Prohibieron que los corregidores llevasen el salario del tiempo en que estuviesen ausentes de sus oficios, excepto si los sirviesen por sus tenientes nombrados con facultad real, y lo mismo los pesquisidores enviados para averiguar la razón de las quejas que se dieren contra ellos, pues acreditaba la experiencia que por obtenerlos «se hacían infintas e mudanzas de verdad», apareciendo los más inocentes culpados; sometieron a juicio de residencia los corregidores, alcaldes, alguaciles y merinos de las ciudades, villas y lugares, fijando el plazo de treinta días contados desde el último en que hubiesen tenido administración de justicia, y nombraron por veedores personas discretas y de buena conciencia, a quienes encomendaron visitar cada año las provincias e informarse de cómo los jueces usaban de su oficio; de si se hacían torres o casas fuertes en la comarca, y si sus alcaides o dueños alteraban la paz pública; del estado de las cuentas de propios de los concejos, no para tomarles los Reyes cosa alguna de sus rentas, sino por refrenar la malversación de sus caudales; de las reparaciones que pedían los puentes, pontones y calzadas de las diligencias que se practicaban a fin de conseguir la restitución de los términos comunes usurpados, y de inquirir si las derramas hechas por los concejos sobre los pueblos fueron cobradas y gastadas, y en qué se gastaron.
Los veedores o visitadores debían dar a los Reyes cumplida relación de todo lo que, observasen, y conocidos los males, eran los remedios prontos y eficaces.
El celo infatigable de los Reyes Católicos por la recta administración de la justicia avivó su deseo de emprender otras reformas, cuya mayor parte tendía a mejorar el procedimiento civil y criminal.
A ruego de los procuradores protegieron los concejos contra los caballeros y demás personas que por su propia autoridad ocupaban sus lugares, términos, jurisdicciones, prados, pastos y abrevaderos, remitiendo estas cuestiones de posesión a los jueces que debían reintegrar en la plenitud de su derecho al despojado, sabida la verdad, de plano y sin figura de juicio. También prohibieron, bajo graves penas, tornar las rentas eclesiásticas, ora perteneciesen a los prelados y a los clérigos, ora estuviesen aplicadas a las fábricas de las iglesias o a los estudios generales de Salamanca y Valladolid.
Simplificaron los trámites de la recusación de los jueces sospechosos; estrecharon los términos del segundo y tercer emplazamiento; atajaron el abuso de las excepciones maliciosas que por dilatar la paga alegaban los deudores; determinaron que se hubiesen por fenecidos los pleitos de menor cuantía, esto es, aquellos cuya estimación no excediese de tres mil mrs., con la sentencia definitiva del juez de la ciudad, villa o lugar, y declararon las dudas acerca del plazo dentro del cual se debían interponer las apelaciones.
En materia criminal ordenaron que nadie tuviese cargo de carcelero de la Casa y Corte y de la Chancillería sin ser presentado a los alcaldes y admitido por ellos como persona hábil y fiable; renovaron las leyes contra los que encubrían los malhechores en fortalezas o castillos, o en sus casas de morada; limitaron el antiguo privilegio concedido para mantener poblados los lugares de la frontera de Moros, según el cual se remitía la pena al delincuente después de cierto tiempo de servicio en la guerra, y confirmaron a los hidalgos los de no ser puestos a cuestión de tormento, ni presos por deudas, ni responsables con sus armas y caballos al pago de las que contrajeren.
Mandaron observar el ordenamiento hecho en las Cortes de Madrigal de 1476 acerca de la tasa de los derechos que se debían satisfacer al sacar cartas de merced y otros que devengaban los oficiales de la justicia; hicieron algunas declaraciones relativas a los jueces, escribanos, alguaciles y carceleros, y prohibieron a los procuradores fiscales pedir ni llevar derecho ni salario de las partes, y a los jueces asalariados exigir cosa alguna por la vista de los procesos.
La relajación de las leyes y ordenanzas municipales había dado entrada a muchos y graves abusos, sobre todo en la provisión de los oficios públicos, corrompiendo la naturaleza de los concejos, en los cuales se atendía menos al bien común que a los particulares intereses de algunas personas o familias poderosas avecindadas en el pueblo o la comarca.
Los Reyes Católicos, cuyos altos pensamientos nunca fueron parte a distraer su atención de los pormenores del gobierno y la justicia, prohibieron a los caballeros y comendadores de las órdenes militares aceptar oficios de regimiento, ni veinticuatría, ni juradería de ciudad alguna, villa o lugar, y a los alcaldes, reñidores, jurados, alguaciles y otras cualesquiera personas que tuviesen voto en el cabildo o ayuntamiento del pueblo de donde fueren vecinos, vivir con quien asimismo lo tuviese por razón de su cargo; discreta precaución para evitar que la discordia penetrase en los concejos con la facilidad de agruparse los oficiales y dividirse en bandos.
