La pluralidad étnico-religioso-cultural de la sociedad hispánica del medievo es uno de los hechos más esenciales con que hay que contar, y aun desde los que hay que partir, para el estudio de nuestra historia.
Referidas a ella y según los datos y argumentos esgrimidos en cada caso, pueden por igual ser ciertas y contradictorias cuantas consideraciones tópicas suelen hacerse, ya sobre el espíritu de tolerancia, ya sobre las actitudes de incompatibilidad y abierta persecución religiosa vigentes en esos siglos. Historias apologéticas e historias polémicas en este sentido, basan equilibradamente sus respectivas razones en hechos por igual objetivos.
Lo que -desprejuzgadamente- muestran unos y otros en todo momento es la realidad efectiva de la convivencia, la coexistencia perdurable, sobre un mismo suelo y bajo unas mismas estructuras políticas, de núcleos raciales y confesionales diferentes, así como su mutuo condicionamiento e interacción. Toda la obra última de veinticinco años de Américo Castro estuvo casi absolutamente dedicada a mostrar, con reiterada insistencia, la que su autor llamó inextricable contextura cristiano-islámico-judía de nuestra realidad histórica, tejida al hilo de los famosos «ocho siglos» de reconquista.
Por nuestra parte, añadiríamos que fenómenos sociales o estéticos como los de mozarabismo y mudejarismo, cuya esencia híbrida, aunque fecunda, definen bien sus respectivas denominaciones; movimientos de cooperación intelectual como el designado bajo el rótulo de «Escuela de Traductores de Toledo»; o titulaciones políticas como la de «Señor de las Tres Religiones», ostentada por algún rey castellano, son -por no citar otras- manifestaciones simbólicas, más aún que representativas, de la integración a que venimos refiriéndonos.
Otros hechos, sin embargo, no menos tangibles y significativos, como las medidas discriminatorias de moros y judíos en el seno de la sociedad cristiana; los incidentes ocasionales de asalto y matanza a las aljamas a finales de la Edad Media; las definitivas expulsiones de ambas minorías, hebrea y musulmana, constituyen a su vez testimonios no menos expresivos de la pluralidad intrínseca que alienta en el seno de ese complejo ser nacional en largo trance de cristalización.
Abundando en el aspecto positivo, primero de los señalados, es precisamente la conciencia de esa propia multiplicidad, como señala el prof. Maravall, lo que permite y produce históricamente, en general, el fenómeno de la tolerancia: en el caso de la conciencia cristiana, en virtud de su distinción entre las esferas de la naturaleza y de la gracia en el seno del género humano; por lo que hace al sujeto histórico español, explicando la íntima y compatible interrelación de su elemento cristiano dominante con el infiel musulmán, el indio pagano, etc.2.
La tolerancia religiosa no es, sin embargo, precisamente, flor que a priori juzgaríamos propia en un medio sentimental y consuetudinario como el medieval. Un gran conocedor de éste, el historiador Joseph Calmette, la consideraba en él, aunque existente, «anacrónica». Estudiando la Historia española, no obstante, resulta paradójico comprobar (primera de las paradojas con que hemos de encontrarnos a lo largo de este estudio, rico en ellas) que sean los tiempos nuevos quienes vengan a romper con aquel principio, imponiendo el de unidad religiosa -aun a fortiori- como esencial, junto con otros, de toda unidad nacional.
Es, en efecto, sólo a finales de nuestra Edad Media cuando fue agudizándose primero, radicalizándose después, la hasta entonces latente actitud cristiana de recelo, que ya en la segunda mitad del siglo XIV cristalizaría en lo que podemos llamar «problema judío».
Su resolución como tal problema pretendió ser el decreto de expulsión de 1.º de marzo de 1492. Una medida que, aun violentando a escala social estrato tan íntimo de la conciencia individual como el de las creencias, dista abismalmente de otras «soluciones finales» que en el supercivilizado siglo XX pretendieron aplicarse al mismo renovado y, a estas alturas moralmente inconcebible, «problema».
