¿Qué era el delito de solicitación en la confesión?
“Mira si es venganza, que las mujeres sois muy vengativas”. El delito/pecado de solicitación y el tribunal de la Inquisición de Toledo.
Rara vez fracasan libros o películas que nacen envueltos en polémica. Ese parece haber sido el propósito del cardenal Sarah y el ala más conservadora de la Iglesia Católica publicando hoy Desde lo profundo de nuestros corazones, incluyendo como autor al Papa emérito que, según parece, apenas ya puede hablar y menos escribir. Desde su entorno han tardado poco en desacreditar al autor y aclarar que Benedicto XVI no tiene nada que ver con el libro, aunque defienda su contenido.
El propósito del autor, quizá el cardenal más crítico con la “modernidad” que para muchos sectores católicos representa Francisco I, es frenar una de sus últimas propuestas: que los hombres casados, al menos en zonas donde las vocaciones escasean, puedan ordenarse sacerdotes. .
Sarah abre hoy con su libro una cuestión discutida en décadas recientes aunque con menos eco hasta que Francisco I ha decidido, con autoridad, ponerla encima de la mesa.
La cuestión del celibato, una cuestión “indispensable para que nuestro viaje hacia Dios siga siendo la base de nuestra vida” según la opinión de Sarah, cardenal que levanta pasiones en sectores ultraconservadores también de la política que no dudan en tachar a Francisco de demasiado aperturista y cercano a posturas socialistas.
Una cuestión espinosa en el seno de la Iglesia, pero ajena a otros sectores cristianos ortodoxos y protestantes, tan cristianos como el catolicismo, pero sin esa obsesión por el celibato que muchos defienden que no se impuso en los primeros siglos del cristianismo.
Muchos y muchas, como la teóloga Uta Ranke, para quien el celibato no es una institución que proceda de Jesús sino de sus sucesores, y por tradición tribal, de la comunidad Qumrán, hostil a las mujeres y amante de la penitencia.
Leyendo ayer las noticias pensé en publicar un pequeño ejemplo de alguno de los delitos menos conocidos de los que persiguió la inquisición, cuando realmente fue uno de los más difíciles de tratar por los inquisidores. .
Y uno de los más numerosos, aunque la historiografía los haya olvidado al haber dedicado mayor interés a otros procesos vinculados con la diversidad (judeoconversos y moriscos) o muchas veces el morbo (hechicería), y que inevitablemente hay que unir a entenderlo a esa debate que, a todas luces, desde hoy tendrá que volver a abrir la Iglesia. A abrir y a cerrar, quién sabe si con cambios o sin ellos.
Si os dijese uno de los delitos perseguidos en Toledo fue el de Solicitación, seguramente os quedáis sin saber a qué me refiero. Durante los casi cuatro siglos de historia inquisitorial, los solicitantes supusieron un 6% del total de los reos juzgados, aunque hubo momentos álgidos como a mediados del siglo XVIII, cuando eran casi el 39% de los juzgados, exactamente el doble de los procesos por hechicería.
¿Qué era el delito de solicitación en la confesión?
Tras el concilio de Trento la confesión y la penitencia impuesta se convirtieron en una pieza clave para la práctica del catolicismo tridentino. La confesión permitía al sacerdote conocer de forma estrecha e íntima a sus fieles.
A cambio de que el penitente se sincerase con el religioso y se sometiese a las normas y valores establecidos, el religioso liberaba su conciencia imponiéndole una penitencia y le perdonaba los pecados. Esto tranquilizaba al penitente y confería un enorme poder al confesor.
En ese contexto se cometía el delito. Durante el acto de la confesión, el religioso aprovechaba para solicitar favores sexuales a quien confesaba, abusando, chantajeando, extorsionando con no absolverle los pecados… o absolviéndole de inmediato si accedía a su solicitud. Esto era, básicamente, este delito tan poco conocido hoy en día.
“El P. ALFONSO SALMERON, JESUITA Nuncio apostólico, expositor sagrado, y uno de los mayores sabios del Concilio de Trento. Nació en Toledo el año de 1516, y murió en Nápoles el de 1585.” (Fuente: Biblioteca Nacional de España)
Casos como el del franciscano Antonio Delgado, acusado por 7 mujeres de acariciarlas impúdicamente e incitarlas a hacer ellas lo mismo, para después tranquilizar sus conciencias dándoles la absolución sin el menor reparo.
