lunes, 28 de abril de 2014

La revuelta contra los judíos conversos en el Toledo de 1449

Aún hoy, con cierto espíritu evocador, nos es posible imaginar la judería de Toledo, paseando entre la Sinagoga del Tránsito y la de Santa María la Blanca. 

Aún hoy es posible recuperar ciertos retazos de un mundo perdido hace siglos. Sin embargo, y más allá de estos meros ensueños propios tan sólo de raros viajeros románticos, son, precisamente, algunos libros los que mejor pueden ayudarnos a trazar con rigor un complejo panorama social del que todavía hoy seguimos siendo deudores. Es en 1492 cuando los Reyes Católicos firman el edicto de expulsión de los judíos. 

Aquel edicto no representaba más que el aspecto más visible de una conflictiva situación que venía de más atrás. Los hechos que este “libro-biblioteca” relata han de situarse precisamente unos años antes, en 1449.

 Cuenta la Crónica de Juan el Segundo que, a su paso por Toledo el 25 de enero de 1499, el condestable Álvaro de Luna había pedido a la ciudad, en nombre del propio rey Juan II, un préstamo de un millón de madavedíes. 

Semejante petición dio lugar a una revuelta por parte del pueblo llano que duró prácticamente todo aquel año. Ante la negativa que mostró el mismo Álvaro de Luna ante los ruegos de no quebrantar los privilegios toledanos con semejante demanda, las iras del pueblo se dirigieron entonces contra la persona encargada de recaudar aquellos desmesurados dineros. Esa persona era el converso Alfonso Cota. 

Aunque éste logró huir, la culpa de complicidad con Álvaro de Luna se extendió entonces a todos los judíos conversos de la ciudad, envidiados hacía ya tiempo por su florecimiento económico. El comandante del Alcázar, Pedro Sarmiento, supo canalizar en su favor aquellas iras, ya que él mismo se sentía personalmente menospreciado por el rey, por detrás de Álvaro de Luna. Fue Sarmiento, pues, quien organizó la cruel represalia contra los conversos dentro de un verdadero régimen de terror. En mayo, el mismo rey pone sitio a la ciudad y desoye las peticiones que desde ella se le hacen, no exentas de amenazas de sedición. Entre otras cosas, se acusa claramente a los judíoconversos de idolatría y herejía, pero sobre todo de haber sido los peones de Álvaro de Luna a la hora de exigir sus excesivas demandas. Es notable y aleccionador ver cómo a las razones meramente económicas contra los conversos (me puedo imaginar las miradas envidiosas de quienes ven prosperar al vecino) se van uniendo otras de mayor calado, como las religiosas. 

Es por ello por lo que los canónigos de la Catedral, Juan Antonio de Loranca y Pedro López de Gálvez, aun sin autorización del arzobispo de Toledo, emprendieron por medio de tormentos una “inquisición” o pesquisa contra los conversos, a fin de analizar sus prácticas contra la fe cristiana y hacer que declarasen, fueran ciertas o no, sus supuestas herejías. Todo esto dio lugar en junio de 1449 al documento que da en parte título al libro que aquí reseñamos: la Sentencia-Estatuto de Pedro Sarmiento. Por medio de este documento se privaba a los conversos de toda una serie de derechos y privilegios, comenzando así a construir idealmente una barrera social favorable a los “christianos viejos”. Estamos, pues, ante un importante documento que convertía a cualquiera que fuera converso en sospechoso ciudadano de segunda, al mismo nivel que los moros y judíos no conversos. Se sentaba de esta manera el peligroso precedente de una frontera social insalvable, la del origen de la persona, por encima de su sincera capacidad de conversión. 

