Fue precisamente en España en el concilio de Elvira (300-306), c. 33 donde por primera vez se «prohibió totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos y a todos los clérigos que ejercieran el ministerio sagrado, el uso del matrimonio con sus esposas y la procreación de hijos.
Aquel que lo hiciere será excluido del honor del clericalato».
Pero este canon estaba destinado a una concreta Iglesia local o, en todo caso, nacional. El Concilio I de Nicea rechazó la pretensión de algunos Padres conciliares de imponer el celibato o la continencia conyugal a los ministros de la Iglesia.
Las primeras disposiciones en torno al celibato, para toda la Iglesia occidental, se deben al papa Silicio (384-399), quien en el sínodo romano del año 385 lo aconsejó solamente a los presbíteros y diáconos; pero posteriormente convirtió este consejo sinodal en obligación en cartas dirigidas al obispo Himerio de Tarragona y a los obispos del norte de África:
«Todos los levitas y sacerdotes estamos obligados por la indisoluble ley de estas sanciones, es decir que desde el día de nuestra ordenación, consagramos nuestros corazones y cuerpos a la sobriedad y castidad, para agradar en todo a nuestro Dios en los sacrificios que diariamente le ofrecemos. Mas los que están en la carne, dice el vaso de elección, no pueden agradar a Dios» (Rom. 8, 8)34.
Las Iglesias de las Galias, después de haber recibido una carta de Inocencio I (404) en ese mismo sentido, impusieron el celibato a presbíteros y diáconos en los sínodos de Orange (441) y de Arlés (524)35. El papa León I Magno (440-461), por razones de justicia,autorizó de nuevo a cohabitar con sus esposas a los clérigos casados antes de la ordenación, pero los exhortaba a observar la continencia; y fue el propio León Magno quien extendió la ley del celibato a los subdiáconos de la Iglesia occidental.
Todas estas normas sinodales y pontificias no imponían a los clérigos propiamente el celibato, es decir, la obligación de no casarse, sino la de observar continencia con sus esposas, porque en realidad aunque se les prohibía el matrimonio, sin embargo, si se casaban, su matrimonio era ilícito, pero no valido36. En el siglo XI existían numerosos sacerdotes casados o amancebados. En esta época, como hemos dicho, el matrimonio que estos sacerdotes concertaban no era inválido sino ilícito, contrario al derecho.
La legislación canónica, que preveía la destitución de los clérigos casados, se aplicaba con laxitud, e incluso había caído en desuso. Un sacerdote casado, buen esposo y buen padre, no siempre era juzgado de forma desfavorable. Fueron los reformadores de la llamada reforma gregoriana quienes, en la segunda mitad del siglo XI, los que tomaron, para la Iglesia de occidente, una postura radical: el matrimonio intentado por tales sacerdotes era un vínculo no sólo ilícito, sino inválido.Asimismo la mujer del sacerdote era siempre una concubina y sus hijos bastardos.
El papa León IX (1049-1054), el primer papa reformador, apenas se ocupó de este tema. Los decretos del papa Nicolás II en el concilio de Letrán de 1059, que acompañan de grandes sanciones la prohibición a los presbíteros de contraer matrimonio, fueron el primer signo de un esfuerzo perseverante de reforma.
Por su parte, Gregorio VII puso en vigor las mismas disposiciones en el concilio romano de marzo de 1074. El Concilio II de Letrán de 1139, en su c. 6, prohíbe el matrimonio y el concubinato de los clérigos ordenados de órdenes mayores. Condenas que se repiten en el Concilio III de Letrán de 1179, cc. 7, 10 y 15.
El Concilio IV de Letrán dedica los cánones 14 a 22 a la reforma de la vida clerical: prohiben la incontinencia (14), las borracheras (15); la gestión de los cargos seculares, la disipación en los espectáculos, tabernas, juegos de azar; el lujo y la fantasía en el vestido (16); la participación en los convites (17); en la ejecución de las sentencias capitales y los duelos (18); recuerdan a los clérigos la obligación de asistir al servicio divino (17), vigilar la decencia de las iglesias (19); conservar en lugar seguro las especies sacramentales y el santo crisma (20); condenan todas las formas de simonía, todas las exacciones ilícitas (cc. 62 a 66).
En concreto el c. 14 afirma: «14. Del castigo de los clérigos incontinentes. En cuanto a las costumbres y la conducta de los clérigos, que todos se esfuercen en vivir según la continencia y la castidad, sobre todos aquellos que están ordenados de órdenes mayores. Que eviten el pecado de sensualidad –aquel, netamente, que llama del cielo la cólera de Dios sobre los hijos de rebelión (Efesios 5,6)– a fin de servir a Dios todopoderoso con el corazón puro y con el cuerpo íntegro. Pensando que un perdón demasiado fácil incita a pecar,establecemos que los clérigos encontrados en flagrante delito de incontinencia, hayan pecado gravemente o no, sean condenados con sanciones canónicas, que se les aplicarán con eficacia y rigor, a fin de que allí donde el miedo de Dios no consigue la preservación del mal,la pena temporal descarte el pecado.
Cualquiera que sea suspendido por esta causa de la celebración de los santos misterios, no será solamente privado de sus beneficios, sino que, por esta doble falta, depuesto a perpetuidad. Los superiores que sostengan a tales pecadores en su mala conducta, sobre todo si lo hace por dinero o cualquier otra ventaja temporal, caerán en la misma sanción»37. Esta es la historia, a grandes rasgos, de la imposición del celibato en los clérigos de órdenes mayores: subdiácono, diácono, presbítero y obispo, en la Iglesia de occidente, en la que se toma como definición última la del Concilio IV de Letrán
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