A finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX se llevó a cabo una recuperación de la cultura de los cigarrales toledanos, a partir de escritos literarios y del arte pictórico, basado en la percepción de novelistas, poetas, ensayistas y pintores que redescubrieron la tradición histórica de estas fincas y se embebieron de la belleza de los paisajes cigarraleros.
Como consecuencia del volumen literario generado en torno a los cigarrales se produjo una revalorización de estas fincas, siendo adquiridas algunas de ellas por grandes personajes de la cultura española, como Gregorio Marañón o Salvador de Madariaga. Escritores como Benito Pérez Galdós, Juan Marina, Ramón Pérez de Ayala, Félix Urabayen y Gregorio Marañón, entre otros, desarrollaron importantes escritos sobre los cigarrales. Pintores como Beruete, Zuloaga, Sorolla, Arredondo o Enrique Vera representaron en sus obras los paisajes y las casas de los cigarrales y las actividades de sus moradores.
Ellos consiguieron recuperar el auge y el prestigio social de estas propiedades. Benito Pérez Galdós escribió varias obras en las que tienen lugar acontecimientos producidos en Toledo y donde se describe como era la ciudad, sus paisajes y sus habitantes a finales del siglo XIX. Entre ellas destacó la novela “Ángel Guerra”, publicada en 1891, y ambientada la mayor parte en esta ciudad. Fue “la novela del misticismo español, cuyo escenario tenía que ser, necesariamente, el boato litúrgico de la catedral Primada y el yermo de los cigarrales” .
Antes de escribirla, Galdós llevaba más de 20 años visitando Toledo, impregnándose de su realidad monumental, social y paisajística y adquiriendo un profundo conocimiento, amor e interés por su historia y su geografía. Era “un turista muy especial en Toledo, un especial voyeur. Encantado, fascinado, apasionado si se quiere, sí, pero también ensimismado y distante como quien sólo es un forastero en todo momento y ocasión” 94 . En “Ángel Guerra" aparecen los cigarrales inmersos en una obra literaria, pero descritos tal y como eran a finales del siglo XIX. Galdós los conocía muy bien debido a que visitó muchos de ellos acompañado por el pintor Arredondo.
En la novela, donde aparecen dos cigarrales denominados Guadalupe y Turleque, situados a la izquierda del camino viejo a Polán, se expresa como era la naturaleza de los terrenos cigarraleros y se describe de forma magistral una atmósfera invernal, centrándose en las características climáticas, botánicas, litológicas, además de los cultivos y el conjunto paisajístico: “¡Qué hermosura, qué paz, qué sosiego en el campo aquel pedregoso y lleno de aromas mil!
Después de la nevada, vinieron días espléndidos, con aire leve del Nordeste: helaba de noche; pero por el día un sol bienhechor calentaba la tierra y todo lo que cogía por delante. Los árboles, fuera de los olivos y cipreses, no tenían hoja; pero crecían allí mil matas de un verde obscuro y ceniciento, y entre ellas, las rocas graníticas brillaban con los cristalillos de la helada, cual si hubieran recibido una mano de cal o de azúcar. El olivo sombrío alterna en aquellas modestas heredades con el albaricoquero, que en Marzo se cubre de flores, y en Mayo o Junio se carga de dulce fruta, como la miel. La vegetación es melancólica y sin frondosidad; el terruño apretado y seco; entre las rocas nacen manantiales de cristalinas aguas.”
También se realiza un extraordinario estudio de la geografía de la zona de los cigarrales, explicando donde están situados, como se accedía a ellos y el tiempo que se tardaba en llegar, sus dimensiones, sus limites; es decir una descripción muy precisa que nos sirve para comprender como eran los cigarrales en esta época: “El cigarral de Monegro o de Guadalupe 95 no era de los más próximos al puente de San Martín, ni de los más lejanos. Llegábase a él en veinte o treinta minutos, desde el puente, por el camino viejo de Polán, dejándolo después a la derecha para seguir la vereda del arroyo de la Cabeza. Sus dimensiones no llegarían a siete fanegadas, con buena cerca de piedra y tapiales de tierra en algunos trechos, casi todo el terreno dedicado a la granjería propiamente cigarralesca, olivos pocos, albaricoques y almendros en gran número.
Pero al Sur de Guadalupe extendíase otra propiedad de los Guerras adquirida por el padre de Ángel, la cual era un trozo de monte que en un tiempo perteneció con otras fincas al monasterio de la Sisla. Su cabida era como de seis veces la del cigarral, y no lindaba inmediatamente con éste, extendiéndose entre ambos predios una faja de terreno del procomún. Llamábase la Degollada, y sus productos habían sido escasos o nulos hasta entonces.