Unos y otros, los sublevados de una parte (con el infante Enrique entre ellos), y los partidarios de Juan II por otra, enviaron mediante una embajada y unas misivas, respectivamente, sus puntos de vista al papa Nicolás V, que promulgó varias bulas relativas a los sucesos. En la primera de ellas, titulada Humani generis inimicus, se ordenaba que bajo pena de excomunión los conversos, ya gentiles o judíos, fueran restituidos a todas sus dignidades y cargos. 

Junto a las bulas papales, entre otras una de excomunión traducida al romance, llegó asimismo un importante documento, la Instrucçión del Relator al obispo Lope de Barrientos, declarado defensor de los conversos. El documento, readaptado después por el propio Barrientos, es, en palabras de Márquez Villanueva, “lo más brillante, bien pensado y sensato que habría de aparecer en tres siglos acerca del problema de los conversos”. Merece la pena que leamos un breve párrafo tomado de la Instrucçion: “[...] que los que están fuera de la fee, mayormente los judíos, se an de convidar y atraer a ella por falagos e ruegos e benefiçios, e por otras maneras de buena, mansa e graçiosa enseñanza para los ganar e façer fijos de Dios, e que los christianos deben ayudar e socorrer e honrar, e tratar fraternal e caritativamente e con todo amor, sin façer departimiento ni distinçion alguna de los antiguos a los nuevos, antes en algunas cosas los deben favoreçer e façer ventaja más que a otros fasta que sean plantados e radicados en la santa fee, según se façe a los noviçios en la religión.” (p. 105). 

Sin embargo, esta actitud favorable no obedecía, como nos muestran perfectamente los autores de la monografía que comentamos, a anacrónicas razones “humanitarias” o “tolerantes” (explicaciones éstas que resultarían simplistas y no responderían más que a nuestro sistema actual de valores, tan afín a la corrección política), sino a unos fundamentos jurídicos que encontraban su origen remoto en el derecho de la ciudadanía romana. Esta ciudadanía, si bien estuvo en un principio limitada a los habitantes de Roma, se extendió después gradualmente a otros habitantes del imperio, primero de la Península Itálica, y luego ya a todos los demás habitantes, en tiempos del emperador Caracalla. 

De esta forma, la ciudadanía estableció una división básica entre hombres libres y esclavos, que sólo se vio alterada cuando en el año 380 d.C. se prescribió que no había más que una fe, por lo que de la antigua división entre libres y esclavos se pasó a la de fieles e infieles. De esta manera, aquellos que no aceptaban convertirse a la nueva fe quedaban excluidos de los privilegios de los cristianos, pero esto no ocurría con los conversos, según lo que los autores de esta monografía denominan con gran acierto “cristianismo cívico”. 

Así pues, se abrió la posibilidad de que los judíos conversos pudieran prosperar y ascender socialmente gracias a diversos cargos públicos. Sin embargo, esta situación fue creando muchos recelos entre los cristianos viejos, no tanto como una cuestión racial, sino social (la envidia, ya lo sabemos, es mala consejera), y, ya de forma secundaria, religiosa. 

En definitiva, los judeoconversos fueron convirtiéndose a lo largo del siglo XIV en objetivo de las iras no sólo de los cristianos viejos, que los veían como advenedizos, sino también de los propios judíos, que los consideraban traidores. Entre los cristianos se fue fortaleciendo la división cada vez más visible (“ezquizofrenia social”, la llaman los autores) entre dos clases de cristianos: los que lo eran por su nacimiento (“cristianos viejos”) y quienes lo eran por su conversión (“cristianos nuevos”).

 Los criterios de limpieza de sangre se convertirían por tanto en un argumento perfecto para atacar sin ambages a aquellos que se consideran enemigos por su imparable ascenso social. Esta es, brevemente, la compleja situación que degenera en 1449 en la revuelta encabezada por Pedro Sarmiento, y que supone un episodio incipiente de todo el proceso que llevará después, en 1478, a la creación de la Inquisición en la Corona de Castilla y en 1492 a la expulsión de los judíos.

Fuente: http://clasicos.hypotheses.org/74

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