Se sobrentiende, claro está, que si no respondían con caricias, no se la daba, sometiendo a un maltrato psicológico a las confesantes. Hacia 1605, otro franciscano de San Juan de los Reyes, fray Sebastián de Astorga, fue acusado de solicitar los favores sexuales a las monjas a las que confesaba y de las que era capellán, de haberles dicho “palabras blandas y amorosas”, que “por la ventanilla del comulgatorio había besado a una de ellas”, que había tenido ayuntamiento (en su primera y/o quinta acepción) con varias a las que castigó la superiora del convento cuando fueron descubiertas. O el del fraile paulino Benito de Ponte que fue acusado por tres mujeres de lo mismo, pero se derrumbó y confesó que además lo había conseguido también con varios hombres jóvenes, incurriendo así en otro delito más, el de sodomía.
La posibilidad de que el escándalo fuese público hizo cerrar filas a los inquisidores: la pena impuesta fue la reclusión absoluta en su monasterio, sin dejar de lado la vergüenza dentro del seno de la orden aunque no pública, pues se le obligó a sentarse de por vida el último en misas, reuniones, etc. Era una exclusión social y conventual, apenas comparable a la vergüenza pública a la que la inquisición condenaba quienes no eran religiosos.
Hay algunos factores distintos en relación a cómo trataba el tribunal a estos reos. El secretismo, ninguna pena en público, ocultación de los religiosos de la curiosidad popular y condenas a importantes penas pero sólo desde un punto de vista canónico.
Estos casos partían por norma general de la presunción de inocencia de los reos y de la culpabilidad de las mujeres que los denunciaban, de la sospecha permanente que recaía sobre ellas en toda la sociedad.
No era que la Inquisición tuviese mayores sospechas sobre las mujeres, sino que como institución social, reflejaba esa misoginia que existía en toda la sociedad. Todos los casos de solicitación se juzgaron de puertas hacia dentro, evitando escándalos públicos y que el suceso trascendiera a la opinión popular.
Ninguno de estos religiosos fue jamás torturado ni enviado a galeras ni humillado u obligado a llevar en público un sambenito. Todas las sentencias son casi idénticas en ese sentido y en todas se aprecia la intención por castigar al solicitante por disciplinamiento y orden interno, por velar por los propios intereses del Clero y de las normas que lo regulaban.
La confesión (c. 1750) de Pietro Longhi.
Para evitar el descrédito de la institución. Pero no porque considerasen una agresión a la mujer, por muy brutal o chantajista que fuera. Buscaban dignificar el sacramento de la penitencia y la figura del sacerdote encargado de administrarla.
La confesión (c. 1750) de Pietro Longhi.
Para evitar el descrédito de la institución. Pero no porque considerasen una agresión a la mujer, por muy brutal o chantajista que fuera. Buscaban dignificar el sacramento de la penitencia y la figura del sacerdote encargado de administrarla.
A la inquisición le importaba poco si los religiosos se valían o no del chantaje emocional, sino solamente si ese “acto deshonesto” se había llevado a cabo durante o no el sacramento de la confesión, con la mujer arrodillada frente al religioso declarándole sus pecados.
Y en ese sentido, no os quepa duda, la inquisición fue implacable con todos los religiosos juzgados, que fueron muchos.
Y en ese sentido, no os quepa duda, la inquisición fue implacable con todos los religiosos juzgados, que fueron muchos.
Los amores de un fraile toledano, una beata de Tembleque y un párroco de Mocejón.
El 13 de enero de 1686 se presentaba ante la inquisición María Fernández, vecina de Los Yébenes, a denunciar cómo unos días antes un fraile toledano que le confesaba le invitó a ir a su casa. María, acostumbrada a escuchar de este tipo de abusos, contaba que nunca aceptó, y siguió yendo a confesar a la parroquia del pueblo como siempre lo había hecho.
El fraile le insistía siempre en la oferta “en dicho confesionario (…) le decía palabras amorosas”, hasta que por convencimiento o temor, María terminó yendo a casa del fraile, según ella declaró. Allí, nada más entrar, él la llevó al corral de la casa y “estando con él tuvo acto deshonesto”, es decir, relaciones sexuales del tipo que fueran.
