miércoles, 30 de diciembre de 2015

Visigodos: La primera guerra civil de España (y II)

Con la muerte del venal Teudiselo terminaban casi 40 años de tolerante gobierno al estilo del ostrogodo Teodorico, que había mantenido la paz interior y la prosperidad en el reino. Los visigodos iban a echar de menos este periodo en los siguientes 30 años.

El cabecilla de los visigodos “nacionalistas”, un noble de Lusitania llamado Ágila(Akhila), fue elegido inmediatamente como nuevo rey en Sevilla. Ágila era un arriano ferviente como no se había visto desde los tiempos de Eurico, y aparentemente su primera decisión fue prohibir los concilios católicos (decreto que conocemos por testimonios posteriores), a tenor de la reacción inmediata que produjo: antes de que acabara el año, los aristócratas romanos de Córdoba y su campiña expulsaron a los funcionarios visigodos y se dieron un gobierno senatorial propio, rebelándose contra la corona. Por desgracia, apenas tenemos detalles sobre tan extraordinaria rebelión, que no cuenta con precedentes en el mundo germánico contemporáneo. 

A mayor abundamiento, tenemos pruebas de que entre los mismos nobles godos existían disensiones sobre el rey y su nueva política religiosa. Un partido de nobles visigodos, herederos del antiguo partido ostrogodo en la tolerancia a los católicos, se mostró en desacuerdo con la elección de Ágila. Sin duda eran particularmente numerosos en la capital, pues cuando a principios de 550, el rey inició los preparativos de la campaña para aplastar la rebelión cordobesa, apartó de la expedición a muchos de ellos por temor a una traición, y tomó la anómala medida de llevarse consigo el tesoro real visigodo en vez de dejarlo en Sevilla.

Acompañado de su primogénito, Ágila llegó a las cercanías de Córdoba, donde profanó la tumba del mártir san Acisclo, patrón de la ciudad, en un gesto deliberado para provocar a los alzados católicos a la batalla y evitar un largo sitio. La iniciativa surtió efecto y los cordobeses atacaron a la expedición real cerca de la ciudad. 

Apenas sabemos nada del tipo de tropas de que disponían los rebeldes (si eran esclavos armados, o más bien germanos mercenarios, como en el pasado) pero la derrota de los visigodos fue tan inesperada como completa: el primogénito de Ágila murió en combate, y el ejército real huyó ignominiosamente, abandonando el tesoro real en el campo como trofeo para los vencedores. Tal vez hubiese entre los huídos algunos enemigos del rey que aprovecharon la refriega para arrastrar a todos a la deserción. 

El monarca logró escapar, pero para cuando llegó a Sevilla, las noticias del desastre le habían precedido, y los nobles adversarios, dando por seguro el ocaso de la estrella de Ágila, y tal vez su muerte, habían proclamado como su sucesor al magnateAtanagildo (Athanakhild), uno de los visigodos que habían servido como clientes del partido ostrogodo de Teudis. Pero Ágila no había muerto, y se escabulló con unos pocos fieles a Mérida, donde tenía su solar. Allí se hizo fuerte y reclamó su legitimidad al trono, allegando partidarios entre los visigodos arrianos más intolerantes. 

Fracasada la conjura, y delimitados ambos bandos, estalló en el reino visigodo la guerra civil. Los últimos 4 reyes habían muerto violentamente, pero desde la derrota de Vouillé, 43 años atrás, el reino había vivido en paz y prosperidad. Ahora se iban a enfrentar las principales familias visigodas en una guerra fratricida, en la que la persecución o tolerancia a la Iglesia católica (la de los hispanorromanos), jugaría un papel primordial.

En medio de esta guerra parcialmente religiosa, se produjo un hecho trascendente en el vecino reino suevo, que demostraba hasta que punto repercutían estas disputas en él. El arriano rey Charriarico (o Ariarico), que comenzó a reinar en 550, envió a unos embajadores al sepulcro de san Martín de Tours, en la Galia, con ricos presentes para el santuario, prometiendo convertirse si su hijo enfermo de lepra sanaba. 

La vuelta de los embajadores, acompañados de otro Martín, un sacerdote de Panonia (moderna Hungría), coincidió con la curación del joven. Martín predicó el catolicismo a los suevos, y el rey y su familia se convirtieron, erigiendo en Dumio un templo a san Martín, y a su alrededor un monasterio, cuya dirección confiaron al monje panonio, y que se convirtió pronto en el foco de irradiación de la fe católica en todo el reino. El rey además levantó la prohibición de convocar concilios provinciales.