Establecieron por ley que los regidores residiesen en la ciudad o villa en donde debían servir sus oficios, por lo menos cuatro meses del año continuos o interpolados, so pena de perder los salarios que disfrutaban.
Para corregir los fraudes que cometían renunciando el oficio en favor del pariente o del amigo en hora cercana a la muerte, declararon nulas las renuncias, si después de hecha no viviere el renunciante veinte días.
Revocaron las cartas expectativas de vacante al tenor de lo ordenado en las Cortes de Valladolid de 1442, así como las mercedes de dichos oficios en calidad de perpetuos que prodigaron D. Juan II y D. Enrique IV, y subsistían a pesar de la ley dada a petición de los procuradores en las de Ocaña de 1469. Los Reyes Católicos hallaron notorios inconvenientes en hacerlos «quasi de juro de heredad para que vengan de padre a fijo como bienes hereditarios»; cosa reprobada en derecho, porque (dijeron) «puesto que se presume que la persona que tiene el oficio es digna e hábile para lo ejercer, no se sigue por eso que lo será el fijo o el hermano.»
Parecíalles «cosa desaguisada e de mala gobernación» que cada ciudad o villano tuviese su casa pública de ayuntamiento o cabildo, en la cual se juntasen las justicias y regidores, a entender en las cosas complideras a la república que han de gobernar», y mandaron a los concejos que las edificasen señalándoles el plazo de dos años, y conminando a las justicias y regidores con la pérdida de sus oficios, si lo mandado no fuese cumplido.
Firmes en el propósito de reservar para los naturales de estos reinos las dignidades y beneficios eclesiásticos con exclusión de los extranjeros, aprobaron y ratificaron las leyes hechas en las Cortes de Santa María de Nieva de 1473 y Madrigal de 1476 revocando las cartas de naturaleza. También revocaron las mercedes que los Reyes sus antecesores habían dispensado a ciertos caballeros y escuderos de las montañas a quienes concedieron la provisión de algunas iglesias parroquiales, anteiglesias y felingresías por juro de heredad, y revindicaron este derecho para la corona.
Dictaron severas providencias contra los arzobispos y obispos que tomaban o no consentían tomar en nombre del Rey las alcabalas, tercias, pedidos y monedas que les eran debidas en las ciudades, villas y lugares de sus iglesias y dignidades, y contra los clérigos de vida licenciosa a quienes no trayendo hábito decente y tonsura, retiraron el privilegio del fuero, y renovaron las leyes dadas por D. Juan I en las Cortes de Soria de 1380 y Briviesca de 1287 acerca de las mujeres que públicamente fuesen mancebas de los clérigos, así como de los frailes y monjes; costumbres disolutas que procuraron corregir, porque cedían «en ofensa de Dios e de su Iglesia, e enojo e perjuicio de la república, e de la buena gobernación de estos reinos, e de la pública honestidad de las personas eclesiásticas.»
Dictaron severas providencias contra los arzobispos y obispos que tomaban o no consentían tomar en nombre del Rey las alcabalas, tercias, pedidos y monedas que les eran debidas en las ciudades, villas y lugares de sus iglesias y dignidades, y contra los clérigos de vida licenciosa a quienes no trayendo hábito decente y tonsura, retiraron el privilegio del fuero, y renovaron las leyes dadas por D. Juan I en las Cortes de Soria de 1380 y Briviesca de 1287 acerca de las mujeres que públicamente fuesen mancebas de los clérigos, así como de los frailes y monjes; costumbres disolutas que procuraron corregir, porque cedían «en ofensa de Dios e de su Iglesia, e enojo e perjuicio de la república, e de la buena gobernación de estos reinos, e de la pública honestidad de las personas eclesiásticas.»
Ordenaron que los excusados, en virtud de privilegios concedidos a ciertas iglesias, universidades o personas singulares, se entendiesen ser del número de los pecheros medianos o menores, y no de los mayores; que en adelante no hubiese excusados de pechos y derramas concejales, por relevar a las viudas, huérfanos y personas pobres de las ciudades, villas y lugares de las grandes fatigas y agravios que recibían de pagar mayor cuantía que pagarían, si no fuesen tantos los exentos; que ningún caballero, alcalde, regidor, jurado ni escribano de concejo arrendase las rentas reales, ni las de propios de los pueblos, so pena de perder los oficios o la tercera parte de sus bienes, si oficios no tuvieren; que no se pidiese a los ganados que pasasen a extremo a herbajar o saliesen del herbaje, más de un servicio y montazgo en los puertos antiguos, según lo establecido en las Cortes de Ocaña de 1469 y Santa María de Nieva de 1473, «so pena de que qualquier que de otra guisa lo pidiere o cogiere, muera por ello»; que tampoco se exigiesen almojarifazgo, diezmo ni otros derechos sobre mercaderías en puertos de la tierra o del mar, en barcas o ríos, ni por otras personas ni en otros lugares que los acostumbrados antes del año 1474, cuando por cartas y licencias de Enrique IV empezaron las nuevas imposiciones; que los gallineros de la corte pagasen las aves necesarias para la mesa de los Reyes al precio de la tasa acordada por el mayordomo de la Casa Real y los del Consejo, y fuesen siempre acompañados de un oficial del concejo, «e les fagan dar las dichas aves, e les fagan pagar»; que ningún caballero ni persona tomase para sí ni para los suyos posada en las ciudades, villas y lugares de la Corona, ni los concejos la diesen, pena de diez mil mrs. por cada vez, y que, yendo la corte de viaje, el mayordomo o mayordomos de los Reyes se juntasen con los del Consejo y determinasen el número de hombres, carretas y bestias de guía que fueren menester, y tasasen lo que se hubiere de pagar según el camino, el tiempo y la costumbre de la tierra.