Sin pretender ni por asomo, desde la plataforma ética de nuestro tiempo, una justificación de aquel decreto, ya difícilmente aceptable en el orden de los principios a fines del siglo XV3, sí procede, a nuestro juicio, subrayar, un poco por contraposición a esa otra aludida «solución» del tiempo de los derechos humanos, algunas precisiones rigurosamente analíticas y objetivas: a) Que la finalidad última, teórica y práctica, del legislador de 1492 no fue en absoluto el exterminio de una comunidad étnico-religiosa, sino, por el contrario (y aunque ahora nos resulte igualmente inaceptable), otra que condujera a la absorción y fusión de ésta en igualdad de derechos y deberes, en el seno del estamento confesional dominante. Y b) Que ni siquiera la compulsión al bautismo establecida era moralmente total, ya que dejaba a sus sujetos pacientes una alternativa, siquiera fuese de tan dura aceptación como el exilio.
Regresando al terreno de los hechos, cabe comprobar que los objetivos del famoso decreto se alcanzaron en una perspectiva de siglos: prescindiendo de manifestaciones muy cualificadas, carentes por completo de raíz histórica (simpatías o antipatías instintivas, inclinaciones políticas actuales, fanatismos individuales), no existe en la España contemporánea prejuicio religioso o racial de grado entroncable con los de nuestro tema. Pero en su tiempo y a través de un largo lapso cinco veces secular, ni en la masa de «cristianos viejos» que les acogieron se consiguió profundamente el objetivo de la enunciada fusión homogeneizadora. Por parte de los recién convertidos, en razón de lo relativo, forzado y falso de su nueva condición, que legaron, activa o pasivamente, a sus sucesores; por parte de la vieja sociedad cristiana, a causa del escepticismo, suspicacia o reticencia con que explicablemente acogió tan repentino cambio.
De ahí que resulte exacta, aunque de nuevo paradójica, la apreciación de que, precisamente cuando pudo pensarse que la cuestión judía había sido de modo definitivo conjurada en España, se acabasen de echar los cimientos para asegurar su supervivencia a lo largo de toda nuestra Edad Moderna.
En lugar de desaparecer, en efecto, el problema se transformó. Y este cambio es el que nos permite hablar del paso «del problema judío al problema converso».
II
Como en 1971 señalara uno de sus primeros cultivadores modernos, el tema era prácticamente desconocido hacía entonces un cuarto de siglo4. Más que rebasar ulteriormente su fase de tanteo, según apreciación modesta del mismo autor, para muchos se convirtió, a lo largo de esos lustros, tanto en motivo central y casi único de su temática, como en clave explicativa y eje vertebral, constitutivo de nuestra personalidad histórica.
¿Fue esto último así?
Prescindamos por el momento de la aludida exaltación trascendentalizadora del tema. Lo que evidentemente pudo seguirse ya con claridad, al cabo de estos veinticinco años de investigación histórica, fue el proceso de formación de la nueva minoría o clase social que por antonomasia se denominará de los conversos y que afecta exclusivamente a los procedentes del Judaísmo.
Ese proceso arranca, como hemos apuntado, de mediados del siglo XIV, y va incrementando uniformemente su aceleración hasta 14925. La incomodidad progresiva y, esporádicamente, el riesgo vital que llegó a entrañar el seguir siendo judío en España a lo largo de ese tiempo, fueron produciendo durante él deserciones numéricamente crecientes de la fe mosaica. Trasvases al Cristianismo, cuya autenticidad (como aconteció tras la invasión musulmana con los descendientes muladíes de los álima o primeros convertidos hispánicos al Islam), hubiese sido con el tiempo íntegra y total; pero acerca de la cual, durante las primeras generaciones, cupo y cabe guardar toda clase de justificadas reservas.