Mientras, en el reino visigodo la guerra se extendió como una mancha de aceite en 550 y 551. Por desgracia, poseemos pocos testimonios contemporáneos, pero sí sabemos que, aunque se combatió por todas las provincias, las principales batallas se dieron en el valle del Guadalquivir, y que el reconstruido ejército real de Ágila comenzó a llevar la mejor parte. 

A finales de 551, el usurpador Atanagildo se vio ya en situación desesperada, y como en una repetición del hado maldito de los reinos arrianos, se volvió a Constantinopla en busca de ayuda. Fueron enviados emisarios a Justiniano, fiados en que la tolerancia mostrada por el rebelde hacia los católicos decidiría al emperador a sostenerle.

Ahora bien, la guerra en Italia estaba alcanzando su clímax, tras 16 extenuantes años, y habiendo cambiado Roma de manos en 6 ocasiones. Justo ese año, el eunuco persa Narsés, enviado con importantes refuerzos como nuevo general imperial, había logrado acorralar a Totila, pero este aun no estaba vencido. En esas circunstancias, Justiniano, aunque no dejara de encontrar providencial esta nueva ocasión de intervenir en los asuntos internos de un reino germano arriano, no podía distraer fuerzas del teatro principal de operaciones en Italia en un momento tan decisivo. 

Las negociaciones concluyeron con un tratado de alianza del imperio con Atanagildo, que incluía un pago en oro a Justiniano, producto del cual llegó en junio de 552 una pequeña expedición romana al mando de un patricio llamado Liberio, que contaba nada menos que 80 años y había sido prefecto en el sur de la Galia en 514 (donde había sufrido un intento de asesinato por visigodos fanáticos). Según el historiador E.A. Thompson, este cuerpo expedicionario, insuficiente en número, fue enviado con urgencia porque Atanagildo estaba a punto de sucumbir. 

Desembarcando en Cádiz o Málaga, llegó a Sevilla, la capital del rebelde, justo a tiempo para unirse a sus tropas contra la expedición del ejército real que había penetrado en la Bética desde la Lusitania, con objeto de acabar definitivamente con la rebelión. La batalla de Sevilla, habida en agosto o septiembre de 552, fue la más importante de la guerra, y con el auxilio de los profesionales soldados imperiales, Atanagildo logró derrotar a las tropas de Ágila, volviendo a equilibrar la situación. 

Durante otros dos años más, los visigodos siguieron destrozándose en una guerra sin cuartel, que provocó la tala de árboles, la muerte de ganado, el abandono de innumerables aldeas y pueblos, la destrucción de iglesias, el incendio de cosechas y casas. En suma, la ruina de uno de los reinos más ricos de Occidente, en una reproducción a pequeña escala de lo que había padecido Italia con la invasión imperial, solo que esta vez por culpa de una guerra civil. Los bizantinos aprovecharon para ir ocupando todas las ciudades que unían Sevilla con la costa atlántica y mediterránea (Medina Sidonia, Cadiz, Málaga).

El 1 de julio de 552, mientras tanto, había tenido lugar en Umbría la batalla de Taginae, en la que Narsés derrotó definitivamente a Totila. Los ostrogodos eligieron un nuevo rey en la persona de Teya, pero su suerte estaba echada: vencidos nuevamente en la batalla del Monte Lactario, cerca de Nápoles, en octubre de 553, desaparecieron definitivamente de la historia, e Italia (o lo que quedaba de ella) fue incorporada al Imperio de Oriente. 

En ningún momento de su desesperada lucha por la superviviencia recibieron ayuda de sus hermanos de raza y religión visigodos, absorbidos por sus propias querellas internas. Al contrario, los de Septimania habían aprovechado su fin para recuperar la importante ciudad de Arlés, cedida a los ostrogodos en virtud del tratado de 526.

A finales de 554, pacificada su flamante conquista, Justiniano pudo al fin ocuparse plenamente del siguiente objetivo de su vasto plan de restitución imperial en Occidente: la diócesis de Hispania, agotada por las luchas intestinas de los godos, parecía madura para la anexión. Las tropas veteranas de Italia de las que se pudo prescindir, fueron enviadas a socorrer (o más bien absorber) a Atanagildo y el reino de los visigodos. Según Thompson, una segunda expedición militar imperial, mucho más numerosa, desembarcó cerca de Cartagena a principios de 555. 

La ciudad, tal vez por ser partidaria de Ágila, o porque sus habitantes ya habían comprendido que el enemigo auténtico eran los invasores orientales, presentó resistencia, y fue tomada por la fuerza. Sus murallas fueron derribadas, la ciudad incendiada, y miles de sus habitantes huyeron, entre ellos un matrimonio mixto formado por el noble romano Severiano y su esposa visigoda, que tenían tres hijos, cuyos nombres conviene retener: Leandro, Fulgencio y Florentina. 