El terreno era de los más ásperos, salpicado de ingentes y peladas rocas; sin árboles, pero con espesísimo matorral de cantueso, tomillo y cornicabra; sin ninguna habitación humana, como no fuera algún improvisado albergue de pastores, entre los escuetos mogotes de ruinas que en algunos sitios se alzaban carcomidos, restos quizás de cabañas del tiempo de los Jerónimos, o tal vez (Palomeque lo podría decir) del tiempo del amigo Túbal. La impresión de soledad o desierto eremitano habría sido completa en la Degollada, si no se divisaran por una parte y otra caseríos más o menos remotos, las dispersas viviendas de los Cigarrales, los santuarios de la Guía y la Virgen del Valle, los restos de la Sisla, y desde algunos puntos altos, las torres y cúpulas toledanas. Entre los límites de la Degollada y Guadalupe no había por la parte más próxima cinco minutos de camino.”
Otra descripción interesante versa sobre las características de la casa cigarralera; unas modestas construcciones rústicas pero con pretensiones de recreo, también definidas por Martín Gamero, que han ido desapareciendo a lo largo del siglo XX y sólo han sobrevivido algunas: “La casa de Guadalupe era como de labor, con pretensiones sumamente modestas de quinta de recreo, destartalada, por fuera pintada de armazarrón imitando ladrillo, por dentro con desiguales crujías y no muy nivelados pisos de tierra y empedradillo en la planta inferior; su correspondiente almazar; un cocinón disforme con chimenea de campana.
Sólo había dos habitaciones vivideras en el piso superior, con rodapié y zócalo de azulejos de diferentes colorines y dibujos, como traídos en montón de cualquier derribo, y de azulejos estaban guarnecidas también las impostas de las ventanas. En dichos aposentos instalose el amo, para quien se preparó un camastrón de madera con columnas, en el cual debió de echar la siesta Mauregato, cuando menos.
Los colchones y servicio de cama y mesa lleváronse de Toledo. Como a treinta pasos de la casa veíanse restos de una capilla, en cuyas derruidas paredes se apoyaban los cubiles de dos cerdos que por el día se paseaban de monte en monte, y la choza de las cabras, y el tenderete de las gallinas, quedando lo demás para depósito de estiércol.
Más allá de la capilla, extendíase un plantío de albaricoqueros, limitado al Sur por torcida pared que terminaba en un castillete de muy extraña forma. En la parte inferior de éste había un horno de cocer pan, que desde tiempo inmemorial no se usaba, y en su boca negra y telarañosa se veía siempre un gato blanco acurrucado. La parte superior de aquel armatoste era palomar, donde más de doscientos pares tenían su vivienda y sus nidos. Arrimados a la pared crecían tres cipreses magníficos, patriarcales, de sombrío ramaje y afilada cima.”
Benito Pérez Galdós, con su conocimiento y aprecio de la ciudad de Toledo, expresados en esta novela, llevó a cabo una difusión de los cigarrales en el mundo de la cultura española, e hizo de ellos unas fincas muy apreciadas por los intelectuales y artistas de la época. Por ejemplo, Gregorio Marañón se impregnó de la belleza de Toledo y los cigarrales a partir de sus enseñanzas y sus apreciaciones: “De Galdós y Hurtado (su sobrino) recibí yo mis primeras lecciones de amor a Toledo… Con Galdós y Hurtado hice mi primer viaje a Toledo” .
También Felix Urabayen consideró a Galdós como el mejor descriptor y difusor de Toledo y su paisaje: “Sólo Galdós, el viejo cíclope de la novela contemporánea, recogió en “Ángel Guerra” la ciudad y el paisaje, las piedras y las almas. No sólo nadie le ha superado, sino que ni siquiera hay síntomas proféticos de que se pueda rebasar artísticamente lo que el glorioso maestro escribió.” 98 Por ello, a finales del siglo XIX se fraguó una nueva concepción de los cigarrales de la cual tuvo una gran influencia Galdós. Juan Marina, profesor del Instituto de Bachillerato de Toledo y propietario de un Cigarral, escribió un interesante libro sobre Toledo, editado en 1898. En él aparece un capítulo sobre los cigarrales, como uno de los elementos culturales más importantes de la ciudad. Las descripciones de estas fincas son muy idealistas y literarias.
Alfonso Vazquez Gonzalez
Pilar Morollón Hernández
Febrero 2005
Fuente: http://abierto.toledo.es/open/urbanismo/03-CIGARRALES/Memoria/Historico.pdf
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