En la mayor parte de los casos puede suponerse en los recién «convertidos» una actitud que Caro Baroja asemeja a la de los libeláticos del siglo III de nuestra era, compelidos, ante la alternativa del martirio, a sacrificar públicamente ante el altar de los dioses paganos6. En general, la casuística de actitudes íntimas posibles dentro de esas primeras hornadas de conversos, permite ensayar al expresado autor la siguiente clasificación:
Cristianos auténticos.
Heterodoxos en el seno del Cristianismo.
Talmudistas.
Incrédulos.
Vacilantes.
Estos últimos serían, según el propio Caro, los más numerosos, al menos entre cuantos se planteasen con autenticidad el problema de su adscripción religiosa. Algunos, precisa Fritz Baer, profesarían una especie de ambiguo averroísmo, en su intento de armonizar la «doble verdad» de su origen y su coyuntura existencial; otros pretenderían elaborar para su uso cierta noción de continuidad sin contradicción entre sinagoga e iglesia, que les autoexplicase, calmando su angustia, su propio tránsito. «Lo pagaron caro», concluye, refiriéndose a estos últimos, el etnólogo e historiador español anteriormente citado7.
Conforme a tales supuestos, forzoso es concluir que la actitud de sospecha generalizada ante el fenómeno del «neocristianismo», se apoyaba en sólidos fundamentos reales, por más que éstos fuesen provocados por la misma sociedad «limpia» que, contradictoriamente, estaba exigiendo la adhesión. Y que el fin alegadamente pretendido por ésta -la supresión de las diferencias religiosas- se estuviese frustrando ab initio, al irse produciendo desde el primer momento una nueva discriminación, primero instintiva, más adelante jurídicamente positiva, entre cristianos viejos («limpios», «lindos», «rancios») y nuevos («conversos», «confesos», «maculados», «marranos»).
Materialización de este nuevo espíritu diferenciador fueron, como es sabido, los «Estatutos de limpieza de sangre», que limitaban determinados derechos personales a quienes, siendo o proclamándose cristianos, no probasen proceder absolutamente de ascendencia «limpia». Y una de las más tempranas y trascendentes muestras de este tipo de legislación es la llamada «Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento», promulgada por el Ayuntamiento de Toledo el 5 de junio de 1449.
Su instauración se produjo con ocasión de una revuelta popular provocada por cierta exacción tributaria que decretara D. Álvaro de Luna con carácter local. El celo recaudador de sus agentes, conversos en su mayoría, suscitó la reacción airada contra los de su clase, con la consecuente secuela de muertes, saqueos y persecuciones. Como remate, los rebeldes declararon a sus conciudadanos conversos incapacitados para el desempeño de cargos públicos y exoneraron de ellos a los que los ostentaban.
Como pretexto, la «Sentencia-Estatuto» alegaba, remontándose a la traición o colaboracionismo imputado a los judíos españoles con ocasión de la conquista musulmana, que sus descendientes los conversos deberían ser tenidos «como el Derecho los ha e tiene, por infames, inhábiles, incapaces e indignos para haber todo oficio e beneficio público y privado en la dicha ciudad de Toledo y en su tierra, término y jurisdicción»8.
Pretendida justificación doctrinal del Estatuto y de la revuelta, un alegato redactado por los mismos días de la promulgación de aquél acusaba a los conversos de ser «por la mayor parte... ynfieles e erejes, e han judaizado e judaizan, e han guardado e guardan los más dellos los ritos e çirimonias de los judíos, apostatando de la crisma e vautizo que reçeuieron, demostrando con las obras e palabras que los resçeuieron con cuero e non con el corazón ni en la voluntad»9; achacándoles de paso usar de sus cargos para causar agravios a los cristianos viejos.