Como tantos otros, se refugiaron en Sevilla, donde en 560 nacería su cuarto hijo al que llamarían Isidoro. Las tropas de Justiniano continuaron su marcha y tomaron Baza (Basti) y su región, esperando enlazar con sus posesiones en el valle del Guadalete.

En ese punto, los nobles visigodos fueron al fin conscientes de que se habían estado desangrando en una fratricida e inútil guerra durante 5 años, de la cual sólo estaban saliendo beneficiados los griegos. Las negociaciones entre ambos grupos terminaron con el asesinato en Mérida del renuente Ágila en marzo de 555 a manos de sus propios seguidores, tras un estéril y conflictivo reinado de 5 años, y la unificación bajo la corona de Atanagildo, el cual se comprometió a mantener las medidas anticatólicas de Ágila para conservar el apoyo de los visigodos más nacionalistas. 

Mérida había conocido una efímera capitalidad, y se había establecido en ella una floreciente colonia de griegos. Uno de ellos, llamado Pablo, de profesión médico, llegó a ser nombrado metropolitano de la sede con ayuda de la herencia que había recibido de un rico paciente agradecido. La paz que estrenaba el reinado indiscutido de Atanagildo fue la de los cementerios: el reino estaba en la ruina, y el tesoro real perdido a manos de los cordobeses, por lo que el monarca hubo de devaluar por primera vez la ley de lostremisses de oro que Teodorico el Grande ordenara acuñar en 511; naturalmente, esta medida condujo a la inflación, empeorando la situación. 

La elección de Toledo como sede real por Atanagildo (por su localización central), unida a la destrucción de Cartagena, convirtió a aquella ciudad en la nueva capital de facto de la provincia Cartaginense. Aunque no repitió las profanaciones de Ágila, el rey mantuvo la prohibición de reunir concilios católicos; no obstante, en estos años conocemos cada vez más casos de godos conversos al catolicismo, como el que adoptó el nombre de Juan al profesar como monje y marchó con 20 años en 559 a estudiar a Constantinopla, y del que volveremos a oír hablar. 

Durante el reinado de Atanagildo, la nueva generación de reyes francos trató de implicarle en sus disputas internas. Sigeberto, hijo de Clotario de Borgoña y rey de Austrasia, pidió y obtuvo en matrimonio a Brunequilda, la hija menor que el rey había tenido con su esposa Godswinda, buscando un aliado contra su pariente y rival Chilperico de Neustria. Pero este anuló su jugada haciendo lo propio con la hija mayor del monarca visigodo, Galswinda. Así, el rey hispano terminó siendo neutral en las guerras entre reyes merovingios, pero sus hijas, que se convirtieron al catolicismo al casarse, jugarían un papel importante en esas querellas; Brunequilda dio a luz a su hija Ingunda en 567.

En mayo de 561 tuvo lugar el concilio general del reino suevo de Braga, en el que el rey Ariamiro, sucesor de Charriarico, confirmó la conversión de los suevos y de todo el reino a la fe católica. Ya sólo los visigodos permanecían en el arrianismo entre todos los reinos germánicos que cien años atrás habían doblegado al imperio occidental. 

El de Atanagildo fue un reinado decadente, en el que la debilidad de la corona se tradujo en la secesión de los cántabros, que establecieron una capital en Amaya y realizaron incursiones sobre los Campus Gothi, y la independencia de la tribu de los sábaros, al norte del Duero. El rey se embarcó en diversas expediciones para tratar de recuperar las ciudades ocupadas por los bizantinos, sin obtener resultados apreciables. 

También fracasó en su campaña de 567, cuando intentó reconquistar Córdoba y el vital tesoro real visigodo que allí se guardaba; el prestigio de la corona visigoda tocaba fondo en aquellos días, cuando su ejército no podía reducir a una simple ciudad de romanos rebeldes. Atanagildo murió en Toledo en 568 de muerte natural (el primer monarca visigodo en 84 años), tras 18 años de gobierno en declive imparable. Dejaba un reino arruinado, dividido, al borde de la fragmentación en varios pequeños territorios autónomos tanto hispanos como godos, y a merced del imperio de Oriente, cuyo emperador Justiniano había muerto en 565. Según una piadosa leyenda posterior, Atanagildo se convirtió secretamente al catolicismo en su lecho de muerte, pero probablemente no es cierta.

Luis I. Amorós, el 30.09.10 
http://infocatolica.com/blog/matermagistra.php/1009300130-la-primera-guerra-civil-de-es

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