El fraile le dijo que ahora lo que tenía que hacer para obtener el perdón era volver a la iglesia y confesarlo todo. Con él, por supuesto, y a nadie más. Desde entonces el fraile se convirtió en su confesor, su confidente y quien tenía en su mano absolverle de un pecado que él mismo le había forzado a cometer según su testimonio.
Tiempo después los jesuitas pasaron por el pueblo en una de sus misiones, ella sintió remordimientos, lo contó a uno de ellos y así, junto a su nuevo confesor, tomó la determinación de acudir a denunciarlo a la inquisición, consciente de que el delito y pecado no desaparecía con la absolución del fraile que le forzaba a cometerlo y le chantajeaba emocionalmente.
La inquisición no creyó a María. Era algo habitual en este tipo de procesos cuando las denunciantes eran mujeres. En ningún otro delito de los que perseguía la inquisición se investigaba a quienes denunciaban, pero en este caso sí.
En este y en todos aquellos procesos desencadenados tras la denuncia de una mujer que acusaba a un religioso. Se investigaba si eran fiables, si eran buenas cristianas, porque se presuponía la inocencia de los religiosos y se consideraba sospechosas a las víctimas.
La jerarquía eclesiástica, como estudió Adelina Sarrión para el caso de Cuenca, buscaba la defensa de su estamento y, aunque persiguiera al individuo por su infracción, intentaba mantener intacto el prestigio del grupo. Y las mujeres eran siempre quienes podían en entredicho la ejemplaridad del grupo, ya que los hombres jamás denunciaban este tipo de acosos y delitos.
Sólo cuando las acusaciones eran innegables, los inquisidores se decidían a actuar contra el clérigo. Entonces sí que volvían a prestar atención a las denunciantes, compilaban las acusaciones e incluían sin dejar una fuera en la acusación fiscal y se daban todas por válidas, sirviendo sin excusas para la sentencia final de los reos que siempre eran considerados culpables. Y condenados.
Las pruebas de María fueron desoídas e insuficientes en 1686, pero no en 1689 cuando otra mujer denunció al fraile carmelita por idéntico motivo, esta vez en Tembleque.
La Inquisición de Toledo acudió a sus archivos para comprobar si el mismo fraile había sido denunciado anteriormente, y así supieron que anteriormente una mujer, María, denunció también porque “unas veces antes de empezar la confesión, y otras acabada interviniendo algunas palabras de cariño como que la quería y estimaba”.
Ahora sí, tocaba volver sobre el origen de las denuncias e investigar a las denunciantes para ver si eran buenas cristianas y dignas de credibilidad como para desencadenar un juicio contra un religioso.
Sinagoga y beaterio de Santa María la Blanca (Foto: David Utrilla)
María, la primera denunciante de Los Yébenes, fue investigada, y los informes que enviaron distintas religiosos del pueblo a la inquisición toledana fueron favorables.
El problema vino al investigar a las segundas denunciantes, dos beatas de Tembleque llamadas Ana y Jerónima, culpadas por el párroco de su pueblo de ladronas que comenzaron a desacreditar al fraile carmelita que por entonces se encontraba en ese pueblo. Las beatas, un término que aún hoy manejamos con un significado distinto, fueron un fenómeno que siempre atrajo la atención de los inquisidores.
El párroco envió un informe destructivo contra las dos mujeres, contando cómo todo el pueblo se puso en contra de ellas, que les pareció muy mal lo que habían hecho al fraile, pero que la justicia no obró bien y no les hizo nada. Una de ellas tenía un prometido y de Jerónima, la más joven… “que de la otra todos” son novios. ¿Cómo creer a una joven que seguía sin casarse y con fama de libertina en lo sexual? …
La carta del religioso finalizaba con la defensa del fraile solicitador, del que ya sabemos el nombre: fray Pedro Barbero, carmelita en Toledo. Y añadía tras ella varios otros testimonios de religiosos que salieron en defensa de Barbero, cómo el de Juan de Almagro, que intentó por todos los medios disuadir a la denunciante “y favorecer al padre Pedro, amedrentándola la tal persona con el cargo que se echaba a cuestas, y que mirase si la llevaba venganza”, consciente de que hay que “mirar por el crédito del santo hábito, sin faltar a la obligación”.