Estas imputaciones más o menos generalizadas y el propio decreto de Pero Sarmiento (Asistente regio en la ciudad y cabecilla visible de la rebelión), suscitaron a partir de aquel mismo verano de 1449 una vasta polémica que, centrada en sus términos temáticos toledanos y cuatrocentistas, hemos estudiado, sistematizándola, en otra ocasión10. Textos bíblicos, cánones conciliares, Derecho justinianeo, glosas, legislación laica ordinaria y extraordinaria de toda la Edad Media castellana, fueron manejados y aducidos, junto con toda clase de argumentos teológicos, jurídicos e históricos, en apoyo de las respectivas tesis opuestas.
Por otra parte, de los defensores del principio de igualdad absoluta entre cristianos, fuere cual fuere la fecha de su bautismo o el de sus ascendientes, se esgrimieron razones esenciales incontrovertibles y otras de gran efectismo y contundencia: la unidad originaria del género humano, a partir de unos mismos primeros padres; la universalidad de la Redención; el linaje hebreo del propio Cristo y su Madre, entre otras. Aparte otros argumentos de orden más práctico y cercano, como la mezcla de sangre judía en las más esclarecidas y poderosas estirpes castellanas, incluida la del Rey Católico (argumento que se apresuraron a explotar malignamente todos los Libros verdes, Tizones de la nobleza y demás padrones de baldón y denuncia genealógica del tiempo).
Del lado de los partidarios de la discriminación, es curioso señalar el origen converso que se achaca a los más conocidos y ardorosos de entre ellos11. Al margen de su apologética, basada, como hemos dicho, en análogos fundamentos textuales que la de sus adversarios, es de señalar en la producción y en la actitud de los de esta parcialidad un extremado factor pasional, de raíz y manifestación, más que populares, decididamente demagógicas.
Ningún texto más explícito a este respecto que el famoso Memorial apresuradamente redactado aquel mismo año de 1449 por el bachiller toledano Marcos García de Mora (Marquillos de Mazarambroz) para justificar doctrinalmente la anterior «Sentencia-Estatuto», ya condenada en su forma y en su fondo por la autoridad pontificia12.
Dejando aparte, en efecto, su «aparato crítico», tan prolijo como débil en cuanto a valor probatorio, aflora sobre todo en él la animosidad y el odio de clase de los cristianos viejos toledanos hacia sus convecinos conversos, con declaraciones tan violentas y concluyentes como la de que el reciente despojo y asesinato de éstos «no solamente no es crimen, mas si así no fuera hecho, fuera crimen»; o la de que el único error cometido en aquella matanza «fue el de tolerar e no acauar a los que dellos fincaron vibos, sin ser asaetados e enforcados»13.
Frente a tan desaforada doctrina, la actitud de las justicias real y eclesiástica no pudo ser sino de radical reprobación y condena. El proceso incoado por orden de Juan II a Pero Sarmiento y sus secuaces fue remitido a Roma bajo la doble imputación de introducir escisión o cisma en el corpus mysticum de la Iglesia, y de atentar contra la autoridad regia, emanada de la divina. La consiguiente bula Humani generis inimicus de 24 de septiembre de 1449 y documentos anejos de la misma fecha14, gestionados e inspirados por el cardenal Fr. Juan de Torquemada, de origen converso15, rechazaban todo principio de división y diferenciación entre cristianos, fulminando excomunión contra los culpables de los delitos en ellos definidos.
Así quedaba, pues, formulada, casi con la solemnidad y fuerza de una declaración ex Cathedra, toda una calificación de heterodoxia para cualquier doctrina que estableciera distinción o diferencia subestimativas entre cristianos. Los apelativos de herético y cismático fueron aplicados de modo efectivo y cismático por el obispo de Burgos, Fr. Alonso de Cartagena, también converso, al violento bachiller García de Mora16.
Eloy Benito Ruano
Diciembre 2001
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-origenes-del-problema-converso--0/html/ffe964ce-82b1-11df-acc7-002185ce6064_29.html#I_3_
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