eclesiástico, la ciudad ejerció una capitalidad mucho más importante que en el civil. El territorio de la archidiócesis era el más extenso de toda la península ibérica, al comenzar el siglo XIII, puesto que ocupaba toda Castilla la Nueva, con excepción de las diócesis de Cuenca y Sigüenza, y parte de la actual Extremadura, aunque en la cuenca del Guadiana, especialmente, estuviera sujeto a la jurisdicción especial de las Órdenes Militares.
Constaba de siete arcedianatos, subdivididos a su vez en 23 arciprestazgos. Pero es que, además, Toledo era cabeza de una amplia provincia eclesiástica en la que se integraron diversas diócesis sufragáneas: Palencia, en 1099, Osma, Sigüenza y Segovia, a comienzos del siglo XII; Cuenca, desde 1177; Jaén y Córdoba, después de su conquista en el XIII.
He aquí, pues, la imagen de una gran ciudad, la mayor de Castilla, en su primera época después de la conquista cristiana, cuando era centro de una amplísima región fronteriza, desde finales del siglo XI a comienzos del XIII. Toledo fue un caso peculiar, distinto al de otros tipos de ciudad castellana, según hemos indicado, porque en ella se produjo, por primera vez, la fusión del pasado hispanomusulmán con las aportaciones, necesidades y criterios de los repobladores castellanos y porque, además, fue una fusión más matizada y lenta, debido al respeto a los mudejares que permanecieron y, sobre todo, a la presencia de los mozárabes.
En esto hay una gran diferencia con las ciudades andaluzas conquistadas en el XIII, donde no había mozárabes y donde la sustitución de la población musulmana por la cristiana fue mucho más rápida y radical. La importancia de la judería contribuyó también a enriquecer las posibilidades de intercambio y coexistencia cultural en 88 Toledo, así como la realidad misma de una frontera abierta y cambiante durante siglo y medio, a pesar de las hostilidades que en ella se desarrollaron. La presencia de francos, especialmente clérigos, estableció, por su parte, una relación continua y fecunda con Europa que singularizó igualmente a Toledo dentro de la Castilla de su tiempo.
Una vez que hemos considerado los aspectos poblacionales, las realidades de la economía urbana y agraria, las instituciones y el derecho toledanos, en lo que muestran de síntesis entre varias épocas y grupos, aunque siempre bajo la hegemonía del sistema social y de civilización europeo-románico, traído por los conquistadores y pobladores castellanos, estamos en condiciones de comprender mejor lo que el Toledo cristiano, mudejar y judío significó como centro cultural, urbanístico y artístico en la plenitud del medievo hispánico.
En Toledo no hubo concejo o concilium de vecinos, al modo de otras ciudades castellanas, ni necesidad de montar una administración local, ya que se heredaron los mecanismos de la época islámica, ni tampoco lucha contra una situación señorial anterior en la que madurase la institución municipal, sino concesión de fueros y pactos o privilegios por la Corona a los diversos grupos de habitantes, o a todos ellos juntamente.
En consecuencia, no se abrió paso una autonomía municipal, sino que la ciudad siguió gobernada por el rey y los agentes y magistrados que él designaba entre los notables toledanos. A finales del siglo XIV escribía el canciller Pedro López de Ayala que Toledo no era un concejo al modo común castellano, ni tenía la ciudad sello ni enseña propios, ni asamblea cerrada o regimiento que hubiera sucedido a la asamblea abierta de todos los vecinos.
Sin embargo, para entonces, los oficiales y caballeros que regían la ciudad formaban de hecho una asamblea similar al regimiento de otras ciudades y, desde 1423, al adoptarse en Toledo la reglamentación municipal sevillana, desaparecieron las últimas diferencias. Estas fueron más notorias, por tanto, en los siglos XII y XIII, en relación con los municipios ampliamente autónomos de las extremaduras, aunque, repito, las bases sociales del poder y su distribución eran muy semejantes. En Toledo era el rey quien designaba a los oficiales o aportellados encargados de la gestión municipal, que duraban en sus cargos por tiempo indefinido. La máxima jerarquía eran los dos alcaldes, uno para castellanos y otro para mozárabes, asistidos en sus funciones judiciales por diez notables y por diversos escribanos de latín y árabe.
Eran sucesores de los antiguos cadíes —su mismo nombre lo indica— y, como ellos, tenían lugartenientes o hákim. En el siglo XIII actúan por encima de ellos, como jueces de apelación, unos alcaldes 86 del rey. La policía y ejecución de las decisiones judiciales corría a cargo de los alguaciles —son los antiguos wazir o visir—, tanto en la ciudad como en el término sujeto a ella. La administración general de la ciudad estaba en manos de un zalmedina (sahib al-madina), cargo que, como el de zabazorta (sahib al-shurta), o jefe de la vigilancia urbana, había desaparecido antes de finalizar el siglo XII. Los de alcalde y alguacil, no, e incluso los nombres se adoptan en otras ciudades castellanas, donde había magistrados con semejantes funciones. Completaban el cuadro de oficiales locales el almotacén (muhtashib), que organiza el mercado urbano y los oficios artesanos, los almojarifes o tesoreros y recaudadores de impuestos y el pregonero.