Puesta la mira en Granada, mandaron los Reyes Católicos reparar, guarnecer y abastecer los castillos fronteros, y reivindicaron para sí el quinto de las presas y ganancias de la guerra, a que ningún particular tenía derecho sino en virtud de alguna concesión especial, porque se daban al Rey «en sennal e reconocimiento de naturaleza e sennorío»
La vigilante solicitud de aquellos esclarecidos monarcas no se limitó a cicatrizar las heridas de las discordias civiles que afligieron los reinos de Castilla en los tiempos calamitosos de D. Juan II y D. Enrique IV. Adivinaron que era necesario abrir las fuentes de la riqueza pública para fundar la gran monarquía de España, ya poderosa y temida antes de bajar Isabel la Católica al sepulcro, por la gloria de sus armas y la extensión de sus dominios.
Comprendiendo los beneficios del comercio y su influjo en la prosperidad de los estados, dictaron leyes inspiradas por el deseo de protegerlo y desarrollarlo. No todas, en verdad, llevan el sello del acierto contempladas a la luz de la ciencia moderna, porque hasta el genio paga su tributo a los errores del siglo; pero algunas revelan un legislador resuelto a lanzarse por sendas no trilladas, y merecen las alabanzas de la posteridad como principio de verdaderas y útiles reformas.
Unidas las coronas de Castilla y Aragón por la muerte de D. Juan II, padre de D. Fernando el Católico, en Enero de 1479, desaparecieron las fronteras del comercio entre ambos reinos, y pudieron pasar libre y seguramente de una a otra parte los mantenimientos, ganados y mercaderías de cualquiera calidad que fuesen, sin embargo de las leyes y ordenanzas que hasta entonces lo habían vedado. Era el deseo de los Reyes que todos los naturales de Castilla, León y Aragón se comunicasen «en sus tratos y facimientos»; hábil política para estrechar los vínculos de amistad entre dos pueblos regidos por el mismo cetro hasta hacerlos hermanos, y constituir una sola familia, la patria común, y en fin, la unidad nacional.
Tasaron los precios de las provisiones que vendían los mesoneros porque había gran desorden; confirmaron las leyes contra los regatones, y prohibieron comprar mantenimientos para revenderlos al menudeo en la corte y cinco leguas a la redonda; revocaron las mercedes de Enrique IV a ciertos caballeros para que todos los cueros de ganados se negociasen en lugares y días señalados, y nadie los comprase sino las personas favorecidas con este privilegio; ofrecieron proveer lo conveniente, después de madura deliberación, acerca de los mercados francos, consultando la comodidad de los pobres y viandantes y la necesidad de reprimir los fraudes que se cometían por no pagar la alcabala; vedaron la saca de pan, armas, caballos y otras cosas para tierra de Moros, no por limitar la contratación, sino como un medio de estrechar al enemigo y obligarle a consumir sus fuerzas; declararon e interpretaron la ley «para refrenar los logros o la cobdicia con que se mueven los logreros», hecha en las Cortes de Madrigal de 1476, y ordenaron que no se pidan ni lieven por nos ni por otras personas precio de los navíos que quebraron o se anegaron en los nuestros mares, sino que los tales navíos e todo lo que en ellos viniere, queden e finquen para sus duennos, e no les sea tomado e ocupado por persona alguna so color del dicho precio»; ley justa y humana que hizo desaparecer para siempre como un resto de la barbarie de edades ya remotas, el llamado derecho de naufragio(739).
No introdujeron novedad alguna en la moneda de Castilla y León reservándose proveer lo conveniente por sus cartas después de maduro consejo, y se limitaron a mandar la observancia de las leyes que prohibían sacar del reino oro, plata o vellón amonedado o en pasta. La pena de muerte en que incurrían los culpados lo este delito fue reservada para los que sacasen 250 excelentes o 500 castellanos y de ahí arriba, o cantidad inferior en caso de reincidencia.