Fray Juan sabía que estos casos había que denunciarlos, que no podían quedar impunes los religiosos que abusasen de sus confesantes, pero sabía también el riesgo de descrédito que corría la orden si salía adelante y se hacía público. Pero entonces, como hoy, “en la Iglesia hay una tradición muy fuerte de ocultamiento de la verdad para salvar a la institución“…
Pero Jerónima y Ana, sobrina y tía, estaban decididas a que la actitud de fray Pedro se supiera, y cuesta creer todas las acusaciones vertidas sobre ellas en las cartas anteriores que buscaban exculpar al fraile.
Cuesta porque ambas se presentaron el 9 de octubre de 1689 en la puerta del convento toledano donde residía fray Pedro para hablar con el prior, como él mismo dejó escrito en una carta que presentó ante el tribunal que juzgaría a su compañero. Jerónima no titubeó al ser recibida por fray Julián Cano, prior carmelita, y comenzó sentenciando: “Padre Prior, usted sepa que el Reverendo fray Pedro me ha solicitado dentro de la confesión” en muchas ocasiones hasta que él se cansó y le dijo: “No te canses, Jerónima, que si me enfadas te lo haré en este puesto con la misma lengua” mientras le confesaba. Otras veces, contaba Jerónima, le metía la mano por la ropa y “ordinariamente está dando palmadas y palpando a las mujeres”.
Además avisa de que no quiere generar un escándalo siempre que se castigue a fray Pedro, casi simbólicamente, sin confesar durante un año. No busca denunciarle ante la inquisición, sino que la propia orden, con disimulo y sin ruido, le castigue. Pero no le hicieron caso.
El prior del convento interrogó a fray Pedro y este le contó que había tenido problemas estando en Tembleque con un par de beatas que tenían mala fama. Fray Pedro contó que Jerónima, la beata joven, correspondía al padre fray Felipe Tamayo, cura de Mocejón. Ambos vivían amancebados, motivo por el cual jamás debería nadie creer a la joven Jerónima. Y no deberían creerla a pesar de que fray Pedro admitió que había solicitado favores sexuales a Jerónima, aunque negó tajantemente que lo hiciera durante la confesión, argumentando que sólo después y fuera de la iglesia lo hizo y, por tanto, no atacaba el sacramento.
El prior carmelita mandó a una delegación de frailes para que confirmasen en Mocejón qué había de verdad en la relación sexual del párroco con Jerónima. Nada más llegar supieron que fray Felipe, el párroco, venía de haber vivido en Tembleque, de donde “por noticias de su mal vivir con esta mujer aquel año le sacó la Religión [los Carmelitas] de Tembleque”.
Todo el mundo rumoreaba en Mocejón sobre el nuevo párroco y la beata, sobre las intenciones de ambos por volver a reunirse en Tembleque, y que el motivo de la denuncia a fray Pedro Barbero no era otro que conseguir que abandonase Tembleque para que regresase fray Felipe con ella a Tembleque.
Fray Julián tenía claro que no había que creer a la mujer e intentó desacreditarla con varias cartas. Pero la inquisición ya estaba enterada de todo, y ese mismo mes dio comienzo el proceso a fray Pedro Barbero por solicitador de favores sexuales en la confesión, por mucho que los Carmelitas intentasen ocultarlo y frenarlo.
Eva de Tembleque y Adán de Toledo ante la inquisición de Toledo.
La inquisición podría ser benevolente en las sentencias a religiosos solicitadores, pero inflexible a la hora de investigar a fondo cómo se había cometido el pecado y delito. Jerónima, de 29 años, contó cómo todo empezó con fray Pedro advirtiendo: “Jerónima, mira que esta tarde tengo de ir a tu casa”. Ella le dijo que se callase, “que era mujer pobre que sólo vivía de su trabajo”. Lo que vino después ya lo conocemos, pues es lo mismo que ella había contado al prior carmelita días atrás.
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Sólo otro confesor le recomendó acudir a la inquisición (idéntica situación que la vivida 3 años antes por María, la primera denunciante), Jerónima acudió a denunciar y se encontró con el primer reproche por parte del inquisidor: “que mirara si era venganza, que las mujeres eran muy vengativas, y respondió esta declarante que eran cosas muy pesadas para tomarlas por motivo para vengarse”…
Su testimonio fue admitido a pesar de que la inquisición contaba con informes que negaban su credibilidad por no ser buena cristiana. Pero era un hecho, uniéndolo a la primera denuncia de María en 1686, que fray Pedro -como él mismo había reconocido- había pecado y delinquido solicitándole favores sexuales.