Otra peculiaridad toledana era la separación entre administración civil y oficios militares, cosa ignorada en las demás ciudades del reino. Al frente de la organización militar situaba el rey a un alcaide (qaid), llamado también dominus villae o princeps militiae, del que dependían los otros alcaides de las fortificaciones y castillos toledanos. Un aspecto en el que variaron bastantes cosas con relación a la época musulmana fue el relativo al territorio o alfoz sobre el que se extendía la jurisdicción toledana. Sin duda, disminuyó mucho, puesto que diversas villas, como Madrid, Guadalajara, Maqueda, Hita o Talavera, integraron en sus alfoces partes del que antaño fuera de Toledo.
Además, la ciudad no delimitó por completo el suyo hasta entrado el siglo XIII, sobre todo en la zona S, donde era amplísimo, porque lindaba con el de Córdoba en algunos puntos. Por todos estos motivos singulares, y por la complejidad de su derecho local, Toledo no fue un modelo seguido para la organización municipal de otras ciudades castellanas y leonesas en los siglos XII y XIII. Los burgos del Camino de Santiago y las ciudades-fronteras de las extremaduras obedecen a otros modelos, por ejemplo.
Por el contrario, el influjo de Toledo fue considerable cuando hubo que organizar las grandes ciudades hispanomusulmanas conquistadas y repobladas en el siglo XIII, como Sevilla, Córdoba o Murcia y, a su vez, la experiencia y normas surgidas en estas ciudades, en especial Sevilla, se aplicaría a Toledo en la baja Edad Media, como hemos indicado.
La conquista de Toledo significó, también, la reincorporación a territorio cristiano de la antigua sede episcopal primada de Hispania, a la que se renovó con todo su esplendor, tanto por motivos eclesiásticos como políticos. El arzobispo de Toledo, canciller mayor del rey desde la 87 segunda mitad del siglo XII, era el cargo eclesiástico más importante del reino, y su sede la más rica en renta, de modo que, ya en el siglo XVI, escribiría un autor que «no prelado sino papa parece».
Los orígenes de aquella riqueza hay que buscarlos en la generosa dotación de la sede, hecha en 1086 por Alfonso VI, con bienes inmuebles urbanos, rústicos y alquerías, en el cobro de diezmo eclesiástico y en su propia capacidad de reinvertir renta en compra de fincas, según hemos visto, por ejemplo, con relación a las propiedades de mozárabes, en la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII.
Bajo el mecenazgo eclesiástico se realizarían buena parte de las obras culturales y artísticas del Toledo medieval. Conviene destacar, para que nuestra visión del gobierno y administración toledanos sean mejores, que, en el terreno eclesiástico, la ciudad ejerció una capitalidad mucho más importante que en el civil. El territorio de la archidiócesis era el más extenso de toda la península ibérica, al comenzar el siglo XIII, puesto que ocupaba toda Castilla la Nueva, con excepción de las diócesis de Cuenca y Sigüenza, y parte de la actual Extremadura, aunque en la cuenca del Guadiana, especialmente, estuviera sujeto a la jurisdicción especial de las Órdenes Militares.
Constaba de siete arcedianatos, subdivididos a su vez en 23 arciprestazgos. Pero es que, además, Toledo era cabeza de una amplia provincia eclesiástica en la que se integraron diversas diócesis sufragáneas: Palencia, en 1099, Osma, Sigüenza y Segovia, a comienzos del siglo XII; Cuenca, desde 1177; Jaén y Córdoba, después de su conquista en el XIII.
He aquí, pues, la imagen de una gran ciudad, la mayor de Castilla, en su primera época después de la conquista cristiana, cuando era centro de una amplísima región fronteriza, desde finales del siglo XI a comienzos del XIII. Toledo fue un caso peculiar, distinto al de otros tipos de ciudad castellana, según hemos indicado, porque en ella se produjo, por primera vez, la fusión del pasado hispanomusulmán con las aportaciones, necesidades y criterios de los repobladores castellanos y porque, además, fue una fusión más matizada y lenta, debido al respeto a los mudejares que permanecieron y, sobre todo, a la presencia de los mozárabes.
En esto hay una gran diferencia con las ciudades andaluzas conquistadas en el XIII, donde no había mozárabes y donde la sustitución de la población musulmana por la cristiana fue mucho más rápida y radical. La importancia de la judería contribuyó también a enriquecer las posibilidades de intercambio y coexistencia cultural en 88 Toledo, así como la realidad misma de una frontera abierta y cambiante durante siglo y medio, a pesar de las hostilidades que en ella se desarrollaron. La presencia de francos, especialmente clérigos, estableció, por su parte, una relación continua y fecunda con Europa que singularizó igualmente a Toledo dentro de la Castilla de su tiempo.
Una vez que hemos considerado los aspectos poblacionales, las realidades de la economía urbana y agraria, las instituciones y el derecho toledanos, en lo que muestran de síntesis entre varias épocas y grupos, aunque siempre bajo la hegemonía del sistema social y de civilización europeo-románico, traído por los conquistadores y pobladores castellanos, estamos en condiciones de comprender mejor lo que el Toledo cristiano, mudejar y judío significó como centro cultural, urbanístico y artístico en la plenitud del medievo hispánico.
Miguel Ángel Ladero Quesada
Universidad Complutense.
Madrid
https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/7136/1/HM_03_03.pdf
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