Confirmaron los ordenamientos contra el juego hechos en las Cortes de Zamora de 1429, Toledo de 1436 y Madrigal de 1476; establecieron penas rigorosas para reprimir la licencia de sacar en poblado a ruido o pelea trueno, espingarda, serpentina u otro tiro de pólvora o ballesta, o disparar desde las casas armas arrojadizas, salvo si quien lo hiciere obrase en defensa propia o del lugar de su domicilio, y amenazaron con la de muerte y perdimiento de bienes a los que siguiesen la mala usanza «que quando algund caballero, o escudero, o otra persona menor tiene queja de otro, luego le envía una carta, a que ellos llaman cartel, sobre la queja que dél tiene, e desta e de la respuesta del otro vienen a concluir que se salgan a matar en lugar cierto, e cada uno con su padrino o padrinos o sin ellos, segund los tratantes lo conciertan.» El texto indica que entonces empezó a ser frecuente el duelo.
Celebran los historiadores la protección que Isabel la Católica dispensó a las ciencias y las letras, y el impulso que con su ejemplo dio a la cultura del pueblo castellano. Entre los medios de promover los estudios y difundir los conocimientos útiles por las partes más remotas de la monarquía, fue uno muy principal conceder privilegios a los extranjeros que se estableciesen en Castilla y enseñasen a los naturales el arte de la imprenta.
Otros Reyes sus antepasados, considerando cuán provechoso era introducir en estos reinos libros de molde «para que con ellos se ficiesen los hombres letrados», ordenaron que no pagasen alcabala. Los Reyes Católicos extendieron la franquicia a todos los demás derechos, tales como almojarifazgo, diezmo y portazgo; de suerte que hicieron libre la entrada de todos los libros, ya viniesen por mar, ya por tierra.
Para honrar a los sabios y ennoblecer a los que «por sus méritos e suficiencias resciben insinias e grados», prohibieron usar el título de bachiller, licenciado o doctor a los que no fuesen graduados en los estudios generales.
Las leyes relativas a los Moros y Judíos, si no fueron blandas, tampoco rigorosas en extremo. El trato y comunicación de unos y otros con los cristianos parecieron peligrosos a la pureza de la fe durante toda la edad media, como se muestra en los muchos ordenamientos de Cortes prohibiendo que viviesen juntos los fieles y los infieles.
Los Reyes Católicos, a petición de los procuradores, mandaron que todos los Judíos y Moros de sus reinos tuviesen sus juderías y morerías distintas y apartadas de la vivienda de los cristianos; diputaron personas de confianza para hacer la separación dentro de dos años; dieron licencia de construir sinagogas y mezquitas en los barrios destinados a la habitación de los Judíos y Moros, en equivalencia de las que tuviesen en los lugares que abandonaban, «tamañas como de primero»; facilitaron la edificación apremiando a los dueños de las casas y suelos señalados al efecto a venderlos por precio de tasación convenido entre dos personas, una designada por los cristianos a quienes importase, y otra por la aljama respectiva, dirimiendo la discordia, si la hubiese, el diputado o diputados que entendiesen en el apartamiento de las moradas; prohibieron a los Judíos adornar con oro o plata las toras o libros de su ley, salir con vestiduras de lienzo sobre las ropas a recibir a los Reyes, llevar a enterrar los suyos cantando a voces por las calles, etc.
En medio de la severidad de estas leyes, no sólo toleran los Reyes Católicos los cultos mosaico y mahometano, pero también protegen la fabricación de nuevos templos para el uso de los Judíos y los Moros en reemplazo de los antiguos que el precepto de no vivir «a vueltas con los cristianos» obligaba a derrocar. Por lo demás, no deja de ser curioso el procedimiento para la tasación de las casas y solares sujetos a la enajenación forzosa, que en la sustancia no difiere del que en casos análogos se observa en el día.
Los procuradores a las Cortes de Toledo de 1480 suplicaron con mucho ahínco a los Reyes que mandasen restituir las rentas reales antiguas a su debido estado, «porque no lo faciendo, de necesario les era imponer nuevos tributos... de que sus súbditos fuesen agraviados.» También les suplicaron la revocación de las inmensas mercedes de ciudades, villas y lugares enajenadas de la corona sin justa razón por Enrique IV.
Ambas peticiones eran arduas. Por un lado la disipación del patrimonio real pedía remedio: por otro una revocación general de las mercedes de juro de heredad de oficios públicos y de ciudades, villas y lugares lastimaba los intereses de los grandes, prelados, caballeros, escuderos, iglesias, monasterios y personas de todos estados.
Fuente: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/cortes-de-los-antiguos-reinos-de-leon-y-de-castilla--2/html/fefc50d0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_103.htm
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