Convento de los Carmelitas Descalzos de Toledo, donde residía fray Pedro.
Aún así, fray Pedro no fue detenido hasta casi un año después, en agosto de 1690, por presiones de la propia orden Carmelita que consiguieron la detención del proceso. .
En septiembre de 1690 la inquisición de Toledo pidió que el caso fuese sobreseído, lo escribió en el documento y remitió el proceso a Madrid, a la última instancia jurídica: el Consejo de la Suprema Inquisición.
Y fueron ellos, la cúspide del Santo Oficio, quienes se negaron a que fray Pedro quedase sin castigo ante todas las evidencias. Estaba claro que había abusado de, al menos, dos mujeres, y tenía que pagar por ello. Por eso, a pesar de las posibles presiones de los Carmelitas y del tribunal de Toledo, la Suprema dictó que fuese detenido, ordenando que “se siga su causa hasta la definitiva”.
Fray Pedro Barbero se derrumbó en el juicio, aunque siempre quiso presentar a Jerónima como culpable de todo, como quien le incitó a pecar, a él que ya algunos años antes ya había pecado por lo mismo.
Reconoció sus errores y presentó a Jerónima como una mujer que vivía del amancebamiento con frailes y párrocos, aunque vistiese de beata y se presentase como piadosa. Reconoció que “recién entrado en la villa de Tembleque (…) hablando en conversación con ella en dos o tres ocasiones le dijo a este que fuese a su casa, y con efecto fue y la conoció carnalmente.
Y habiendo después sabido que en la calle se había notado y hecho reparo de verle entrar, como la dicha mujer era sospechosa, se retiró y no trató más con ella,”. Fray Pedro accedió, tuvo relaciones sexuales con ella y sólo cuando se dio cuenta del escándalo que había formado porque se supo en el pueblo, dejó de ir a verla.
La clave de su defensa fue culpar a Jerónima de que “en breves días trató de solicitarme con tal extremo que como miserable hombre vine a conceder con su apetito”.
Fray Pedro sabía cómo argumentar que ella, Eva, fue la culpable de que él, Adán, terminase pecando…
Eva y el pecado original (Iglesia de San Román, Toledo)
Pero pecó y fue culpado por ello. Por sorprendente que pueda parecer (no lo es cuando se leen las sentencias de un tribunal como la inquisición que llegaba hasta las últimas consecuencias de todos los procesos), todas las acusaciones de Jerónima fueron tenidas por ciertas e incluidas en la acusación del fiscal.
TODAS, sin excepciones, sirvieron para acusar a fray Pedro, que el 15 de enero de 1691, exactamente 5 años después de haber recibido la primera denuncia por parte de María, la vecina de Los Yébenes, fue sentenciado en la sala del tribunal ante 6 religiosos de su orden para que conocieran la sentencia y la ejecutasen: abjuración leve, reprehensión y advertimiento, privación perpetua de volver a confesar a mujeres y destierro a un monasterio para que viviera “honesta y religiosamente” y sea el último de la comunidad en todos los actos públicos y privados, sin voz privada ni pública.
A la semana siguiente fray Pedro dejó su celda del monasterio de los Carmelitas de Toledo y se dirigió al de La Alberca de Záncara en Cuenca, donde terminó cumpliendo su pena, junto a otros compañeros de su misma orden que también por esos años habían sido acusados y sentenciados por solicitar favores sexuales y saltarse su condición de célibes teniendo relaciones sexuales con mujeres a las que confesaban por distintos pueblos de los Montes de Toledo.
De Jerónima no volvió a hablarse en el proceso, como tampoco de María, especialmente de esta última, que fue la primera y principal víctima de un delito bastante más habitual -y menos mágico- de lo que habitualmente se escucha contar por las calles de esta ciudad en relación al Santo Oficio.
Un delito que inevitablemente tiene que ver con esa condición de célibes exigida a los religiosos católicos y que, quizá, pues siguen faltando estudios al respecto, hubiese sido menor de no haber sido obligatoria esa condición y se normalizase la relación con las mujeres y se naturalizase la práctica de la sexualidad dentro de la Iglesia.*Foto de portada: Cornelis Cornelisz van Haarlem, El fraile y la monja (1591, Museum Frans Hals, Haarlem).
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